1.
En la carta a los Efesios san
Pablo explica la relación
esponsal que existe entre
Cristo y la Iglesia con las
siguientes palabras: «Cristo
amó a la Iglesia y se entregó
a sí mismo por ella, para
santificarla, purificándola
mediante el baño del agua, en
virtud de la palabra, y
presentársela resplandeciente
a sí mismo; sin que tenga
mancha ni arruga ni cosa
parecida, sino que sea santa e
inmaculada» (Ef
5,25-27).
El
Concilio Vaticano II recoge
las afirmaciones del Apóstol
y recuerda que «la Iglesia
en la Santísima Virgen llegó
ya a la perfección»,
mientras que «los
creyentes se esfuerzan todavía
en vencer el pecado para
crecer en la santidad»
(Lumen gentium, 65).
Así
se subraya la diferencia que
existe entre los creyentes y
María, a pesar de que tanto
ella como ellos pertenecen a
la Iglesia santa, que Cristo
hizo «sin mancha ni arruga».
En efecto, mientras los
creyentes reciben la santidad
por medio del bautismo, María
fue preservada de toda mancha
de pecado original y redimida
anticipadamente por Cristo.
Además, los creyentes, a
pesar de estar libres «de la
ley del pecado» (Rm 8,2),
pueden aún caer en la tentación,
y la fragilidad humana se
sigue manifestando en su vida.
«Todos caemos muchas veces»,
afirma la carta de Santiago
(St 3,2). Por esto, el
concilio de Trento enseña: «Nadie
puede en su vida entera evitar
todos los pecados, aun los
veniales» (DS 1.573). Con
todo, la Virgen inmaculada,
por privilegio divino, como
recuerda el mismo Concilio,
constituye una excepción a
esa regla (cf. ib.).
2.
A pesar de los pecados de sus
miembros, la Iglesia es, ante
todo, la comunidad de los que
están llamados a la santidad
y se esfuerzan cada día por
alcanzarla.
En
este arduo camino hacia la
perfección, se sienten
estimulados por la Virgen, que
es «modelo de todas las
virtudes». El Concilio afirma
que «la Iglesia, meditando
sobre ella con amor y contemplándola
a la luz del Verbo hecho
hombre, llena de veneración,
penetra más íntimamente en
el misterio supremo de la
Encarnación y se identifica
cada vez más con su Esposo»
(Lumen gentium, 65).
Así
pues, la Iglesia contempla a
María. No sólo se fija en el
don maravilloso de su plenitud
de gracia, sino que también
se esfuerza por imitar la
perfección que en ella es
fruto de la plena adhesión al
mandato de Cristo: «Sed, pues,
perfectos como es perfecto
vuestro Padre celestial» (Mt
5,48). María es la toda santa.
Representa para la comunidad
de los creyentes el modelo de
la santidad auténtica, que se
realiza en la unión con
Cristo. La vida terrena de la
Madre de Dios se caracteriza
por una perfecta sintonía con
la persona de su Hijo y por
una entrega total a la obra
redentora que él realizó.
La
Iglesia, reflexionando en la
intimidad materna que se
estableció en el silencio de
la vida de Nazaret y se
perfeccionó en la hora del
sacrificio, se esfuerza por
imitarla en su camino diario.
De este modo, se conforma cada
vez más a su Esposo. Unida,
como María, a la cruz del
Redentor, la Iglesia, a través
de las dificultades, las
contradicciones y las
persecuciones que renuevan en
su vida el misterio de la pasión
de su Señor, busca
constantemente la plena
configuración con él.
3.
La Iglesia vive de fe,
reconociendo en «la que ha
creído que se cumplirían las
cosas que le fueron dichas de
parte del Señor» (Lc 1,45),
la expresión primera y
perfecta de su fe. En este
itinerario de confiado
abandono en el Señor, la
Virgen precede a los discípulos,
aceptando la Palabra divina en
un continuo «crescendo», que
abarca todas las etapas de su
vida y se extiende también a
la misión de la Iglesia.
Su
ejemplo anima al pueblo de
Dios a practicar su fe, y a
profundizar y desarrollar su
contenido, conservando y
meditando en su corazón los
acontecimientos de la salvación.
María
se convierte, asimismo, en
modelo de esperanza para la
Iglesia. Al escuchar el
mensaje del ángel, la Virgen
orienta primeramente su
esperanza hacia el Reino sin
fin, que Jesús fue enviado a
establecer.
La
Virgen permanece firme al pie
de la cruz de su Hijo, a la
espera de la realización de
la promesa divina. Después de
Pentecostés, la Madre de Jesús
sostiene la esperanza de la
Iglesia, amenazada por las
persecuciones. Ella es, por
consiguiente, para la
comunidad de los creyentes y
para cada uno de los
cristianos la Madre de la
esperanza, que estimula y guía
a sus hijos a la espera del
Reino, sosteniéndolos en las
pruebas diarias y en medio de
las vicisitudes, algunas trágicas,
de la historia.
En
María, por último, la
Iglesia reconoce el modelo de
su caridad. Contemplando la
situación de la primera
comunidad cristiana,
descubrimos que la unanimidad
de los corazones, que se
manifestó en la espera de
Pentecostés, está asociada a
la presencia de la Virgen santísima
(cf. Hch 1,14). Precisamente
gracias a la caridad
irradiante de María es
posible conservar en todo
tiempo dentro de la Iglesia la
concordia y el amor fraterno.
4.
El Concilio subraya
expresamente el papel ejemplar
que desempeña María con
respecto a la Iglesia en su
misión apostólica, con las
siguientes palabras: «En su
acción apostólica, la
Iglesia con razón mira hacia
aquella que engendró a Cristo,
concebido del Espíritu Santo
y nacido de la Virgen, para
que por medio de la Iglesia
nazca y crezca también en el
corazón de los creyentes. La
Virgen fue en su vida ejemplo
de aquel amor de madre que
debe animar a todos los que
colaboran en la misión apostólica
de la Iglesia para engendrar a
los hombres a una vida nueva»
(Lumen gentium, 65).
Después
de cooperar en la obra de la
salvación con su maternidad,
con su asociación al
sacrificio de Cristo y con su
ayuda materna a la Iglesia que
nacía, María sigue
sosteniendo a la comunidad
cristiana y a todos los
creyentes en su generoso
compromiso de anunciar el
Evangelio.