INTRODUCCIÓN
1. La Madre del
Redentor tiene un lugar preciso en el
plan de la salvación, porque « al
llegar la plenitud de los tiempos, envió
Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido
bajo la ley, para rescatar a los que se
hallaban bajo la ley, para que
recibieran la filiación adoptiva. La
prueba de que sois hijos es que Dios ha
enviado a nuestros corazones el Espíritu
de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! » (Gál
4, 4-6).
Con estas palabras
del apóstol Pablo, que el Concilio
Vaticano II cita al comienzo de la
exposición sobre la Bienaventurada
Virgen María,1
deseo iniciar también mi reflexión sobre
el significado que María tiene en el
misterio de Cristo y sobre su presencia
activa y ejemplar en la vida de la
Iglesia. Pues, son palabras que celebran
conjuntamente el Amor del Padre,
la Misión del Hijo, el
Don del Espíritu, la Mujer de la que nació el Redentor,
nuestra filiación divina, en el misterio
de la « plenitud de los tiempos ».2
Esta plenitud
delimita el momento, fijado desde toda
la eternidad, en el cual el Padre envió
a su Hijo « para que todo el que crea en
Él no perezca sino que tenga vida eterna
» (Jn 3, 16). Esta plenitud
señala el momento feliz en el que « la
Palabra que estaba con Dios ... se hizo
carne, y puso su morada entre nosotros »
(Jn 1, 1. 14), haciéndose nuestro
hermano. Esta plenitud señala el
momento en que el Espíritu Santo, que ya
había infundido la plenitud de gracia en
María de Nazaret, plasmó en su seno
virginal la naturaleza humana de Cristo.
Esta plenitud define el instante en el
que, por la entrada del Eterno en el
tiempo, el tiempo mismo es redimido y,
llenándose del misterio de Cristo, se
convierte definitivamente en « tiempo de
salvación ». Designa, finalmente, el
comienzo arcano del camino de la
Iglesia. En la liturgia, en efecto, la
Iglesia saluda a María de Nazaret como a
su exordio,3
ya que en la Concepción Inmaculada ve la
proyección, anticipada en su miembro más
noble, de la gracia salvadora de la
Pascua y, sobre todo, porque en el hecho
de la Encarnación encuentra unidos
indisolublemente a Cristo y a María: al
que es su Señor y su Cabeza y a la que,
pronunciando el primer fiat de la
Nueva Alianza, prefigura su condición de
Esposa y Madre.
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2. La Iglesia,
confortada por la presencia de Cristo
(cf. Mt 28, 20), camina
en el tiempo hacia la consumación de
los siglos y va al encuentro del Señor
que llega. Pero en este camino —deseo
destacarlo enseguida— procede
recorriendo de nuevo
el itinerario
realizado por la Virgen María, que
« avanzó en la peregrinación de la
fe y mantuvo fielmente la unión con su
Hijo hasta la Cruz ».4
Tomo
estas palabras tan densas y evocadoras
de la Constitución Lumen gentium,
que en su parte final traza una
síntesis eficaz de la doctrina de la
Iglesia sobre el tema de la Madre de
Cristo, venerada por ella como Madre
suya amantísima y como su figura en la
fe, en la esperanza y en la caridad.
Poco después del
Concilio, mi gran predecesor Pablo VI
quiso volver a hablar de la Virgen
Santísima, exponiendo en la Carta
Encíclica Christi Matri y
más tarde en las Exhortaciones
Apostólicas Signum magnum y
Marialis cultus
5
los
fundamentos y criterios de aquella
singular veneración que la Madre de
Cristo recibe en la Iglesia, así como
las diferentes formas de devoción
mariana —litúrgicas, populares y
privadas— correspondientes al espíritu
de la fe.
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3 . La
circunstancia que ahora me empuja a
volver sobre este tema es la
perspectiva del año dos mil, ya
cercano, en el que el Jubileo
bimilenario del nacimiento de
Jesucristo orienta, al mismo tiempo,
nuestra mirada hacia su Madre. En los
últimos años se han alzado varias
voces para exponer la oportunidad de
hacer preceder tal conmemoración por
un análogo Jubileo, dedicado a la
celebración del nacimiento de María.
