1.
La definición del dogma
de la Inmaculada
Concepción se refiere de
modo directo únicamente
al primer instante de la
existencia de María, a
partir del cual fue "preservada
inmune de toda mancha de
la culpa original".
El Magisterio pontificio
quiso definir así sólo
la verdad que había sido
objeto de controversias a
lo largo de los siglos: la
preservación del pecado
original, sin
preocuparse de definir la
santidad permanente de la
Virgen Madre del Señor.
Esa
verdad pertenece ya al
sentir común del pueblo
cristiano, que sostiene
que María, libre del
pecado original, fue
preservada también de
todo pecado actual y la
santidad inicial le fue
concedida para que colmara
su existencia entera.
2.
La Iglesia ha reconocido
constantemente que María
fue santa e inmune de todo
pecado o imperfección
moral. El concilio de
Trento expresa esa
convicción afirmando que
nadie "puede en su
vida entera evitar todos
los pecados aun los
veniales, si no es ello
por privilegio especial de
Dios, como de la
bienaventurada Virgen lo
enseña la Iglesia" (DS
1.573). También el
cristiano transformado y
renovado por la gracia
tiene la posibilidad de
pecar. En efecto, la
gracia no preserva de todo
pecado durante el entero
curso de la vida, salvo
que, como afirma el
concilio de Trento, un
privilegio especial
asegure esa inmunidad del
pecado. Y eso es lo que
aconteció en María.
El
concilio tridentino no
quiso definir este
privilegio, pero declaró
que la Iglesia lo afirma
con vigor: Tenet,
es decir, lo mantiene
con firmeza. Se trata de
una opción que, lejos de
incluir esa verdad entre
las creencias piadosas o
las opiniones de devoción
confirma su carácter de
doctrina sólida, bien
presente en la fe del
pueblo de Dios. Por lo
demás, esa convicción se
funda en la gracia que el
ángel atribuye a María
en el momento de la
Anunciación. Al llamarla
"llena de gracia",
el ángel reconoce en ella
a la mujer dotada de una
perfección permanente y
de una plenitud de
santidad, sin sombra de
culpa ni de imperfección
moral o espiritual.
3.
Algunos Padres de la
Iglesia de los primeros
siglos, al no estar aún
convencidos de su santidad
perfecta, atribuyeron a
María imperfecciones o
defectos morales. También
algunos autores recientes
han hecho suya esta
posición. Pero los textos
evangélicos citados para
justificar estas opiniones
no permiten en ningún
caso fundar la atribución
de un pecado, ni siquiera
una imperfección moral, a
la Madre del Redentor.
La
respuesta de Jesús a su
madre, a la edad de doce
años: "¿Por qué me
buscabais? ¿No sabíais
que yo debía ocuparme de
las cosas de mi
Padre?" (Lc 2,
49) fue, en ocasiones,
interpretada como un
reproche encubierto. Ahora
bien, una lectura atenta
de ese episodio lleva a
comprender que Jesús no
reprochó a su madre y a
José el hecho de que lo
estaban buscando, dado que
tenían la responsabilidad
de velar por él.
Al
encontrar a Jesús
después de una ardua
búsqueda, María se
limita a preguntarle
solamente el porqué de
su conducta: "Hijo,
¿por qué nos has hecho
esto?" (Lc 2,
48). Y Jesús responde con
otro porqué, sin
hacer ningún reproche y
refiriéndose al misterio
de su filiación divina.
Ni
siquiera las palabras que
pronunció en Caná:
"¿Qué tengo yo
contigo, mujer? Todavía
no ha llegado mi hora"
(Jn 2, 4) pueden
interpretarse como un
reproche. Ante el probable
malestar que hubiera
provocado en los recién
casados la falta de vino,
María se dirige a Jesús
con sencillez confiándole
el problema. Jesús, a
pesar de tener conciencia
de que como Mesías sólo
estaba obligado a cumplir
la voluntad del Padre,
accede a la solicitud de
su madre. Sobre todo,
responde a la fe de la
Virgen y de ese modo
comienza sus milagros,
manifestando su gloria.
4.
Algunos han interpretado
en sentido negativo la
declaración que hace
Jesús cuando, al inicio
de la vida pública,
María y sus parientes
desean verlo.
Refiriéndose a la
respuesta de Jesús a
quien le dijo: "Tu
madre y tus hermanos
están ahí fuera y
quieren verte" (Lc
8, 20), el evangelista
san Lucas nos brinda la
clave de lectura del
relato, que se ha de
entender a partir de las
disposiciones intimas de
María, muy diversas de
las de los "hermanos"
(cf. Jn 7, 5).
Jesús respondió:
"Mi madre y mis
hermanos son aquellos que
oyen la palabra de Dios y
la cumplen" (Lc
8, 21). En efecto, en el
relato de la Anunciación
san Lucas ha mostrado
cómo María ha sido el
modelo de escucha de la
palabra de Dios y de
docilidad generosa.
Interpretado de acuerdo
con esa perspectiva, el
episodio constituye un
gran elogio de María, que
realizó perfectamente en
su vida el plan divino.
Las palabras de Jesús a
la vez que se oponen al
intento de los hermanos,
exaltan la fidelidad de
María a la voluntad de
Dios y la grandeza de su
maternidad, que vivió no
sólo física sino
también espiritualmente.
Al
hacer esta alabanza
indirecta, Jesús usa un
método particular: pone
de relieve la nobleza de
la conducta de María, a
la luz de afirmaciones de
alcance más general, y
muestra mejor la
solidaridad y la cercanía
de la Virgen a la
humanidad en el difícil
camino de la santidad.
Por
último, las palabras
"Dichosos más bien
los que oyen la palabra de
Dios y la guardan" (Lc
11, 28), que pronuncia
Jesús para responder a la
mujer que declaraba
dichosa a su madre, lejos
de poner en duda la
perfección personal de
María destacan su
cumplimiento fiel de la
palabra de Dios: así las
ha entendido la Iglesia,
incluyendo esa expresión
en las celebraciones
litúrgicas en honor de
María.
El
texto evangélico sugiere
en efecto que con esta
declaración Jesús quiso
revelar que el motivo más
alto de la dicha de María
consiste precisamente en
la íntima unión con Dios
y en la adhesión perfecta
a la palabra divina.
5.
El privilegio especial que
Dios otorgó a la toda
santa nos lleva a
admirar las maravillas
realizadas por la gracia
en su vida. Y nos recuerda
también que María fue
siempre toda del Señor, y
que ninguna imperfección
disminuyó la perfecta
armonía entre ella y Dios.
Su
vida terrena, por tanto,
se caracterizó por el
desarrollo constante y
sublime de la fe, la
esperanza y la caridad.
Por ello, María es para
los creyentes signo
luminoso de la
Misericordia divina y
guía segura hacia las
altas metas de la
perfección evangélica y
la santidad.