e-Curso: ORACIÓN CON LA MADRE DEL REDENTOR
Capítulo 3
CARTA ENCÍCLICA
REDEMPTORIS MATER
I PARTE - MARÍA EN EL MISTERIO DE
CRISTO
"FELIZ LA QUE HA CREÍDO"
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PRIMERA PARTE.
MARÍA EN EL MISTERIO DE CRISTO
FELIZ LA QUE HA CREÍDO
12. Poco
después de la narración de la
anunciación, el evangelista Lucas
nos guía tras los pasos de la Virgen
de Nazaret hacia «una ciudad de
Judá» (Lc 1, 39). Según los
estudiosos esta ciudad debería ser
la actual Ain-Karim, situada entre
las montañas, no distante de
Jerusalén. María llegó allí «con
prontitud» para visitar a Isabel
su pariente. El motivo de la visita
se halla también en el hecho de que,
durante la anunciación, Gabriel
había nombrado de modo significativo
a Isabel, que en edad avanzada había
concebido de su marido Zacarías un
hijo, por el poder de Dios: «
Mira, también Isabel, tu pariente,
ha concebido un hijo en su vejez, y
este es ya el sexto mes de aquella
que llamaban estéril, porque ninguna
cosa es imposible a Dios »(Lc 1,
36-37). El mensajero divino se había
referido a cuanto había acontecido
en Isabel, para responder a la
pregunta de María: «¿Cómo será
esto, puesto que no conozco varón?»
(Lc 1, 34). Esto
sucederá precisamente por el
«poder del Altísimo », como y
más aún que en el caso de Isabel.
Así pues
María, movida por la caridad, se
dirige a la casa de su pariente.
Cuando entra, Isabel, al responder a
su saludo y sintiendo saltar de gozo
al niño en su seno, «llena de
Espíritu Santo», a su vez saluda
a María en alta voz:
«Bendita tú entre las mujeres y
bendito el fruto de tu seno»
(cf. Lc 1, 40-42). Esta
exclamación o aclamación de Isabel
entraría posteriormente en el
Ave María, como una
continuación del saludo del ángel,
convirtiéndose así en una de las
plegarias más frecuentes de la
Iglesia. Pero más significativas son
todavía las palabras de Isabel en la
pregunta que sigue: « ¿de donde a
mí que la Madre de mi Señor venga a
mí? »(Lc 1, 43). Isabel
da testimonio de María: reconoce y
proclama que ante ella está la Madre
del Señor, la Madre del Mesías. De
este testimonio participa también el
hijo que Isabel lleva en su seno:
«saltó de gozo el niño en su seno»
(Lc 1, 44). EL
niño es el futuro Juan el Bautista,
que en el Jordán señalará en Jesús
al Mesías.
En el saludo de
Isabel cada palabra está llena de
sentido y, sin embargo, parece ser
de importancia fundamental lo
que dice al final: «¡Feliz la
que ha creído que se cumplirían las
cosas que le fueron dichas de parte
del Señor!» (Lc 1,
45). 28
Estas palabras se pueden poner junto
al apelativo «llena de gracia» del
saludo del ángel. En ambos textos se
revela un contenido mariológico
esencial, o sea, la verdad sobre
María, que ha llegado a estar
realmente presente en el misterio de
Cristo precisamente porque «ha
creído». La plenitud de gracia,
anunciada por el ángel,
significa el don de Dios mismo;
la fe de María, proclamada por
Isabel en la Visitación, indica
como la Virgen de Nazaret
ha
respondido a este don.
13. «Cuando
Dios revela hay que prestarle la
obediencia de la fe» (Rom
16, 26; cf. Rom 1, 5; 2
Cor 10, 5-6), por la que el
hombre se confía libre y totalmente
a Dios, como enseña el Concilio.
Esta descripción de la fe encontró
una realización perfecta en María.
El momento « decisivo » fue la
Anunciación, y las mismas palabras
de Isabel « Feliz la que ha creído »
se refieren en primer lugar a este
instante.
En efecto, en
la Anunciación María se ha
abandonado en Dios
completamente, manifestando «la
obediencia de la fe» a Aquel que le
hablaba a través de su mensajero y
prestando «el homenaje del
entendimiento y de la voluntad».
