1. Esta
invocación de las Letanías del Sagrado Corazón, tomada de la Carta a los
Colosenses (2,3), nos hace comprender la necesidad de ir al Corazón de Cristo
para entrar en la plenitud de Dios.
2. La ciencia,
de la que se habla, no es la ciencia que hincha (1 Co 8,2), fundada en el
poder humano. Es sabiduría divina, un misterio escondido durante siglos en la
mente de Dios, Creador del universo (Ef 3,9). Es una ciencia nueva, escondida
a los sabios y a los entendidos del mundo, pero revelada a los pequeños (Mt
11,25), ricos en humildad, sencillez, pureza de corazón. Esta ciencia y esta
sabiduría consisten en conocer el misterio de Dios invisible, que llama a los
hombres a ser partícipes de su divina naturaleza y los admite a la comunión
con Él.
3. Nosotros
sabemos estas cosas porque Dios mismo se ha dignado revelárnoslas por medio
del Hijo, que es Sabiduría de Dios (1 Co 1,24).
Todas las cosas
que hay en la tierra y en los cielos, han sido creadas por medio de Él y para
Él (Col 1,16). La Sabiduría de Cristo es más grande que la de Salomón (Lc
11,31). Sus riquezas son inescrutables (Ef 3,8). Su Amor sobrepasa todo
conocimiento. Pero con la fe somos capaces de comprender, juntamente con todos
los santos, su anchura, su largura, altitud y profundidad (Ef 3, 18). Al
conocer a Jesús, conocemos también a Dios. Quien le ve a Él, ve al Padre (Jn
14,9). Con Él apareció el Amor de Dios en nuestros corazones (Rm 5,5).
4. La ciencia
humana es como el agua de nuestros fuentes: quien la bebe, vuelve a tener sed.
La sabiduría y la ciencia de Jesús, en cambio, abren los ojos de la mente,
mueven el corazón en la profundidad del ser y engendran al hombre en el amor
trascendente; liberan de las tinieblas del error, de las manchas del pecado,
del peligro de la muerte, y conducen a la plenitud de la comunión de esos
bienes divinos, que trascienden la comprensión de la mente humana. (Dei
Verbum,6).
5. Con la
sabiduría y la ciencia de Jesús, nos arraigamos, y fundamentamos en la
caridad (Ef 3,17). Se crea el hombre nuevo, interior, que pone a Dios en el
centro de su vida y a sí mismo al servicio de los hermanos. Es el grado de
perfección que alcanza María, Madre de Jesús y Madre nuestra: ejemplo único
de criatura nueva, enriquecida con la plenitud de gracia y dispuesta a cumplir
la voluntad de Dios: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí
según tu palabra". Y por esto, nosotros la invocamos como "Trono de
la Sabiduría". Al rezar el Ángelus, pidámosle que nos haga como Ella y
como su Hijo.