TERCERA PARTE
LA
MEDIACIÓN MATERNA
María
en la vida de la Iglesia y de cada
cristiano
42.
El Concilio Vaticano II, siguiendo la
Tradición, ha dado nueva luz sobre el
papel de la Madre de Cristo en la vida
de la Iglesia. «La Bienaventurada
Virgen, por el don de la maternidad
divina, con la que está unida al Hijo
Redentor, y por sus singulares gracias y
dones, está unida también íntimamente
a la Iglesia. La
Madre
de Dios es tipo de la Iglesia, a
saber: en el orden de la fe, de la
caridad y de la perfecta unión con
Cristo».117
Ya hemos visto anteriormente como María
permanece, desde el comienzo, con los apóstoles
a la espera de Pentecostés y como,
siendo « feliz la que ha creído », a
través de las generaciones está
presente en medio de la Iglesia
peregrina mediante la fe y como modelo
de la esperanza que no desengaña (cf. Rom
5, 5).
María
creyó que se cumpliría lo que le había
dicho el Señor. Como Virgen, creyó que
concebiría y daría a luz un hijo: el
« Santo », al cual corresponde el
nombre de « Hijo de Dios », el nombre
de « Jesús » (Dios que salva). Como
esclava del Señor, permaneció
perfectamente fiel a la persona y a la
misión de este Hijo. Como madre, « creyendo
y obedeciendo, engendró en la
tierra al mismo Hijo
del Padre, y esto sin conocer varón,
cubierta con la sombra del Espíritu
Santo ».118
Por
estos motivos María « con razón es
honrada con especial culto por la
Iglesia; ya desde los tiempos más
antiguos ... es honrada con el título
de Madre de Dios, a cuyo amparo los
fieles en todos sus peligros y
necesidades acuden con sus súplicas ».119
Este culto es del todo particular:
contiene en sí y expresa
aquel profundo vínculo existente entre
la Madre de Cristo y la Iglesía.120
Como virgen y madre, María es para
la Iglesia un « modelo perenne ». Se
puede decir, pues, que, sobre todo según
este aspecto, es decir como modelo o, más
bien como « figura », María, presente
en el misterio de Cristo, está también
constantemente presente en el misterio
de la Iglesia. En efecto, también la
Iglesia « es llamada madre y virgen »,
y estos nombres tienen una profunda
justificación bíblica y teológica.121
43.
La Iglesia «
se hace también madre mediante la
palabra de Dios aceptada con fidelidad
».122
Igual que María creyó la primera,
acogiendo la palabra de Dios que le fue
revelada en la anunciación, y
permaneciendo fiel a ella en todas sus
pruebas hasta la Cruz, así la Iglesia
llega a ser Madre cuando, acogiendo
con fidelidad la palabra de Dios, «
por la predicación y el bautismo engendra
para la vida nueva e inmortal a los
hijos concebidos por el Espíritu Santo
y nacidos de Dios ».123
Esta característica « materna » de la
Iglesia ha sido expresada de modo
particularmente vigoroso por el Apóstol
de las gentes, cuando escribía: « ¡Hijos
míos, por quienes sufro de nuevo
dolores de parto, hasta ver a Cristo
formado en vosotros! » (Gál
4, 19). En estas palabras de san Pablo
está contenido un indicio interesante
de la conciencia materna de la Iglesia
primitiva, unida al servicio apostólico
entre los hombres. Esta conciencia
permitía y permite constantemente a la
Iglesia ver el misterio de su vida y de
su misión a
ejemplo de la misma Madre del Hijo, que
es el « primogénito entre muchos
hermanos » (Rom
8, 29).
Se
puede afirmar que la Iglesia aprende
también de María la propia maternidad;
reconoce la dimensión materna de su
vocación, unida esencialmente a su
naturaleza sacramental, « contemplando
su arcana santidad e imitando su caridad,
y cumpliendo fielmente la voluntad del
Padre ».124
Si la Iglesia es signo e instrumento de
la unión íntima con Dios, lo es por su
maternidad, porque, vivificada por el
Espíritu, « engendra » hijos e hijas
de la familia humana a una vida nueva en
Cristo. Porque, al igual que María
está al servicio del misterio de la
encarnación, así la
Iglesia permanece al
servicio del misterio de la adopción
como hijos por medio de la gracia.
