1. El próximo
viernes 22 de junio, la liturgia de la Iglesia se concentra, con una adoración y un
amor especial, en torno al misterio del Corazón de Cristo. Quiero, pues,
ya hoy, anticipando este día y esta fiesta, dirigir junto con vosotros la
mirada de nuestros corazones sobre el misterio de ese Corazón. Él me ha hablado
desde mi juventud. Cada año vuelvo a este misterio en el ritmo litúrgico del
tiempo de la Iglesia.
Es sabido que el mes
de junio está consagrado especialmente al Sagrado Corazón de
Jesús. Le expresamos nuestro amor y nuestra adoración mediante las letanías que
hablan con profundidad particular de sus contenidos teológicos en cada una de
sus invocaciones.
Por esto quiero
detenerme con vosotros ante este Corazón, al que se
dirige la Iglesia como comunidad de corazones humanos. Quiero hablar, siquiera
brevemente de este misterio tan humano, en el que con tanta sencillez
y a la vez con profundidad y fuerza se ha revelado Dios.
2. Hoy dejamos hablar
a los textos de la liturgia del viernes, comenzando por la lectura del
Evangelio según Juan. El Evangelista refiere un hecho con la precisión del
testigo ocular. "Los judíos, como era el día de la Parasceve, para que no
quedasen los cuerpos en la cruz el día de sábado, por ser día grande aquel
sábado, rogaron a Pilato que les rompiesen las piernas y los quitasen.
Vinieron, pues, los soldados y rompieron las piernas al primero y al otro que
estaba crucificado con Él; pero llegando a Jesús, como le vieron ya muerto, no
le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó con su lanza
el costado, y al instante salió sangre y agua" (Jn 19, 31-34).
El Evangelista habla
solamente del golpe con la lanza en el costado, del que salió sangre y agua. El
lenguaje de la descripción es casi médico, anatómico. La lanza del soldado
hirió ciertamente el Corazón, para comprobar si el Condenado ya estaba muerto.
Este Corazón -este corazón humano- ha dejado de latir. Jesús ha dejado de
vivir. Pero, al mismo tiempo, esta apertura anatómica del Corazón de Cristo,
después de la muerte -a pesar de toda la "crudeza" histórica del texto- nos
induce a pensar incluso a nivel de metáfora. El corazón no es sólo un órgano
que condiciona la vitalidad biológica del hombre. El corazón es un símbolo.
Habla de todo el hombre interior. Habla de la interioridad espiritual del
hombre. Y la tradición entrevió rápidamente este sentido de la descripción de
Juan. Por lo demás, en cierto sentido, el mismo Evangelista ha inducido a esto
cuando, refiriéndose al testimonio del testigo ocular, que era él mismo, ha
hecho referencia, a la vez, a esta frase de la Escritura: "Mirarán al que
traspasaron" (Jn 19, 37; Zac 12, 10).
En realidad así mira
la Iglesia; así mira la humanidad. Y de hecho, en la transfixión de la lanza
del soldado todas las generaciones de cristianos han aprendido y aprenden a
leer el misterio del Corazón del Hombre crucificado, que era el Hijo de
Dios.
3. Es diversa la
medida del conocimiento que de este misterio han adquirido muchos discípulos y
discípulas del Corazón de Cristo, en el curso de los siglos. Uno de los
protagonistas en este campo fue ciertamente Pablo de Tarso, convertido de
perseguidor en Apóstol. También nos habla él en la liturgia del próximo viernes
con las palabras de la Carta a los efesios. Habla como el hombre que ha
recibido una gracia grande, porque se le ha concedido "anunciar a los gentiles
la insondable riqueza de Cristo e iluminar a todos acerca de la dispensación
del misterio oculto desde los siglos en Dios, Creador de todas las cosas" (Ef
3, 8-9).
Esa "riqueza de
Cristo" es, al mismo tiempo, el "designio eterno de salvación" de Dios que el
Espíritu Santo dirige al "hombre interior", para que así "Cristo habite por la
fe en nuestros corazones" (Ef 3, 16-17). Y cuando Cristo, con la fuerza
del Espíritu, habite por la fe en nuestros corazones humanos, entonces
estaremos en disposición "de comprender con nuestro espíritu humano" (es decir,
precisamente con este "corazón") "cuál es la anchura, la longura, la altura y
la profundidad, y conocer la Caridad de Cristo, que supera toda ciencia..." (Ef
3, 18-19).
Para conocer
con el corazón, con cada corazón humano, fue abierto, al final de la
vida terrestre, el Corazón divino del Condenado y Crucificado en el Calvario.
Es diversa la medida
de este conocimiento por parte de los corazones humanos. Ante la fuerza de las
palabras de Pablo, cada uno de nosotros pregúntese a sí mismo sobre la medida
del propio corazón. "...Aquietaremos nuestros corazones ante Él, porque si
nuestro corazón nos arguye, mejor que nuestro corazón es Dios, que todo lo
conoce" (1 Jn 3, 19-20). El Corazón del Hombre-Dios no juzga a los
corazones humanos. El Corazón llama. El Corazón "invita". Para esto fue abierto
con la lanza del soldado.
4. El misterio del Corazón, se abre a través de las heridas del cuerpo; se abre el gran misterio
de la piedad, se abren las entrañas de Misericordia de nuestro Dios (San
Bernardo, Sermón 61, 4; PL 183, 1072).
Cristo dice en la
liturgia del viernes: "Aprended de Mí, que Soy
manso y humilde de corazón" (Mt
11, 29).
Quizá una sola vez el
Señor Jesús nos ha llamado con sus palabras al propio corazón. Y ha puesto de
relieve este único rasgo: "mansedumbre y humildad". Como si quisiera decir que
sólo por este camino quiere conquistar al hombre; que quiere ser el Rey de los
corazones mediante la "mansedumbre y la humildad". Todo el misterio de
Su
reinado está expresado en estas palabras. La "mansedumbre y la
humildad". encubren, en cierto sentido, toda la "riqueza" del Corazón del
Redentor, sobre la que escribió San Pablo a los efesios. Pero también esa
"mansedumbre y humildad" lo desvelan plenamente; y nos permiten
conocerlo y aceptarlo mejor; lo hacen objeto de suprema admiración.
Las hermosas letanías
del Sagrado Corazón de Jesús están compuestas por muchas palabras semejantes,
más aún, por las exclamaciones de admiración ante la riqueza del Corazón de
Cristo. Meditémoslas con atención cada día.
5. Así, al final de
este fundamental ciclo litúrgico de la Iglesia, que comenzó con el primer
domingo de Adviento, y ha pasado por el tiempo de Navidad, luego por el de la
Cuaresma, de la Resurrección hasta Pentecostés, Domingo de la Santísima
Trinidad y Corpus Christi, se presenta discretamente la fiesta del
Corazón divino, del Sagrado Corazón de Jesús. Todo este ciclo se encierra
definitivamente en el Corazón del Dios-Hombre. De Él también irradia
cada año toda la vida de la Iglesia.