Ha respondido, por tanto, con
todo su « yo » humano,
femenino, y en esta respuesta de
fe estaban contenidas una
cooperación perfecta con « la gracia
de Dios que previene y socorre » y
una disponibilidad perfecta a la
acción del Espíritu Santo, que, «
perfecciona constantemente la fe por
medio de sus dones »
La palabra del
Dios viviente, anunciada a María por
el ángel, se refería a Ella misma «
vas a concebir en el seno y vas a
dar a luz un hijo » (Lc 1,
31). Acogiendo este anuncio, María
se convertiría en la « Madre del
Señor » y en Ella se realizaría el
misterio divino de la Encarnación:
«El Padre de las misericordias quiso
que precediera a la encarnación la
aceptación de parte de la Madre
predestinada».
Y María da este consentimiento,
después de haber escuchado todas las
palabras del mensajero. Dice: « He
aquí la esclava del Señor; hágase en
mí según tu palabra » (Lc 1,
38). Este fiat de María —«
hágase en mí »— ha decidido, desde
el punto de vista humano, la
realización del misterio divino. Se
da una plena consonancia con las
palabras del Hijo que, según la
Carta a los Hebreos, al venir al
mundo dice al Padre: « Sacrificio y
oblación no quisiste; pero me has
formado un cuerpo ... He aquí
que vengo ... a hacer, oh Dios, tu
voluntad » (Hb 10, 5-7). El misterio
de la Encarnación se ha realizado en
el momento en el cual María ha
pronunciado su fiat: « hágase
en mí según tu palabra », haciendo
posible, en cuanto concernía a Ella
según el designio divino, el
cumplimiento del deseo de su Hijo.
María ha pronunciado este fiat
por medio de la fe. Por medio de
la fe se confió a Dios sin reservas
y «se consagró totalmente a sí
misma, cual esclava del Señor, a la
persona y a la obra de su Hijo ».Y este Hijo —como enseñan los
Padres— lo ha concebido en la mente
antes que en el seno: precisamente
por medio de la fe.
Justamente, por ello, Isabel alaba a
María: « ¡Feliz la que ha creído que
se cumplirían las cosas que
le fueron dichas por parte del
Señor! ». Estas palabras ya se han
realizado. María de Nazaret se
presenta en el umbral de la casa de
Isabel y Zacarías como Madre del
Hijo de Dios. Es el descubrimiento
gozoso de Isabel: « ¿de donde a mí
que la Madre de mi Señor venga a mí?
».
14. Por lo tanto,
la fe de María puede parangonarse
también a la de Abraham,
llamado por el Apóstol « nuestro padre
en la fe » (cf. Rom 4, 12). En
la economía salvífica de la revelación
divina la fe de Abraham constituye el
comienzo de la Antigua Alianza; la fe
de María en la anunciación da comienzo
a la Nueva Alianza. Como Abraham «
esperando contra toda esperanza, creyó
y fue hecho padre de muchas
naciones » (cf. Rom 4, 18), así
María, en el instante de la
Anunciación, después de haber
manifestado su condición de virgen («¿cómo será esto, puesto que no conozco
varón?»), creyó que por el
poder del Altísimo, por obra del
Espíritu Santo, se convertiría en la
Madre del Hijo de Dios según la
revelación del ángel: « el que ha de
nacer será santo y será llamado Hijo
de Dios » (Lc 1, 35).
Sin embargo las
palabras de Isabel « Feliz la que ha
creído » no se aplican únicamente a
aquel momento concreto de la
Anunciación. Ciertamente la
Anunciación representa el momento
culminante de la fe de María a la
espera de Cristo, pero es además el
punto de partida, de donde inicia todo
su «camino hacia Dios», todo
su
camino de fe. Y sobre esta vía, de
modo eminente y realmente heroico —es
mas, con un heroísmo de fe cada vez
mayor— se efectuará la « obediencia »
profesada por Ella a la palabra de la
divina revelación. Y esta « obediencia
de la fe » por parte de María a lo
largo de todo su camino tendrá
analogías sorprendentes con la fe de
Abraham. Como el patriarca del Pueblo
de Dios, así también María, a través
del camino de su fiat filial y
maternal, « esperando contra
esperanza, creyó ». De modo especial a
lo largo de algunas etapas de este
camino la bendición concedida a « la
que ha creído » se revelará con
particular evidencia. Creer quiere
decir «abandonarse» en la verdad
misma de la palabra del Dios viviente,
sabiendo y reconociendo humildemente «¡cuan insondables son sus designios e
inescrutables sus caminos!»