Al
mismo tiempo, a ejemplo de María, la
Iglesia es la virgen fiel al propio
esposo: « también ella es virgen que
custodia pura e íntegramente la fe
prometida al Esposo ».125
La Iglesia es, pues, la esposa de Cristo,
como resulta de las cartas paulinas (cf.
Ef
5, 21-33; 2
Co
11, 2) y de la expresión joánica
« la esposa del Cordero » (Ap
21, 9).
Si la Iglesia como esposa custodia
« la fe prometida
a Cristo », esta fidelidad, a pesar
de que en la enseñanza del Apóstol se
haya convertido en imagen del matrimonio
(cf. Ef
5, 23-33), posee también el valor
tipo de la total donación a Dios en el
celibato « por el Reino de los cielos
», es
decir de la virginidad consagrada a Dios
(cf. Mt
19, 11-12; 2
Cor
11, 2). Precisamente esta virginidad,
siguiendo el ejemplo de la Virgen de
Nazaret, es fuente de una especial
fecundidad espiritual: es
fuente de la maternidad en el Espíritu
Santo.
Pero
la
Iglesia custodia también la fe recibida
de Cristo; a ejemplo de María, que
guardaba y meditaba en su corazón (cf. Lc
2, 19. 51) todo lo relacionado con
su Hijo divino, está dedicada a
custodiar la Palabra de Dios, a indagar
sus riquezas con discernimiento y
prudencia con el fin de dar en cada época
un testimonio fiel a todos los hombres.126
44.
Ante esta ejemplaridad, la Iglesia se
encuentra con María e intenta
asemejarse a ella: « Imitando a la
Madre de su Señor, por la virtud del
Espíritu Santo conserva virginalmente
la fe íntegra, la sólida esperanza, la
sincera caridad ».127
Por consiguiente, María está presente
en el misterio de la Iglesia como modelo.
Pero el misterio de la Iglesia
consiste también en el hecho de
engendrar a los hombres a una vida nueva
e inmortal: es su maternidad en el Espíritu
Santo. Y aquí María no sólo es modelo
y figura de la Iglesia, sino mucho más.
Pues, « con
materno amor coopera a la generación y
educación »
de los hijos e hijas de la madre
Iglesia. La maternidad de la Iglesia se
lleva a cabo no sólo según el modelo y
la figura de la Madre de Dios, sino
también con su « cooperación ». La
Iglesia recibe
copiosamente de esta cooperación,
es decir de la mediación materna, que
es característica de María, ya que en
la tierra ella cooperó a la generación
y educación de los hijos e hijas de la
Iglesia, como Madre de aquel Hijo « a
quien Dios constituyó como hermanos ».128
En
ello cooperó —como enseña el
Concilio Vaticano II— con materno
amor.129
Se descubre aquí el valor real de las
palabras dichas por Jesús a su madre
cuando estaba en la Cruz: « Mujer, ahí
tienes a tu hijo » y al discípulo: «
Ahí tienes a tu madre » (Jn
19, 26-27). Son palabras que determinan el
lugar de María en la vida de los discípulos
de Cristo y expresan —como he
dicho ya— su nueva maternidad como
Madre del Redentor: la maternidad
espiritual, nacida de lo profundo del
misterio pascual del Redentor del mundo.
Es una maternidad en el orden de la
gracia, porque implora el don del Espíritu
Santo que suscita los nuevos hijos de
Dios, redimidos mediante el sacrificio
de Cristo: aquel Espíritu que, junto
con la Iglesia, María ha recibido también
el día de Pentecostés.
Esta
maternidad suya ha sido comprendida y
vivida particularmente por el pueblo
cristiano en el sagrado Banquete —celebración
litúrgica del misterio de la Redención—,
en el cual Cristo, su verdadero cuerpo
nacido de María Virgen, se hace
presente.
