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(en el siglo Karol Wojtyla)
Sumo Pontífice
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PATER NOSTER |
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Pater noster, qui es in cælis, sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnum
tuum. Fiat voluntas tua, sicut in cælo et in terra.
Panem nostrum quotidianum da nobis hodie. Et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris. Et ne nos inducas in tentationem:
sed libera nos a malo.
Amen.
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Padre nuestro, que
estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro
pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a
los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.
Amén.
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EL AMOR EXIGENTE DEL PADRE
"...Jesús, al mismo tiempo que
anuncia el amor del Padre, nunca deja de recordar que se trata de un amor
exigente..."
Audiencia del miércoles 7 de abril de 1999

1. El amor que Dios Padre siente por nosotros no
puede dejarnos indiferentes; más aún, nos exige corresponder a Él
con un compromiso constante de amor. Este compromiso cobra un
significado cada vez más profundo cuanto más nos acercamos a Jesús,
que vive plenamente en comunión con el Padre, convirtiéndose en
nuestro modelo.
En el marco cultural del Antiguo Testamento, la
autoridad del padre es absoluta, y se la considera un punto de
referencia para describir la autoridad de Dios creador, a quien no
es lícito contradecir. En el libro del profeta Isaías se lee: «¡Ay
del que dice a su padre!: "¿Qué has engendrado?", y a su madre:
"¿Qué has dado a luz?". Así dice el Señor, el Santo de Israel, que
lo ha modelado: "¿Vais a pedirme señales acerca de mis hijos y a
darme órdenes acerca de la obra de mis manos?"» (Is 45, 10
s). Un padre también tiene la tarea de guiar a su hijo,
reprendiéndolo con severidad, si fuera necesario. El libro de los
Proverbios recuerda que esto vale también para Dios: «El Señor
reprende a aquel que ama, como un padre al hijo querido» (Pr
3, 12; cf. Sal 103, 13). Por su parte, el profeta Malaquías
testimonia el afecto y la compasión que Dios siente por sus hijos (cf.
Ml 3, 17), pero se trata siempre de un amor exigente:
«Acordaos de la ley de Moisés, mi siervo, a quien yo prescribí en el Horeb preceptos y normas para todo Israel» (Ml 3, 22).
2. La ley que Dios da a su pueblo no es un peso
impuesto por un amo despótico; es la expresión del amor paterno, que
indica el sendero recto de la conducta humana y la condición para
heredar las promesas divinas. Éste es el sentido de la prescripción
del Deuteronomio: «Guarda los mandamientos del Señor tu Dios,
siguiendo sus caminos y temiéndole, pues el Señor tu Dios te conduce
a una tierra buena» (Dt 8, 6-7). La ley, al sancionar la
alianza entre Dios y los hijos de Israel, está dictada por el amor.
Sin embargo, su transgresión tiene consecuencias dolorosas, aunque
se rigen siempre por la lógica del amor, porque obligan al hombre a
tomar conciencia saludable de una dimensión constitutiva de su ser.
«Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se
estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer
ofender a Dios por el pecado y verse separado de Él» (Catecismo
de la Iglesia católica, n. 1432).
Si el hombre se separa de su Creador, cae
necesariamente en el mal, en la muerte, en la nada. Por el
contrario, la adhesión a Dios es fuente de vida y bendición. Es lo
que subraya el mismo libro del Deuteronomio: «Mira, yo pongo hoy
ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los
mandamientos del Señor tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas al
Señor tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos,
preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; el Señor tu Dios te
bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en
posesión» (Dt 30, 15 s).
3. Jesús no vino a abolir la Ley en sus valores
fundamentales, sino a perfeccionarla, como Él mismo dijo en el
sermón de la montaña: «No penséis que he venido a abolir la Ley y
los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt
5, 17).
Jesús enseña que el precepto del amor es el
centro de la Ley, y desarrolla sus exigencias radicales. Al ampliar
el precepto del Antiguo Testamento, manda amar a amigos y enemigos,
y explica esta extensión del precepto, haciendo referencia a la
paternidad de Dios: «Para que seáis hijos de vuestro Padre
celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover
sobre justos e injustos» (Mt 5, 43-45; cf. Catecismo de la
Iglesia católica, n. 2784).
Con Jesús se produce un salto de calidad:
Él
sintetiza la Ley y los profetas en una sola norma, tan sencilla en
su formulación como difícil en su aplicación: «Todo cuanto queráis
que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos»
(Mt
7, 12). Incluso presenta esta norma como el camino que hay que
recorrer para ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt
5, 48). El que obra así, da testimonio ante los hombres, para que
glorifiquen al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5, 16), y
se dispone a recibir el reino que él ha preparado para los justos,
según las palabras de Cristo en el juicio final: «Venid, benditos de
mi Padre, recibid la herencia del reino preparado para vosotros
desde la creación del mundo» (Mt 25, 34).
