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Catequesis
sobre DIOS
PADRE
por el Siervo de Dios
JUAN PABLO II
(en el siglo Karol Wojtyla)
Sumo Pontífice
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PATER NOSTER |
Pater noster, qui es in cælis, sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnum
tuum. Fiat voluntas tua, sicut in cælo et in terra.
Panem nostrum quotidianum da nobis hodie. Et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris. Et ne nos inducas in tentationem:
sed libera nos a malo.
Amen.
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Padre nuestro, que
estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro
pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a
los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.
Amén.
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LA RELACIÓN DE JESÚS CON EL PADRE, REVELACIÓN DEL
MISTERIO TRINITARIO
Audiencia del miércoles 10 de marzo de 1999
1. Como hemos visto en la catequesis anterior, con sus
palabras y sus obras Jesús mantiene una relación muy especial con «su» Padre.
El evangelio de san Juan subraya que cuanto Él comunica a los hombres es fruto
de esta unión íntima y singular: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10, 30).
Y también: «Todo lo que tiene el Padre es mío» (Jn 16, 15). Existe una
reciprocidad entre el Padre y el Hijo, en lo que conocen de sí mismos (cf.
Jn 10, 15), en lo que son (cf. Jn 14, 10), en lo que hacen (cf. Jn
5, 19; 10, 38) y en lo que poseen: «Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío»
(Jn 17, 10). Es un intercambio recíproco que encuentra su expresión
plena en la gloria que Jesús obtiene del Padre en el misterio supremo de la
muerte y la Resurrección, después de que Él mismo se la ha dado al Padre
durante su vida terrena: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para
que tu Hijo te glorifique a ti. (...) Yo te he glorificado en la tierra. (...)
Ahora, Padre, glorifícame Tú, junto a Ti» (Jn 17, 1.4 s).
Esta unión esencial con el Padre no sólo acompaña la
actividad de Jesús, sino que determina todo su ser. «La encarnación del Hijo
de Dios revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es consubstancial al
Padre, es decir, que es en Él y con Él el mismo y único Dios» (Catecismo de
la Iglesia católica, n. 262). El evangelista San Juan pone de relieve que
los jefes religiosos del pueblo reaccionan precisamente ante esta pretensión,
al no tolerar que llame a Dios su propio Padre y, por tanto, se haga a sí
mismo igual a Dios (cf. Jn 5, 18; 10, 33; 19, 7).
2. En virtud de esta armonía en el ser y en el obrar, tanto
con sus palabras como con sus obras, Jesús revela al Padre: «A Dios nadie le
ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha
contado» (Jn 1, 18). La «predilección» de que goza Cristo es proclamada
en su bautismo, según la narración de los evangelios sinópticos (cf. Mc
1, 11; Mt 3, 17; Lc 3, 22). El evangelista san Juan la remonta a su
raíz trinitaria, o sea, a la misteriosa existencia del Verbo «con» el Padre (cf.
Jn 1, 1), que lo ha engendrado en la eternidad.
Partiendo del Hijo, la reflexión del Nuevo Testamento, y
después la teología enraizada en ella, han profundizado el misterio de la
«paternidad» de Dios. El Padre es el que en la vida trinitaria constituye el
principio absoluto, el que no tiene origen y del que brota la vida divina. La
unidad de las tres personas es comunión de la única esencia divina, pero en el
dinamismo de relaciones recíprocas que tienen en el Padre su fuente y su
fundamento. «El Padre es el que engendra; el Hijo, el que es engendrado, y el
Espíritu Santo, el que procede» (Concilio lateranense IV:
DenzingerSchönmetzer, 804).
3. De este misterio, que supera infinitamente nuestra
inteligencia, el apóstol san Juan nos ofrece una clave, cuando proclama en la
primera carta: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). Este vértice de la
revelación indica que Dios es ágape, o sea, don gratuito y total de sí,
del que Cristo nos dio testimonio especialmente con su muerte en la Cruz. En
el sacrificio de Cristo, se revela el amor infinito del Padre al mundo (cf.
Jn 3, 16; Rm 5, 8). La capacidad de amar infinitamente,
entregándose sin reservas y sin medida, es propia de Dios. En virtud de su ser
Amor, Él, antes aún de la libre creación del mundo, es Padre en la misma vida
divina: Padre amante que engendra al Hijo amado y da origen con Él al Espíritu
Santo, la Persona-Amor, vínculo recíproco de comunión.
Basándose en esto, la fe cristiana comprende la igualdad de
las tres personas divinas: el Hijo y el Espíritu son iguales al Padre, no como
principios autónomos, como si fueran tres dioses, sino en cuanto reciben del
Padre toda la vida divina, distinguiéndose de Él y recíprocamente sólo en la
diversidad de las relaciones (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n.
254).
Misterio sublime, misterio de amor, misterio inefable,
frente al cual la palabra debe ceder su lugar al silencio de la admiración y
de la adoración. Misterio divino que nos interpela y conmueve, porque por
gracia se nos ha ofrecido la participación en la vida trinitaria, a través de
la encarnación redentora del Verbo y el don del Espíritu Santo: «Si alguno me
ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos
morada en él» (Jn 14, 23).