(Rom 11, 33). María, que por la
eterna voluntad del Altísimo se ha
encontrado, puede decirse, en el
centro mismo de aquellos «
inescrutables caminos » y de los «
insondables designios » de Dios, se
conforma a ellos en la penumbra de la
fe, aceptando plenamente y con corazón
abierto todo lo que está dispuesto en
el designio divino.
15. María, cuando en
la Anunciación siente hablar del Hijo
del que será madre y al que « pondrá
por nombre Jesús » (Salvador), llega a
conocer también que a Él mismo « el
Señor Dios le dará el trono de David,
su padre » y que « reinará sobre la
casa de Jacob por los siglos y su
reino no tendrá fin » (Lc 1,
32-33) En esta dirección se encaminaba
la esperanza de todo el pueblo de
Israel. EL Mesías prometido debe ser «
grande », e incluso el mensajero
celestial anuncia que « será grande
», grande tanto por el
nombre de Hijo del Altísimo
como por asumir la herencia de
David. Por lo tanto, debe ser rey,
debe reinar « en la casa de Jacob ».
María ha crecido en medio de esta
expectativa de su pueblo, podía
intuir, en el momento de la
Anunciación ¿qué significado preciso
tenían las palabras del ángel? ¿Cómo
conviene entender aquel « reino » que
no « tendrá fin »?
Aunque por medio
de la fe se haya sentido en aquel
instante Madre del « Mesías-rey », sin
embargo responde: « He aquí la
esclava del Señor; hágase en mí
según tu palabra » (Lc 1, 38 ).
Desde el primer momento, María profesa
sobre todo « la obediencia de la fe »,
abandonándose al significado que, a
las palabras de la Anunciación, daba
Aquel del cual provenían: Dios mismo.
16. Siempre a través de este camino de
la « obediencia de la fe » María oye
algo más tarde otras palabras;
las pronunciadas por Simeón en
el templo de Jerusalén. Cuarenta días
después del nacimiento de Jesús, según
lo prescrito por la Ley de Moisés,
María y José « llevaron al niño a
Jerusalén para presentarle al Señor »
(Lc 2, 22) El nacimiento se
había dado en una situación de extrema
pobreza. Sabemos, pues, por Lucas que,
con ocasión del censo de la población
ordenado por las autoridades romanas,
María se dirigió con José a Belén; no
habiendo encontrado « sitio en el
alojamiento », dio a luz a su hijo
en un establo y «le acostó en un
pesebre » (cf. Lc 2, 7).Un hombre
justo y piadoso, llamado Simeón,
aparece al comienzo del « itinerario»
de la fe de María. Sus palabras,
sugeridas por el Espíritu Santo (cf.
Lc 2, 25-27), confirman la
verdad de la anunciación. Leemos, en
efecto, que « tomó en brazos » al
niño, al que —según la orden del
ángel— « se le dio el nombre de Jesús
» (cf. Lc 2, 21). El discurso
de Simeón es conforme al significado
de este nombre, que quiere decir
Salvador: «Dios es la
salvación». Vuelto al Señor,
dice lo siguiente: « Porque han
visto mis ojos tu salvación, la que
has preparado a la vista de todos los
pueblos, luz para iluminar a los
gentiles y gloria de tu pueblo Israel
» (Lc 2, 30-32). Al mismo tiempo,
sin embargo, Simeón se dirige a María
con estas palabras: « Este está puesto
para caída y elevación de muchos en
Israel, y para ser señal de
contradicción ... a fin de que
queden al descubierto las intenciones
de muchos corazones »; y añade con
referencia directa a María: «y a Ti
misma una espada te atravesará el alma »
(Lc 2, 34-35). Las
palabras de Simeón dan nueva luz al
anuncio que María ha oído del ángel:
Jesús es el Salvador, es « luz para
iluminar » a los hombres. ¿No es
aquel que se manifestó, en cierto
modo, en la Nochebuena, cuando los
pastores fueron al establo? ¿No es
aquel que debía manifestarse todavía
más con la llegada de los Magos del
Oriente? (cf. Mt 2,
1-12). Al mismo tiempo, sin embargo,
ya al comienzo de su vida, el Hijo de
María —y con él su Madre—
experimentarán en sí mismos la verdad
de las restantes palabras de Simeón: «
Señal de contradicción » (Lc 2, 34).
