SEGUNDA PARTE
LA
MADRE DE DIOS EN EL CENTRO DE LA IGLESIA
PEREGRINA
El
camino de la Iglesia y la unidad de
todos los cristianos

29.
«El Espíritu promueve en todos los
discípulos de Cristo el deseo y la
colaboración para
que todos se unan en paz, en un rebaño
y bajo
un solo pastor, como Cristo determinó».
El camino de la Iglesia, de modo
especial en nuestra época, está
marcado por el signo del ecumenismo; los
cristianos buscan las vías para
reconstruir la unidad, por la que Cristo
invocaba al Padre por sus discípulos el
día antes de la pasión: « para
que todos sean uno. Como tú, Padre,
en mí y yo en ti, que ellos también
sean uno en nosotros para que el mundo crea
que tú me has enviado »
(Jn
17, 21). Por consiguiente, la unidad
de los discípulos de Cristo es un gran
signo para suscitar la fe del mundo,
mientras su división constituye un escándalo.
El
movimiento ecuménico, sobre la base de
una conciencia más lúcida y difundida
de la urgencia de llegar a la unidad de
todos los cristianos, ha encontrado por
parte de la Iglesia católica su expresión
culminante en el Concilio Vaticano II.
Es necesario que los cristianos
profundicen en sí mismos y en cada una
de sus comunidades aquella « obediencia
de la fe », de la que María es el
primer y más claro ejemplo. Y dado que
« antecede con su luz al pueblo de Dios
peregrinante, como signo de esperanza
segura y consuelo », ofrece gran gozo y
consuelo para este sacrosanto Concilio
el hecho de que tampoco falten entre
los hermanos separados quienes
tributan debido honor a la Madre del Señor
y Salvador, especialmente entre los
Orientales ».

30.
Los cristianos saben que su unidad se
conseguirá verdaderamente sólo si se
funda en la unidad de su fe. Ellos deben
resolver discrepancias de doctrina no
leves sobre el misterio y ministerio de
la Iglesia, y a veces también sobre la
función de María en la obra de la
salvación.
Los diferentes coloquios, tenidos por la
Iglesia católica con las Iglesias y las
Comunidades eclesiales de Occidente,
convergen cada vez más sobre estos dos
aspectos inseparables del mismo
misterio de la salvación. Si el
misterio del Verbo encarnado nos permite
vislumbrar el misterio de la maternidad
divina y si, a su vez, la contemplación
de la Madre de Dios nos introduce en una
comprensión más profunda del misterio
de la Encarnación, lo mismo se debe
decir del misterio de la Iglesia y de la
función de María en la obra de la
salvación. Profundizando en uno y otro,
iluminando el uno por medio del otro,
los cristianos deseosos de hacer —como
les recomienda su Madre— lo que Jesús
les diga (cf. Jn
2, 5), podrán caminar juntos en aquella
« peregrinación de la fe », de la que
María es todavía ejemplo y que debe
guiarlos a la unidad querida por su único
Señor y tan deseada por quienes están
atentamente a la escucha de lo que hoy
« el Espíritu dice a las Iglesias » (Ap
2, 7.
11. 17).
Entre
tanto es un buen auspicio que estas
Iglesias y Comunidades eclesiales
concuerden con la Iglesia católica en
puntos fundamentales de la fe cristiana,
incluso en lo concerniente a la Virgen
María. En efecto, la reconocen como
Madre del Señor y consideran que esto
forma parte de nuestra fe en Cristo,
verdadero Dios y verdadero hombre. Estas
Comunidades miran a María que, a los
pies de la Cruz, acoge como hijo suyo al
discípulo amado, el cual a su vez la
recibe como madre.
¿Por
qué, pues, no mirar hacia ella todos
juntos como a nuestra
Madre común, que reza por la unidad
de la familia de Dios y que « precede
» a todos al frente del largo séquito
de los testigos de la fe en el único Señor,
el Hijo de Dios, concebido en su seno
virginal por obra del Espíritu Santo?

31.
Por otra parte, deseo subrayar cuan
profundamente unidas se sienten la
Iglesia católica, la Iglesia ortodoxa y
las antiguas Iglesias orientales por el
amor y por la alabanza a la Theotókos.
No sólo « los dogmas fundamentales
de la fe cristiana: los de la Trinidad y
del Verbo encarnado en María Virgen han
sido definidos en concilios ecuménicos
celebrados en Oriente »,
sino también en su culto litúrgico «
los Orientales ensalzan con himnos espléndidos
a María siempre Virgen ... y Madre Santísima
de Dios ».
Los
hermanos de estas Iglesias han conocido
vicisitudes complejas, pero su historia
siempre ha transcurrido con un vivo
deseo de compromiso cristiano y de
irradiación apostólica, aunque a
menudo haya estado marcada por
persecuciones incluso cruentas. Es una
historia de fidelidad al Señor, una auténtica
« peregrinación de la fe » a través
de lugares y tiempos durante los cuales
los cristianos orientales han mirado
siempre con confianza ilimitada a la
Madre del Señor, la han celebrado con
encomio y la han invocado con oraciones
incesantes. En los momentos difíciles
de la probada existencia cristiana «
ellos se refugiaron bajo su protección
»,
conscientes de tener en ella una ayuda
poderosa. Las Iglesias que profesan la
doctrina de Éfeso proclaman a la Virgen
« verdadera Madre de Dios », ya que a
nuestro Señor Jesucristo, nacido del
Padre antes de los siglos según la
divinidad, en los últimos tiempos, por
nosotros y por nuestra salvación, fue
engendrado por María Virgen Madre de
Dios según la carne ».
Los Padres griegos y la tradición
bizantina, contemplando la Virgen a la
luz del Verbo hecho hombre, han tratado
de penetrar en la profundidad de aquel vínculo
que une a María, como Madre de Dios,
con Cristo y la Iglesia: la Virgen es
una presencia permanente en toda la
extensión del misterio salvífico.
Las
tradiciones coptas y etiópicas han sido
introducidas en esta contemplación del
misterio de María por san Cirilo de
Alejandría y, a su vez, la han celebrado
con abundante producción poética.
El genio poético de san Efrén el Sirio,
llamado « la cítara del Espíritu Santo
», ha cantado incansablemente a María,
dejando una impronta todavía presente en
toda la tradición de la Iglesia siríaca.
En su panegírico sobre la Theotókos,
san Gregorio de Narek, una de las
glorias más brillantes de Armenia, con
fuerte inspiración poética, profundiza
en los diversos aspectos del misterio de
la Encarnación, y cada uno de los mismos
es para él ocasión de cantar y exaltar
la dignidad extraordinaria y la magnífica
belleza de la Virgen María, Madre del
Verbo encarnado. No sorprende,
pues, que María ocupe un lugar
privilegiado en el culto de las antiguas
Iglesias orientales con una abundancia
incomparable de fiestas y de himnos.