En realidad,
aunque no sea posible establecer un
preciso punto cronológico para
fijar la fecha del nacimiento de María,
es constante por parte de la Iglesia la
conciencia de que
María apareció
antes de Cristo en el horizonte de
la
historia de la salvación.6
Es
un hecho que, mientras se acercaba
definitivamente « la plenitud de los
tiempos », o sea el acontecimiento
salvífico del Emmanuel, la que había
sido destinada desde la eternidad para
ser su Madre ya existía en la tierra.
Este « preceder» suyo a la venida de
Cristo se refleja cada año en la
liturgia de Adviento. Por
consiguiente, si los años que se acercan
a la conclusión del segundo Milenio
después de Cristo y al comienzo del
tercero se refieren a aquella antigua
espera histórica del Salvador, es
plenamente comprensible que en este
período deseemos dirigirnos de modo
particular a la que, en la « noche » de
la espera de Adviento, comenzó a
resplandecer como una verdadera «Estrella de la mañana»
(Stella
matutina). En efecto,
igual que esta estrella junto con la «
aurora » precede la salida del sol, así
María desde su Concepción Inmaculada ha
precedido la venida del Salvador, la
salida del «Sol de justicia» en la
historia del género humano.7
Su presencia en
medio de Israel —tan discreta que pasó
casi inobservada a los ojos de sus
contemporáneos— resplandecía claramente
ante el Eterno, el cual había asociado a
esta escondida «Hija de Sión» (cf.
So 3, 14; Za 2, 14) al plan
salvífico que abarcaba toda la historia
de la humanidad. Con razón pues, al
término del segundo Milenio, nosotros
los cristianos, que sabemos como el plan
providencial de la Santísima Trinidad
sea la realidad central de la
revelación y de la fe, sentimos la
necesidad de poner de relieve la
presencia singular de la Madre de Cristo
en la historia, especialmente durante
estos últimos años anteriores al dos
mil.
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4. Nos prepara a
esto el Concilio Vaticano II,
presentando en su magisterio a la
Madre de Dios en el misterio de Cristo y
de la Iglesia. En efecto, si es
verdad que « el misterio del hombre sólo
se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado » —como proclama el mismo
Concilio
8—,
es necesario aplicar este principio de
modo muy particular a aquella
excepcional « hija de las generaciones
humanas », a aquella « Mujer »
extraordinaria que llegó a ser Madre de
Cristo. Sólo en el misterio de Cristo
se esclarece plenamente su
misterio. Así, por lo demás, ha
intentado leerlo la Iglesia desde el
comienzo. El misterio de la Encarnación
le ha permitido penetrar y esclarecer
cada vez mejor el misterio de la Madre
del Verbo encarnado. En este profundizar
tuvo particular importancia el Concilio
de Éfeso (a. 431) durante el cual, con
gran gozo de los cristianos, la verdad
sobre la maternidad divina de María fue
confirmada solemnemente como verdad de
fe de la Iglesia. María es la Madre
de Dios (Theotókos), ya que
por obra del Espíritu Santo concibió en
su seno virginal y dio al mundo a
Jesucristo, el Hijo de Dios
consubstancial al Padre.9
« El Hijo de Dios... nacido de la Virgen
María... se hizo verdaderamente uno de
los nuestros... »,10
se hizo hombre. Así pues, mediante el
misterio de Cristo, en el horizonte de
la fe de la Iglesia resplandece
plenamente el misterio de su Madre. A su
vez, el dogma de la maternidad divina de
María fue para el Concilio de Éfeso y es
para la Iglesia como un sello del dogma
de la Encarnación, en la que el Verbo
asume realmente en la unidad de su
persona la naturaleza humana sin
anularla.