El anuncio de Simeón parece como un
segundo anuncio a María, dado que
le indica la concreta dimensión
histórica en la cual el Hijo cumplirá
su misión, es decir en la
incomprensión y en el dolor. Si por un
lado, este anuncio confirma su fe en
el cumplimiento de las promesas
divinas de la salvación, por otro, le
revela también que deberá vivir en el
sufrimiento su obediencia de fe al
lado del Salvador que sufre, y que su
maternidad será oscura y dolorosa. En
efecto, después de la visita de los
Magos, después de su homenaje («
postrándose le adoraron »), después de
ofrecer unos dones (cf. Mt 2,
11), María con el niño debe huir a
Egipto bajo la protección
diligente de José, porque « Herodes
buscaba al niño para matarlo » (cf.
Mt 2, 13). Y hasta la muerte de
Herodes tendrán que permanecer en
Egipto (cf. Mt 2, 15).
17. Después de la muerte de Herodes,
cuando la sagrada familia regresa a
Nazaret, comienza el largo período
de la vida oculta. La que « ha
creído que se cumplirán las cosas que
le fueron dichas de parte del Señor »
(Lc 1, 45) vive cada día el
contenido de estas palabras.
Diariamente junto a ella está el Hijo
a quien ha puesto por nombre Jesús;
por consiguiente, en la relación
con él usa ciertamente este nombre,
que por lo demás no podía maravillar a
nadie, usándose desde hacía mucho
tiempo en Israel. Sin embargo, María
sabe que el que lleva por nombre
Jesús ha sido llamado por el
ángel « Hijo del Altísimo »
(cf. Lc 1, 32). María sabe que
lo ha concebido y dado a luz « sin
conocer varón », por obra del Espíritu
Santo, con el poder del Altísimo que
ha extendido su sombra sobre ella (cf.
Lc 1, 35), así como la nube
velaba la presencia de Dios en tiempos
de Moisés y de los padres (cf. Ex
24, 16; 40, 34-35; 1 Rom
8, 10-12). Por lo tanto, María sabe
que el Hijo dado a luz virginalmente,
es precisamente aquel « Santo », el «
Hijo de Dios », del que le ha hablado
el ángel.
A lo largo de la
vida oculta de Jesús en la casa de
Nazaret, también la vida de María
está « oculta con Cristo en
Dios » (cf. Col 3, 3),
por medio de la fe. Pues la fe es
un contacto con el misterio de Dios.
María constantemente y diariamente
está en contacto con el misterio
inefable de Dios que se ha hecho
hombre, misterio que supera todo lo
que ha sido revelado en la Antigua
Alianza. Desde el momento de la
anunciación, la mente de la
Virgen-Madre ha sido introducida en la
radical « novedad » de la
autorrevelación de Dios y ha tomado
conciencia del misterio. Es la primera
de aquellos « pequeños », de los que
Jesús dirá: « Padre ... has ocultado
estas cosas a sabios e inteligentes, y
se las has revelado a pequeños » (Mt
11, 25). Pues « nadie conoce bien al
Hijo sino el Padre » (Mt 11,
27). ¿Cómo puede, pues, María «
conocer al Hijo »? Ciertamente no lo
conoce como el Padre; sin embargo, es
la primera entre aquellos a quienes
el Padre « lo ha querido
revelar » (cf. Mt 11,
26-27; 1 Cor 2, 11).