32.
En la liturgia bizantina, en todas las
horas del Oficio divino, la alabanza a
la Madre está unida a la alabanza al
Hijo y a la que, por medio del Hijo, se
eleva al Padre en el Espíritu Santo. En
la anáfora o plegaria eucarística de
san Juan Crisóstomo, después de la epíclesis,
la comunidad reunida canta así a la
Madre de Dios: «Es verdaderamente
justo proclamarte bienaventurada, oh
Madre de Dios, porque eres la muy
bienaventurada, toda pura y Madre de
nuestro Dios. Te ensalzamos, porque eres
más venerable que los querubines e
incomparablemente más gloriosa que los
serafines. Tú, que sin perder tu
virginidad, has dado al mundo el Verbo
de Dios. Tú, que eres verdaderamente la
Madre de Dios ».
Estas
alabanzas, que en cada celebración de
la liturgia eucarística se elevan a María,
han forjado la fe, la piedad y la oración
de los fieles. A lo largo de los siglos
han conformado todo el comportamiento
espiritual de los fieles, suscitando en
ellos una devoción profunda hacia la «Toda Santa Madre de Dios».

33.
Se conmemora este año el XII centenario
del II Concilio ecuménico de Nicea (a.
787), en el que, al final de la conocida
controversia sobre el culto de las
sagradas imágenes, fue definido que,
según la enseñanza de los santos
Padres y la tradición universal de la
Iglesia, se podían proponer a la
veneración de los fieles, junto con la
Cruz, también las imágenes de la Madre
de Dios, de los Ángeles y de los
Santos, tanto en las iglesias como en
las casas y en los caminos.
Esta costumbre se ha mantenido en todo
el Oriente y también en Occidente. Las
imágenes de la Virgen tienen un lugar
de honor en las iglesias y en las casas.
María está representada o como trono
de Dios, que lleva al Señor y lo
entrega a los hombres (Theotókos),
o como camino que lleva a Cristo y lo
muestra (Odigitria),
o bien como orante en actitud de
intercesión y signo de la presencia
divina en el camino de los fieles hasta
el día del Señor (Deisis),
o como protectora que extiende su manto
sobre los pueblos (Pokrov),
o como misericordiosa Virgen de la
ternura (Eleousa).
La Virgen es representada habitualmente
con su Hijo, el niño Jesús, que lleva
en brazos: es la relación con el Hijo
la que glorifica a la Madre. A veces lo
abraza con ternura (Glykofilousa);
otras veces, hierática, parece absorta
en la contemplación de aquel que es Señor
de la historia (cf. Ap
5, 9-14).
Conviene
recordar también el Icono de la Virgen
de Vladimir que ha acompañado
constantemente la peregrinación en la
fe de los pueblos de la antigua Rus'. Se
acerca el primer milenio de la conversión
al cristianismo de aquellas nobles
tierras: tierras de personas humildes,
de pensadores y de santos. Los Iconos
son venerados todavía en Ucrania, en
Bielorusia y en Rusia con diversos títulos;
son imágenes que atestiguan la fe y el
espíritu de oración de aquel pueblo,
el cual advierte la presencia y la
protección de la Madre de Dios. En
estos Iconos la Virgen resplandece como
la imagen de la divina belleza, morada
de la Sabiduría eterna, figura de la
orante, prototipo de la contemplación,
icono de la gloria: aquella que, desde
su vida terrena, poseyendo la ciencia
espiritual inaccesible a los
razonamientos humanos, con la fe ha
alcanzado el conocimiento más sublime.
Recuerdo, también, el Icono de la
Virgen del cenáculo, en oración con
los apóstoles a la espera del Espíritu.
¿No podría ser ésta como un signo de
esperanza para todos aquellos que, en el
diálogo fraterno, quieren profundizar
su obediencia de la fe?

34.
Tanta riqueza de alabanzas, acumulada
por las diversas manifestaciones de la
gran tradición de la Iglesia, podría
ayudarnos a que ésta vuelva a respirar
plenamente con sus « dos pulmones »,
Oriente y Occidente. Como he dicho
varias veces, esto es hoy más necesario
que nunca. Sería una ayuda valiosa para
hacer progresar el diálogo actual entre
la Iglesia católica y las Iglesias y
Comunidades eclesiales de Occidente.
Sería también, para la Iglesia en
camino, la vía para cantar y vivir de
manera más perfecta su Magníficat.