1.
En la exhortación apostólica
Marialis cultus
el siervo de Dios Pablo VI
presenta a la Virgen como Modelo
de la Iglesia en el
ejercicio del culto.
Esta afirmación
constituye casi un
corolario de la verdad que
indica en María el
paradigma del pueblo de
Dios en el camino de la
santidad: «La
ejemplaridad de la santísima
Virgen en este campo
dimana del hecho que ella
es reconocida como modelo
extraordinario de la
Iglesia en el orden de la
fe, de la caridad y de la
perfecta unión con Cristo,
esto es, de aquella
disposición interior con
que la Iglesia, Esposa
amadísima, estrechamente
asociada a su Señor, lo
invoca y por su medio
rinde culto al Padre
eterno» (n. 16).
2.
Aquella que en la
Anunciación manifestó
total disponibilidad al
proyecto divino, representa
para todos los creyentes un
modelo sublime de escucha y
de docilidad a la palabra de
Dios.
Respondiendo
al ángel: «Hágase en mí
según tu palabra» (Lc
1,38), y declarándose
dispuesta a cumplir de modo
perfecto la voluntad del Señor,
María entra con razón en
la bienaventuranza
proclamada por Jesús: «Dichosos
(...) los que escuchan la
palabra de Dios y la cumplen»
(Lc 11,28).
Con
esa actitud, que abarca toda
su existencia, la Virgen
indica el camino maestro de
la escucha de la palabra del
Señor, momento esencial del
culto, que caracteriza a la
liturgia cristiana. Su
ejemplo permite comprender
que el culto no consiste
ante todo en expresar los
pensamientos y los
sentimientos del hombre,
sino en ponerse a la escucha
de la palabra divina para
conocerla, asimilarla y
hacerla operativa en la vida
diaria.
3.
Toda celebración litúrgica
es memorial del misterio de
Cristo en su acción salvífica
por toda la humanidad, y
quiere promover la
participación personal de
los fieles en el misterio
pascual expresado nuevamente
y actualizado en los gestos
y en las palabras del rito.
María
fue testigo de los
acontecimientos de la
salvación en su desarrollo
histórico, culminado en la
muerte y resurrección del
Redentor, y guardó «todas
estas cosas, y las meditaba
en su corazón» (Lc 2,19).
Ella
no se limitaba a estar
presente en cada uno de los
acontecimientos; trataba de
captar su significado
profundo, adhiriéndose con
toda su alma a cuanto se
cumplía misteriosamente en
ellos.
Por
tanto, María se presenta
como modelo supremo de
participación personal en
los misterios divinos.
Guía a la Iglesia en la
meditación del misterio
celebrado y en la
participación en el
acontecimiento de salvación,
promoviendo en los fieles el
deseo de una íntima comunión
personal con Cristo, para
cooperar con la entrega de
la propia vida a la salvación
universal.
4.
María constituye, además,
el modelo de la oración de
la Iglesia. Con toda
probabilidad, María estaba
recogida en oración cuando
el ángel Gabriel entró en
su casa de Nazaret y la
saludó. Este ambiente de
oración sostuvo ciertamente
a la Virgen en su respuesta
al ángel y en su generosa
adhesión al misterio de la
Encarnación.
En
la escena de la Anunciación,
los artistas han
representado casi siempre a
María en actitud orante.
Recordemos, entre todos, al
beato Angélico. De aquí
proviene, para la Iglesia y
para todo creyente, la
indicación de la atmósfera
que debe reinar en la
celebración del culto.
Podemos
añadir asimismo que María
representa para el pueblo de
Dios el paradigma de toda
expresión de su vida de
oración. En
particular, enseña a los
cristianos cómo dirigirse a
Dios para invocar su ayuda y
su apoyo en las varias
situaciones de la vida.
Su
intercesión materna en las
bodas de Caná y su
presencia en el cenáculo
junto a los Apóstoles en
oración, en espera de
Pentecostés, sugieren que
la oración de petición es
una forma esencial de
cooperación en el
desarrollo de la obra salvífica
en el mundo. Siguiendo su
modelo, la Iglesia aprende a
ser audaz al pedir, a
perseverar en su intercesión
y, sobre todo, a implorar el
don del Espíritu Santo (cf.
Lc 11,13).
5.
La Virgen constituye
también para la Iglesia el
modelo de la participación
generosa en el sacrificio.
En
la presentación de Jesús
en el templo y, sobre todo,
al pie de la cruz, María
realiza la entrega de sí,
que la asocia como Madre al
sufrimiento y a las pruebas
de su Hijo. Así, tanto en
la vida diaria como en la
celebración eucarística,
la «Virgen oferente» (Marialis
cultus, 20) anima a los
cristianos a «ofrecer
sacrificios espirituales,
aceptos a Dios por mediación
de Jesucristo» (1 P 2,5).