e-Curso: ORACIÓN CON LA MADRE DEL REDENTOR

Capítulo 6

CARTA ENCÍCLICA  REDEMPTORIS MATER

 II PARTE - LA MADRE DE DIOS EN EL CENTRO DE LA IGLESIA PEREGRINA

La Iglesia, Pueblo de Dios radicado en todas las naciones de la tierra (I)

 

SEGUNDA PARTE.

LA MADRE DE DIOS EN EL CENTRO DE LA IGLESIA PEREGRINA

La Iglesia, Pueblo de Dios radicado en todas las naciones de la tierra

25. « La Iglesia, "va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios", anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga (cf. 1 Co 11, 26) ». « Así como el pueblo de Israel según la carne, el peregrino del desierto, es llamado alguna vez Iglesia de Dios (cf. 2 Esd 13, 1; Núm 20, 4; Dt 23, 1 ss.), así el nuevo Israel... se llama Iglesia de Cristo (cf. Mt 16, 18), porque El la adquirió con su sangre (cf. Hch 20, 28), la llenó de su Espíritu y la proveyó de medios aptos para una unión visible y social. La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios para que sea sacramento visible de esta unidad salutífera para todos y cada uno »

El Concilio Vaticano II habla de la Iglesia en camino, estableciendo una analogía con el Israel de la Antigua Alianza en camino a través del desierto. El camino posee un carácter incluso exterior, visible en el tiempo y en el espacio, en el que se desarrolla históricamente. La Iglesia, en efecto, debe « extenderse por toda la tierra », y por esto « entra en la historia humana rebasando todos los límites de tiempo y de lugares ». Sin embargo, el carácter esencial de su camino es interior. Se trata de una peregrinación a través de la fe, por « la fuerza del Señor Resucitado », de una peregrinación en el Espíritu Santo, dado a la Iglesia como invisible Consolador (parákletos) (cf. Jn 14, 26; 15, 26; 16, 7): « Caminando, pues, la Iglesia a través de los peligros y de tribulaciones, de tal forma se ve confortada por la fuerza de la gracia de Dios que el Señor le prometió ... y no deja de renovarse a sí misma bajo la acción del Espíritu Santo hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso ».

Precisamente en este camino —peregrinación eclesial— a través del espacio y del tiempo, y más aún a través de la historia de las almas, María está presente, como la que es « feliz porque ha creído », como la que avanzaba « en la peregrinación de la fe », participando como ninguna otra criatura en el misterio de Cristo. Añade el Concilio que « María ... habiendo entrado íntimamente en la historia de la salvación, en cierta manera en sí une y refleja las más grandes exigencias de la fe ». Entre todos los creyentes es como un « espejo », donde se reflejan del modo más profundo y claro « las maravillas de Dios » (Hch 2, 11).

 

26. La Iglesia, edificada por Cristo sobre los apóstoles, se hace plenamente consciente de estas grandes obras de Dios el día de Pentecostés, cuando los reunidos en el cenáculo « quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse » (Hch 2, 4). Desde aquel momento inicia también aquel camino de fe, la peregrinación de la Iglesia a través de la historia de los hombres y de los pueblos. Se sabe que al comienzo de este camino está presente María, que vemos en medio de los apóstoles en el cenáculo « implorando con sus ruegos el don del Espíritu ».

Su camino de fe es, en cierto modo, más largo. El Espíritu Santo ya ha descendido a Ella, que se ha convertido en su esposa fiel en la Anunciación, acogiendo al Verbo de Dios verdadero, prestando « el homenaje del entendimiento y de la voluntad, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por El », más aún abandonándose plenamente en Dios por medio de « la obediencia de la fe », por la que respondió al ángel: « He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra ». El camino de fe de María, a la que vemos orando en el cenáculo, es por lo tanto « más largo » que el de los demás reunidos allí: María les « precede », « marcha delante de » ellos. El momento de Pentecostés en Jerusalén ha sido preparado, además de la Cruz, por el momento de la Anunciación en Nazaret. En el Cenáculo el itinerario de María se encuentra con el camino de la fe de la Iglesia ¿De qué manera?