Pero si desde el momento de la
anunciación le ha sido revelado el
Hijo, que sólo el Padre conoce
plenamente, como aquel que lo engendra
en el eterno « hoy » (cf. Sal
2, 7), María, la Madre, está en
contacto con la verdad de su Hijo
únicamente en la fe y por la fe. Es,
por tanto, bienaventurada, porque « ha
creído » y cree cada día en
medio de todas las pruebas y
contrariedades del período de la
infancia de Jesús y luego durante los
años de su vida oculta en Nazaret,
donde « vivía sujeto a ellos » (Lc
2, 51): sujeto a María y también a
José, porque éste hacía las veces de
padre ante los hombres; de ahí que el
Hijo de María era considerado también
por las gentes como « el hijo del
carpintero » (Mt 13, 55).
La Madre de
aquel Hijo, por consiguiente,
recordando cuanto le ha sido dicho en
la anunciación y en los
acontecimientos sucesivos, lleva
consigo la radical « novedad » de la
fe: el inicio de la Nueva Alianza.
Esto es el comienzo del Evangelio,
o sea de la buena y agradable nueva.
No es difícil, pues, notar en este
inicio una particular fatiga
del corazón, unida a una especie
de a noche de la fe » —usando una
expresión de San Juan de la Cruz—,
como un « velo » a través del cual hay
que acercarse al Invisible y vivir en
intimidad con el misterio. Pues de
este modo María, durante muchos años,
permaneció en intimidad con el
misterio de su Hijo, y avanzaba en
su itinerario de fe, a medida que
Jesús « progresaba en sabiduría ... en
gracia ante Dios y ante los hombres »
(Lc 2, 52). Se manifestaba cada
vez más ante los ojos de los hombres
la predilección que Dios sentía por
él. La primera entre estas criaturas
humanas admitidas al descubrimiento de
Cristo era María , que con José vivía
en la casa de Nazaret.
Pero, cuando,
después del encuentro en el templo, a
la pregunta de la Madre: « ¿por qué
has hecho esto? », Jesús, que tenía
doce años, responde « ¿No sabíais
que yo debía estar en la casa de mi
Padre? », y el evangelista añade: «
Pero ellos (José y María) no
comprendieron la respuesta que les
dio » (Lc 2, 48-50) Por lo
tanto, Jesús tenía conciencia de que «
nadie conoce bien al Hijo sino el
Padre » (cf. Mt 11, 27), tanto
que aun aquella, a la cual había sido
revelado más profundamente el misterio
de su filiación divina, su Madre,
vivía en la intimidad con este
misterio sólo por medio de la fe.
Hallándose al lado del hijo, bajo un
mismo techo y « manteniendo fielmente
la unión con su Hijo », « avanzaba
en la peregrinación de la fe
»,como subraya el Concilio. Y así
sucedió a lo largo de la vida pública
de Cristo (cf. Mc 3, 21,35); de
donde, día tras día, se cumplía en
ella la bendición pronunciada por
Isabel en la visitación: « Feliz la
que ha creído ».
18. Esta bendición alcanza su pleno
significado, cuando María está
junto a la Cruz de su Hijo (cf.
Jn 19, 25). El Concilio afirma que
esto sucedió « no sin designio divino
»: « se condolió vehementemente con su
Unigénito y se asoció con corazón
maternal a su sacrificio, consintiendo
con amor en la inmolación de la
víctima engendrada por Ella misma »;
de este modo María « mantuvo fielmente
la unión con su Hijo hasta la Cruz »:
la unión por medio de la fe, la misma
fe con la que había acogido la
revelación del ángel en el momento de
la anunciación. Entonces había
escuchado las palabras: « El será
grande ... el Señor Dios le
dará el trono de David, su padre ...
reinará sobre la casa de Jacob por los
siglos y su reino no tendrá fin » (Lc
1, 32-33).
Y he aquí que,
estando junto a la Cruz, María es
testigo, humanamente hablando, de un
completo desmentido de estas
palabras. Su Hijo agoniza sobre
aquel madero como un condenado. «
Despreciable y desecho de hombres,
varón de dolores ... despreciable y no
le tuvimos en cuenta »: casi anonadado
(cf. Is 53, 35) ¡Cuan
grande, cuan heroica en esos momentos
la obediencia de la fe
demostrada por María ante los «
insondables designios » de Dios! ¡Cómo
se « abandona en Dios » sin reservas,
« prestando el homenaje del
entendimiento y de la voluntad » a
Aquel, cuyos « caminos son
inescrutables »! (cf. Rom 11,
33). Y a la vez ¡cuan poderosa es la
acción de la gracia en su alma, cuan
penetrante es la influencia del
Espíritu Santo, de su luz y de su
fuerza!