4. Jesús, al mismo tiempo que anuncia el amor del
Padre, nunca deja de recordar que se trata de un amor exigente. Este
rasgo del rostro de Dios se aprecia en toda la vida de Jesús. Su
«alimento» consiste en hacer la voluntad del que lo envió (cf. Jn
4, 34). Precisamente porque no busca su voluntad, sino la voluntad
del Padre que lo envió al mundo, su juicio es justo (cf. Jn
5, 30). Por eso, el Padre da testimonio de Él (cf. Jn 5, 37),
y también las Escrituras (cf. Jn 5, 39). Sobre todo las obras
que realiza en nombre del Padre garantizan que fue enviado por Él (cf.
Jn 5, 36; 10, 25. 37-38). Entre ellas, la más importante es
la de dar su vida, como el Padre se lo ha ordenado: esta entrega es
precisamente la razón por la que el Padre lo ama (cf. Jn 10,
17-18) y el signo de que Él ama al Padre (cf. Jn 14, 31). Si
ya la ley del Deuteronomio era camino y garantía de vida, la ley del
Nuevo Testamento lo es de modo inédito y paradójico, expresándose en
el mandamiento de amar a los hermanos hasta dar la vida por ellos (cf.
Jn 15, 12-13).
El «mandamiento nuevo» del amor, como recuerda
san Juan Crisóstomo, tiene su razón última de ser en el amor divino:
«No podéis llamar padre vuestro al Dios de toda bondad, si vuestro
corazón es cruel e inhumano, pues en ese caso ya no tenéis la
impronta de la bondad del Padre celestial» (Hom. in illud
«Angusta est porta»: PG 51, 44B). Desde esta perspectiva,
hay a la vez continuidad y superación: la Ley se transforma y se
profundiza como Ley del amor, la única que refleja el rostro paterno
de Dios.

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EL MISTERIO DE LA PATERNIDAD DIVINA
"...Para Jesús, pues, Dios no es solamente "el
Padre de Israel, el Padre de los hombres", sino
"mi Padre"..."
Audiencia del
miércoles 23 de octubre de 1985
1. En
la catequesis precedente recorrimos, aunque
velozmente, algunos de los testimonios del
Antiguo Testamento que preparaban a recibir la
revelación plena, anunciada por Jesucristo, de
la verdad del misterio de la Paternidad de
Dios.
Efectivamente, Cristo habló
muchas veces de su Padre, presentando de
diversos modos su providencia y su amor
misericordioso.
Pero su enseñanza va más
allá. Escuchemos de nuevo las palabras
especialmente solemnes, que refiere el
Evangelista Mateo (y paralelamente Lucas):
"Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la
tierra, porque ocultaste estas cosas a los
sabios y discretos y las revelaste a los
pequeñuelos"..., e inmediatamente:
"Todo me ha sido entregado por mi Padre, y
nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie
conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el
Hijo quisiera revelárselo" (Mt
11, 25-27; Cf. Lc 10, 21).
Para Jesús, pues, Dios no
es solamente "el Padre de Israel, el Padre de
los hombres", sino "mi Padre". "Mío":
precisamente por esto los judíos querían matar a
Jesús, porque "llamaba a Dios su Padre" (Jn
5, 18). "Suyo" en sentido totalmente literal:
Aquel a quien sólo el Hijo conoce como Padre, y
por quien solamente y recíprocamente es
conocido. Nos encontramos ya en el mismo terreno
del que más tarde surgirá el Prólogo del
Evangelio de Juan.
2. "Mi Padre" es el Padre
de Jesucristo: Aquel que es el Origen de
su ser, de su misión mesiánica, de su enseñanza.
El Evangelista Juan ha
transmitido con abundancia la enseñanza
mesiánica que nos permite sondear en profundidad
el misterio de Dios Padre y de Jesucristo, su
Hijo unigénito.
Dice Jesús: "El que
cree en Mí, no cree en Mí, sino en El que me ha
enviado" (Jn 12, 44).
"Yo no he hablado de Mí
mismo; el Padre que me ha enviado es Quien me
mandó lo que he de decir y hablar" (Jn
12, 49).
"En verdad, en verdad
os digo que no puede el Hijo hacer nada por sí
mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque lo
que Éste hace, lo hace igualmente el Hijo"
(Jn 5, 19).
"Pues así como el
Padre tiene vida en sí mismo, así dio al Hijo
tener vida en sí mismo" (Jn 5,
26).
Y finalmente: "...el
Padre que tiene la vida, me ha enviado, y Yo
vivo por el Padre" (Jn 6, 57).
