1.
Después de haberme dedicado en las
anteriores catequesis a profundizar la
identidad y la misión de la Iglesia,
siento ahora la necesidad de dirigir la
mirada hacia la Santísima Virgen, que
vivió perfectamente la santidad y
constituye su modelo.
Es
lo mismo que hicieron los padres del
concilio Vaticano II: después de haber
expuesto la doctrina sobre la realidad
histórico-salvífica del pueblo de Dios,
quisieron completarla con la ilustración
del papel de María en la obra de la
salvación. En efecto, el capítulo VIII
de la Constitución Conciliar Lumen
gentium tiene como finalidad no
sólo subrayar el valor eclesiológico
de la doctrina mariana, sino también
iluminar la contribución que la figura
de la Santísima Virgen ofrece a la
comprensión del misterio de la Iglesia.
2.
Antes de exponer el itinerario mariano
del Concilio, deseo dirigir una mirada
contemplativa a María, tal como, en el
origen de la Iglesia, la describen los
Hechos de los Apóstoles. San Lucas, al
comienzo de este escrito
neotestamentario que presenta la vida de
la primera comunidad cristiana, después
de haber recordado uno por uno los
nombres de los Apóstoles (Hch 1,
13), afirma: "Todos ellos
perseveraban en la oración, con un
mismo espíritu en compañía de algunas
mujeres, de María, la Madre de Jesús,
y de sus hermanos" (Hch 1,
14).
En
este cuadro destaca la persona de María,
la única a quien se recuerda con su
propio nombre, además de los Apóstoles.
Ella representa un rostro de la Iglesia
diferente y complementario con respecto
al ministerial o jerárquico.
3.
En efecto, la frase de Lucas se refiere
a la presencia, en el Cenáculo, de
algunas mujeres, manifestando así la
importancia de la contribución femenina
en la vida de la Iglesia, ya desde los
primeros tiempos. Esta presencia se pone
en relación directa con la
perseverancia de la comunidad en la
oración y con la concordia. Estos
rasgos expresan perfectamente dos
aspectos fundamentales de la contribución
específica de las mujeres a la vida
eclesial. Los hombres, más propensos a
la actividad externa, necesitan la ayuda
de las mujeres para volver a las
relaciones personales y progresar en la
unión de los corazones.
"Bendita
tú entre las mujeres" (Lc
1, 42), María cumple de modo eminente
esta misión femenina. ¿Quién, mejor
que María, impulsa en todos los
creyentes la perseverancia en la oración?
¿Quién promueve, mejor que Ella, la
concordia y el amor?
Reconociendo
la misión pastoral que Jesús había
confiado a los Once, las mujeres del cenáculo,
con María en medio de ellas, se unen a
su oración y, al mismo tiempo,
testimonian la presencia en la Iglesia
de personas que, aunque no hayan
recibido una misión, son igualmente
miembros, con pleno título, de la
comunidad congregada en la fe en Cristo.
4.
La presencia de María en la comunidad,
que orando espera la efusión del Espíritu
(cf. Hch 1, 14), evoca el papel
que desempeñó en la Encarnación del
Hijo de Dios por obra del Espíritu
Santo (cf. Lc 1, 35). El papel de
la Virgen en esa fase inicial y el que
desempeña ahora, en la manifestación
de la Iglesia en Pentecostés, están íntimamente
vinculados.
La
presencia de María en los primeros
momentos de vida de la Iglesia contrasta
de modo singular con la participación
bastante discreta que tuvo antes,
durante la vida pública de Jesús.
Cuando el Hijo comienza su misión, María
permanece en Nazaret, aunque esa
separación no excluye algunos contactos
significativos, como en Caná, y, sobre
todo, no le impide participar en el
sacrificio del Calvario.
Por
el contrario, en la primera comunidad el
papel de María tiene notable
importancia. Después de la Ascensión,
y en espera de Pentecostés, la Madre de
Jesús está presente personalmente en
los primeros pasos de la obra comenzada
por el Hijo.
5.
Los Hechos de los Apóstoles ponen de
relieve que María se encontraba en el
cenáculo "con los hermanos de Jesús"
(Hch 1, 14), es decir, con sus
parientes, como ha interpretado siempre
la tradición eclesial. No se trata de
una reunión de familia, sino del hecho
de que, bajo la guía de María, la
familia natural de Jesús pasó a formar
parte de la familia espiritual de Cristo:
"Quien cumpla la voluntad de Dios
―había
dicho Jesús―, ése es mi hermano,
mi hermana y mi madre" (Mc
3, 34).
En
esa misma circunstancia, Lucas define
explícitamente a María "la Madre
de Jesús" (Hch 1, 14), como
queriendo sugerir que algo de la
presencia de su Hijo elevado al Cielo
permanece en la presencia de la Madre.
Ella recuerda a los discípulos el Rostro de Jesús y es, con su presencia
en medio de la comunidad, el signo de la
fidelidad de la Iglesia a Cristo Señor.
El
título de Madre, en este contexto,
anuncia la actitud de diligente cercanía
con la que la Virgen seguirá la vida de
la Iglesia. María le abrirá su corazón
para manifestarle las maravillas que
Dios Omnipotente y Misericordioso obró
en Ella.
Ya
desde el principio María desempeña su
papel de Madre de la Iglesia: su acción
favorece la comprensión entre los Apóstoles,
a quienes Lucas presenta con un mismo
espíritu y muy lejanos de las disputas
que a veces habían surgido entre ellos.
Por
último, María ejerce su maternidad con
respecto a la comunidad de creyentes no
sólo orando para obtener a la Iglesia
los dones del Espíritu Santo,
necesarios para su formación y su
futuro, sino también educando a los
discípulos del Señor en la comunión
constante con Dios.
Así,
se convierte en educadora del pueblo
cristiano en la oración y en el
encuentro con Dios, elemento central e
indispensable para que la obra de los
pastores y los fieles tenga siempre en
el Señor su comienzo y su motivación
profunda.
6.
Estas breves consideraciones muestran
claramente que la relación entre María
y la Iglesia constituye una relación
fascinante entre dos Madres. Ese hecho
nos revela nítidamente la misión
materna de María y compromete a la
Iglesia a buscar siempre su verdadera
identidad en la contemplación del
Rostro de la Theotókos.