Entre los que en el Cenáculo eran asiduos en la oración, preparándose para ir « por todo el mundo » después de haber recibido el Espíritu Santo, algunos habían sido llamados por Jesús sucesivamente desde el inicio de su misión en Israel. Once de ellos habían sido constituidos apóstoles, y a ellos Jesús había transmitido la misión que él mismo había recibido del Padre: « Como el Padre me envió, también yo os envío » (Jn 20, 21), había dicho a los apóstoles después de la resurrección. Y cuarenta días más tarde, antes de volver al Padre, había añadido: cuando « el Espíritu Santo vendrá sobre vosotros ... seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra » (cf. Hch 1, 8). Esta misión de los apóstoles comienza en el momento de su salida del cenáculo de Jerusalén. La Iglesia nace y crece entonces por medio del testimonio que Pedro y los demás apóstoles dan de Cristo crucificado y resucitado (cf. Hch 2, 31-34; 3, 15-18; 4, 10-12; 5, 30-32).

María no ha recibido directamente esta misión apostólica. No se encontraba entre los que Jesús envió « por todo el mundo para enseñar a todas las gentes » (cf. Mt 28, 19), cuando les confirió esta misión. Estaba, en cambio, en el cenáculo, donde los apóstoles se preparaban a asumir esta misión con la venida del Espíritu de la Verdad: estaba con ellos. En medio de ellos María « perseveraba en la oración » como « Madre de Jesús » (Hch 1, 13-14), o sea de Cristo crucificado y resucitado. Y aquel primer núcleo de quienes en la fe miraban « a Jesús como autor de la salvación », era consciente de que Jesús era el Hijo de María, y que ella era su madre, y como tal era, desde el momento de la concepción y del nacimiento, un testigo singular del misterio de Jesús, de aquel misterio que ante sus ojos se había manifestado y confirmado con la Cruz y la resurrección. La Iglesia, por tanto, desde el primer momento, « miró » a María, a través de Jesús, como « miró » a Jesús a través de María. Ella fue para la Iglesia de entonces y de siempre un testigo singular de los años de la infancia de Jesús y de su vida oculta en Nazaret, cuando « conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón » (Lc 2, 19; cf. Lc 2, 51).

Pero en la Iglesia de entonces y de siempre María ha sido y es sobre todo la que es « feliz porque ha creído »: ha sido la primera en creer. Desde el momento de la anunciación y de la concepción, desde el momento del nacimiento en la cueva de Belén, María siguió paso tras paso a Jesús en su maternal peregrinación de fe. Lo siguió a través de los años de su vida oculta en Nazaret; lo siguió también en el período de la separación externa, cuando él comenzó a « hacer y enseñar » (cf. Hch 1, 1 ) en Israel; lo siguió sobre todo en la experiencia trágica del Gólgota. Mientras María se encontraba con los apóstoles en el cenáculo de Jerusalén en los albores de la Iglesia, se confirmaba su fe, nacida de las palabras de la anunciación. El ángel le había dicho entonces: « Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande.. reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin » (Lc 1, 32-33). Los recientes acontecimientos del Calvario habían cubierto de tinieblas aquella promesa; y ni siquiera bajo la Cruz había disminuido la fe de María. Ella también, como Abraham, había sido la que « esperando contra toda esperanza, creyó » (Rom 4, 18). Y he aquí que, después de la resurrección, la esperanza había descubierto su verdadero rostro y la promesa había comenzado a transformarse en realidad. En efecto, Jesús, antes de volver al Padre, había dicho a los apóstoles: « Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes ... Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28, 19.20). Así había hablado el que, con su resurrección, se reveló como el triunfador de la muerte, como el señor del reino que « no tendrá fin », conforme al anuncio del ángel.

 

ORACIÓN PARA IMPLORAR FAVORES POR INTERCESIÓN

 DEL BEATO JUAN PABLO II

Oh Trinidad Santa, te damos gracias por haber concedido a la Iglesia al Papa Juan Pablo II y porque en él has reflejado la ternura de Tu paternidad, la gloria de la Cruz de Cristo y el esplendor del Espíritu de amor. El, confiando totalmente en tu infinita misericordia y en la maternal intercesión de María, nos ha mostrado una imagen viva de Jesús Buen Pastor, indicándonos la santidad, alto grado de la vida cristiana ordinaria, como camino para alcanzar la comunión eterna Contigo. Concédenos, por su intercesión, y si es Tu voluntad, el favor que imploramos, con la esperanza de que sea pronto incluido en el número de tus santos.

Padrenuestro. Avemaría. Gloria.

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