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5. El Concilio
Vaticano II, presentando a María en el
misterio de Cristo, encuentra también,
de este modo, el camino para
profundizar en el conocimiento del
misterio de la Iglesia. En efecto,
María, como Madre de Cristo, está
unida de modo particular a la Iglesia,
«que el Señor constituyó como su
Cuerpo».11
El texto conciliar acerca
significativamente esta verdad sobre
la Iglesia como cuerpo de Cristo
(según la enseñanza de las Cartas
paulinas) a la verdad de que el
Hijo de Dios « por obra del Espíritu
Santo nació de María Virgen ». La
realidad de la Encarnación encuentra
casi su prolongación en el misterio
de la Iglesia-cuerpo de Cristo. Y
no puede pensarse en la realidad misma
de la Encarnación sin hacer referencia
a María, Madre del Verbo encarnado.
En las presentes
reflexiones, sin embargo, quiero hacer
referencia sobre todo a aquella «
peregrinación de la fe », en la que « la
Santísima Virgen avanzó », manteniendo
fielmente su unión con Cristo.12
De esta manera aquel doble vínculo,
que une la Madre de Dios a Cristo
y a la Iglesia, adquiere un
significado histórico. No se trata aquí
sólo de la historia de la Virgen Madre,
de su personal camino de fe y de la «
parte mejor » que Ella tiene en el
misterio de la salvación, sino además de
la historia de todo el Pueblo de Dios,
de todos los que toman parte en
la misma peregrinación de la fe.
Esto lo expresa el
Concilio constatando en otro pasaje que
María « precedió », convirtiéndose en «
tipo de la Iglesia ... en el orden de la
fe, de la caridad y de la perfecta unión
con Cristo ».13
Este « preceder » suyo como
tipo, o modelo, se refiere al mismo
misterio íntimo de la Iglesia, la cual
realiza su misión salvífica uniendo en
sí —como María— las cualidades de
madre y virgen. Es virgen que «
guarda pura e íntegramente la fe
prometida al Esposo » y que « se hace
también madre ... pues ... engendra a
una vida nueva e inmortal a los hijos
concebidos por obra del Espíritu Santo y
nacidos de Dios ».14
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6. Todo esto
se realiza en un gran proceso
histórico y, por así decir, « en un
camino ». La peregrinación de
la fe indica la historia interior,
es decir la historia de las
almas. Pero ésta es también la
historia de los hombres, sometidos
en esta tierra a la transitoriedad y
comprendidos en la dimensión de la
historia. En las siguientes
reflexiones deseamos concentrarnos
ante todo en la fase actual, que de
por sí no es aún historia, y sin
embargo la plasma sin cesar, incluso
en el sentido de historia de la
salvación. Aquí se abre un amplio
espacio, dentro del cual la
Bienaventurada Virgen María sigue
«precediendo»
al Pueblo de Dios. Su
excepcional peregrinación de la fe
representa un punto de referencia
constante para la Iglesia, para los
individuos y comunidades, para los
pueblos y naciones, y, en cierto
modo, para toda la humanidad. De
veras es difícil abarcar y medir su
radio de acción.
El Concilio
subraya que la Madre de Dios es ya
el cumplimiento escatológico de la
Iglesia: « La Iglesia ha alcanzado
en la Santísima Virgen la perfección,
en virtud de la cual no tiene mancha
ni arruga (cf. Ef 5, 27) » y
al mismo tiempo que « los fieles
luchan todavía por crecer en santidad,
venciendo enteramente al pecado, y por
eso levantan sus ojos a María,
que resplandece como Modelo de
virtudes para toda la comunidad de los
elegidos ».15
La peregrinación de la fe ya no
pertenece a la Madre del Hijo de Dios;
glorificada junto al Hijo en los
cielos, María ha superado ya el umbral
entre la fe y la visión « cara a cara
» (1 Cor 13, 12). Al
mismo tiempo, sin embargo, en este
cumplimiento escatológico no deja de
ser la «Estrella del mar»
(Maris
Stella)
16
para todos los que aún siguen el
camino de la fe. Si alzan los ojos
hacia Ella en los diversos lugares de
la existencia terrena lo hacen porque
Ella « dio a luz al Hijo, a quien Dios
constituyó primogénito entre muchos
hermanos (cf. Rom 8, 29) »,17
y también porque a la «generación y
educación» de estos hermanos y
hermanas «coopera con amor materno».18