Con
razón la piedad del pueblo cristiano ha
visto siempre un profundo
vínculo entre la devoción a la
Santísima Virgen y el culto a la
Eucaristía; es un hecho de relieve en
la liturgia tanto occidental como
oriental, en la tradición de las
Familias religiosas, en la
espiritualidad de los movimientos
contemporáneos incluso los juveniles,
en la pastoral de los Santuarios
marianos María
guía a los fieles a la Eucaristía.
45.
Es esencial a la maternidad la
referencia a la persona. La maternidad
determina siempre una
relación única e irrepetible entre
dos personas: la
de la madre con el hijo y la del hijo
con la Madre. Aun cuando una misma
mujer sea madre de muchos hijos, su
relación personal con cada uno de ellos
caracteriza la maternidad en su misma
esencia. En efecto, cada hijo es
engendrado de un modo único e
irrepetible, y esto vale tanto para la
madre como para el hijo. Cada hijo es
rodeado del mismo modo por aquel amor
materno, sobre el que se basa su formación
y maduración en la humanidad.
Se
puede afirmar que la maternidad « en el
orden de la gracia » mantiene la analogía
con cuanto a en el orden de la
naturaleza » caracteriza la unión de
la madre con el hijo. En esta luz se
hace más comprensible el hecho de que,
en el testamento de Cristo en el Gólgota,
la nueva maternidad de su madre haya
sido expresada en singular, refiriéndose
a un hombre: « Ahí tienes a tu hijo ».
Se
puede decir además que en estas mismas
palabras está indicado plenamente el
motivo de
la dimensión mariana de la vida de los
discípulos de Cristo; no sólo de
Juan, que en aquel instante se
encontraba a los pies de la Cruz en
compañía de la Madre de su Maestro,
sino de todo discípulo de Cristo, de
todo cristiano. El Redentor confía su
madre al discípulo y, al mismo tiempo,
se la da como madre. La maternidad de
María, que se convierte en herencia del
hombre, es un don: un
don que Cristo mismo hace
personalmente a cada hombre. El Redentor
confía María a Juan, en la medida en
que confía Juan a María. A los pies de
la Cruz comienza aquella especial entrega
del hombre a la Madre de Cristo, que
en la historia de la Iglesia se ha
ejercido y expresado posteriormente de
modos diversos. Cuando el mismo apóstol
y evangelista, después de haber
recogido las palabras dichas por Jesús
en la Cruz a su Madre y a él mismo, añade:
« Y desde aquella hora el discípulo la
acogió en su casa » (Jn
19,27). Esta afirmación quiere
decir con certeza que al discípulo se
atribuye el papel de hijo y que él cuidó
de la Madre del Maestro amado. Y ya que
María fue dada como madre personalmente
a él, la afirmación indica, aunque sea
indirectamente, lo que expresa la relación
íntima de un hijo con la madre. Y todo
esto se encierra en la palabra «
entrega ». La entrega es la
respuesta al amor de una persona y,
en concreto, al
amor de la madre.
La
dimensión mariana de la vida de un discípulo
de Cristo se manifiesta de modo especial
precisamente mediante esta entrega
filial respecto a la Madre de Dios,
iniciada con el testamento del Redentor
en el Gólgota. Entregándose
filialmente a María, el cristiano, como
el apóstol Juan, « acoge entre sus
cosas propias » 130
a la Madre de Cristo y la introduce en
todo el espacio de su vida interior, es
decir, en su « yo » humano y cristiano:
« La
acogió en su casa » Así el
cristiano, trata de entrar en el radio
de acción de aquella « caridad materna
», con la que la Madre del Redentor «
cuida de los hermanos de su Hijo »,131
« a cuya generación y educación
coopera » 132
según la medida del don, propia de cada
uno por la virtud del Espíritu de
Cristo. Así se manifiesta también
aquella maternidad según el espíritu,
que ha llegado a ser la función de María
a los pies de la Cruz y en el cenáculo.