El Hijo vive por el
Padre ante todo porque ha sido engendrado
por Él. Hay una correlación estrechísima
entre la paternidad y la filiación precisamente
en virtud de la generación: "Tú eres mi Hijo:
yo te he engendrado" (Heb 1, 5).
Cuando en las proximidades de
Cesarea de Filipo Simón Pedro confiesa:
"Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo",
Jesús le responde: "Bienaventurado tú...
porque no es la carne ni la sangre quien esto te
ha revelado, sino mi Padre..." (Mt
16, 16-17), porque "sólo el Padre conoce
al Hijo", lo mismo que sólo el
"Hijo conoce al Padre" (Mt 11,
27). Sólo el Hijo da a conocer al Padre:
el Hijo visible hace ver al Padre invisible.
"El que me ha visto a mí, ha visto al Padre"
(Jn 14, 9).
3. De la lectura atenta de
los Evangelios se saca que Jesús vive y actúa
con constante y fundamental referencia al
Padre. A Él se dirige frecuentemente con la
palabra llena de amor filial: "Abbá"; también
durante la oración en Getsemaní le viene a los
labios esta misma palabra (Cf. Mc 14, 36
y paralelos). Cuando los discípulos le piden que
les enseñe a orar, enseña el "Padre
nuestro" (Cf. Mt 6, 9-13).
Después de la Resurrección, en el momento de
dejar la tierra, parece que una vez más hace
referencia a esta oración, cuando dice:
"Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y
a vuestro Dios"(Jn 20, 17).
Así, pues, por medio del Hijo
(Cf. Heb 1, 2), Dios se ha revelado en la
plenitud del misterio de su paternidad. Sólo
el Hijo podía revelar esta plenitud del
misterio, porque sólo "el Hijo conoce al
Padre" (Mt 11, 27). "A Dios
nadie le vio jamás; Dios unigénito, que está en
el seno del Padre, ése le ha dado a conocer"
(Jn 1, 18).
4. ¿Quién es el Padre?.
A la luz del testimonio definitivo que hemos
recibido por medio del Hijo, Jesucristo,
tenemos la plena conciencia de la fe de que la
paternidad de Dios pertenece ante todo al
misterio fundamental de la vida íntima de
Dios, al misterio trinitario. El Padre es
Aquel que eternamente engendra al Verbo,
al Hijo consustancial con Él. En unión con el
Hijo, el Padre eternamente "espira" al Espíritu
Santo, que es el amor con el que el Padre y el
Hijo recíprocamente permanecen unidos
(Cf. Jn 14, 10).
El Padre, pues, es en el
misterio trinitario el "Principio-sin
principio"." El Padre no ha sido hecho por
nadie, ni creado, ni engendrado" (Símbolo "Quicumque").
Es por sí solo el Principio de la Vida,
que Dios tiene en Sí mismo. Esta vida —es decir,
la misma divinidad— la posee el Padre en
la absoluta comunión con el Hijo y con el
Espíritu Santo, que son consustanciales con Él.
Pablo, apóstol del misterio
de Cristo, cae en adoración y plegaria "ante
el Padre, de quien toma su nombre toda familia
en los cielos y en la tierra" (Ef 3,
15), principio y modelo.
Efectivamente hay "un solo
Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por
todos y en todos" (Ef 4, 6).

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ORACIÓN
PARA IMPLORAR FAVORES
POR
INTERCESIÓN DEL SIERVO DE DIOS EL PAPA JUAN PABLO II
Oh Trinidad Santa,
te damos gracias por haber concedido a la Iglesia al
Papa Juan Pablo II y porque en él has reflejado la
ternura de Tu paternidad, la gloria de la Cruz de Cristo y el esplendor del
Espíritu de amor. El, confiando totalmente en tu infinita misericordia y en
la maternal intercesión de María, nos ha mostrado una imagen viva de Jesús
Buen Pastor, indicándonos la santidad, alto grado de la vida cristiana
ordinaria, como camino para alcanzar la comunión eterna Contigo.
Concédenos, por su intercesión, y si es Tu voluntad, el favor que
imploramos, con la esperanza de que sea pronto incluido en el número de tus
santos.
Padrenuestro. Avemaría. Gloria.
Con aprobación eclesiástica

CARD. CAMILLO RUINI
Vicario General de Su Santidad
para la Diócesis de Roma
Se ruega a quienes obtengan gracias por
intercesión del Siervo de Dios Juan Pablo II, las comuniquen al Postulador
de la Causa, Monseñor Slawomir Oder. Vicariato di Roma. Piazza San Giovanni
in Laterano 6/A 00184 ROMA . También puede enviar su testimonio por correo
electrónico a la siguiente dirección:
postulazione.giovannipaoloii@vicariatusurbis.org
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