Por medio de
esta fe María está unida perfectamente
a Cristo en su despojamiento. En
efecto, « Cristo, ... siendo de
condición divina, no retuvo ávidamente
el ser igual a Dios. Sino que se
despojó de sí mismo, tomando la
condición de siervo, haciéndose
semejante a los hombres »;
concretamente en el Gólgota « se
humilló a sí mismo, obedeciendo hasta
la muerte y muerte de cruz » (cf.
Flp 2, 5-8). A los pies de
la Cruz María participa por medio de
la fe en el desconcertante misterio de
este despojamiento. Es ésta tal vez la
más profunda « kénosis » de la fe en
la historia de la humanidad. Por medio
de la fe la Madre participa en la
muerte del Hijo, en su muerte
redentora; pero a diferencia de la de
los discípulos que huían, era una fe
mucho más iluminada. Jesús en el
Gólgota, a través de la Cruz, ha
confirmado definitivamente ser el «
signo de contradicción », predicho por
Simeón. Al mismo tiempo, se han
cumplido las palabras dirigidas por él
a María: « ¡y a ti misma una espada te
atravesará el alma! ».
19. ¡Sí,
verdaderamente « feliz la que ha
creído »! Estas palabras, pronunciadas
por Isabel después de la anunciación,
aquí, a los pies de la Cruz, parecen
resonar con una elocuencia suprema y
se hace penetrante la fuerza contenida
en ellas. Desde la Cruz, es decir,
desde el interior mismo del misterio
de la redención, se extiende el radio
de acción y se dilata la perspectiva
de aquella bendición de fe. Se remonta
« hasta el comienzo » y, como
participación en el sacrificio de
Cristo, nuevo Adán, en cierto sentido,
se convierte en el contrapeso de la
desobediencia y de la incredulidad
contenidas en el pecado de los
primeros padres. Así enseñan los
Padres de la Iglesia y, de modo
especial, San Ireneo, citado por la
Constitución Lumen gentium: «
El nudo de la desobediencia de Eva fue
desatado por la obediencia de María;
lo que ató la virgen Eva por la
incredulidad, la Virgen María lo
desató por la fe », A la luz de
esta comparación con Eva los Padres
—como recuerda todavía el Concilio—
llaman a María « Madre de los
vivientes » y afirman a menudo: a la
muerte vino por Eva, por María la vida
».
Con razón, pues,
en la expresión « feliz la que ha
creído » podemos encontrar como una
clave que nos abre a la realidad
íntima de María, a la que el ángel ha
saludado como « llena de gracia ». Si
como a llena de gracia » ha estado
presente eternamente en el misterio de
Cristo, por la fe se convertía en
partícipe en toda la extensión de su
itinerario terreno: « avanzó en la
peregrinación de la fe » y al mismo
tiempo, de modo discreto pero directo
y eficaz, hacía presente a los hombres
el misterio de Cristo. Y sigue
haciéndolo todavía. Y por el misterio
de Cristo está presente entre los
hombres. Así, mediante el misterio del
Hijo, se aclara también el misterio de
la Madre.
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ORACIÓN PARA
IMPLORAR FAVORES POR INTERCESIÓN
DEL BEATO
JUAN PABLO II
Oh
Trinidad Santa, te
damos gracias por haber concedido a la Iglesia al
Papa Juan Pablo II y porque en él
has reflejado la ternura de Tu paternidad, la gloria de la
Cruz de Cristo y el esplendor del Espíritu de amor. El,
confiando totalmente en tu infinita misericordia y en la
maternal intercesión de María, nos ha mostrado una imagen
viva de Jesús Buen Pastor, indicándonos la santidad, alto
grado de la vida cristiana ordinaria, como camino para
alcanzar la comunión eterna Contigo. Concédenos, por su intercesión, y si es Tu voluntad,
el favor que imploramos, con la esperanza de que sea pronto
incluido en el número de tus santos.
Padrenuestro.
Avemaría. Gloria.
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