4. Así, la reciprocidad entre el Padre y el Hijo llega a
ser para nosotros, creyentes, el principio de una vida nueva, que nos permite
participar en la misma plenitud de la vida divina: «Quien confiese que Jesús
es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios» (1 Jn 4, 15).
Las criaturas viven el dinamismo de la vida trinitaria, de manera que todo
converge en el Padre, mediante Jesucristo, en el Espíritu Santo.
Esto es lo que subraya el Catecismo de la Iglesia católica: «Toda la
vida cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin
separarlas de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el
Espíritu Santo» (n. 259).
El Hijo se ha convertido en «primogénito entre muchos
hermanos» (Rm 8, 29); a través de su muerte, el Padre nos ha
reengendrado (cf. 1 P 1, 3; también Rm 8, 32; Ef 1, 3),
de modo que en el Espíritu Santo podemos invocarlo con la misma expresión
usada por Jesús: Abbá (cf. Rm 8, 15; Ga 4, 6). San Pablo ilustra ulteriormente
este misterio, diciendo que «el Padre nos ha hecho aptos para participar en la
herencia de los santos en la luz. Él nos ha librado del poder de las tinieblas
y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido» (Col 1, 12-13). Y el
Apocalipsis describe así el destino escatológico de quien lucha y vence con
Cristo la fuerza del mal: «Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi
trono, como Yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono» (Ap
3, 21). Esta promesa de Cristo nos abre una perspectiva maravillosa de
participación en su intimidad celestial con el Padre.
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JESÚS REVELA EL ROSTRO DE
DIOS PADRE "COMPASIVO Y MISERICORDIOSO"
Los años
de preparación al Jubileo han estado dedicados a la
Santísima Trinidad: por Cristo —en el Espíritu Santo— a
Dios Padre. El misterio de la Trinidad es origen del
camino de fe y su término último, cuando al final
nuestros ojos contemplarán eternamente el rostro de
Dios. Al celebrar la Encarnación, tenemos la mirada fija
en el misterio de la Trinidad. Jesús de Nazaret,
revelador del Padre, ha llevado a cumplimiento el deseo
escondido en el corazón de cada hombre de conocer a
Dios. Lo que la creación conservaba impreso en sí misma
como sello de la mano creadora de Dios y lo que los
antiguos Profetas habían anunciado como promesa, alcanza
su manifestación definitiva en la revelación de
Jesucristo.
Jesús
revela el rostro de Dios Padre «compasivo y
misericordioso» (St 5, 11), y con el
envío del Espíritu Santo manifiesta el misterio de amor
de la Trinidad. Es el Espíritu de Cristo quien actúa
en la Iglesia y en la historia: se debe permanecer a su
escucha para distinguir los signos de los tiempos nuevos
y hacer que la espera del retorno del Señor glorificado
sea cada vez más viva en el corazón de los creyentes. El
Año Santo, pues, debe ser un canto de alabanza único e
ininterrumpido a la Trinidad, Dios Altísimo. Nos ayudan
para ello las poéticas palabras del teólogo San Gregorio
Nacianceno (Poemas dogmáticos, XXXI,
Hymnus alias: PG 37, 510-511.)
Gloria a Dios Padre y al Hijo,
Rey del universo.
Gloria al Espíritu,
digno de alabanza y santísimo.
La Trinidad es un solo Dios
que creó y llenó cada cosa:
el cielo de seres celestes
y la tierra de seres terrestres.
Llenó el mar, los ríos y las fuentes
de seres acuáticos,
vivificando cada cosa con su Espíritu,
para que cada criatura honre
a su sabio Creador,
causa única del vivir y del permanecer.
Que lo celebre siempre más que cualquier otra
la criatura racional
como gran Rey y Padre bueno.
Que este himno a la Trinidad por la
Encarnación del Hijo pueda ser cantado juntos por
quienes, habiendo recibido el mismo Bautismo, comparten
la misma fe en el Señor Jesús. Que el carácter ecuménico
del Jubileo sea un signo concreto del camino que, sobre
todo en estos últimos decenios, están realizando los
fieles de las diversas Iglesias y Comunidades
eclesiales. La escucha del Espíritu debe hacernos a
todos capaces de llegar a manifestar visiblemente en la
plena comunión la gracia de la filiación divina
inaugurada por el Bautismo: todos hijos de un solo
Padre. El Apóstol no cesa de repetir incluso para
nosotros, hoy, su apremiante exhortación: «Un solo
Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a
que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un
solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está
sobre todos, por todos y en todos» (Ef 4,
4-6). Según San Ireneo, nosotros no podemos permitirnos
dar al mundo una imagen de tierra árida, después de
recibir la Palabra de Dios como lluvia bajada del cielo;
ni jamás podremos pretender llegar a ser un único pan,
si impedimos que la harina se transforme en un único
pan, si impedimos que la harina sea amalgamada por obra
del agua que ha sido derramada sobre nosotros. (Bula
«Incarnationis mysterium»
Convocatoria del Gran Jubileo del Año 2000, n. 3 y 4)
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ORACIÓN
PARA IMPLORAR FAVORES
POR
INTERCESIÓN DEL SIERVO DE DIOS EL PAPA JUAN PABLO II
Oh Trinidad Santa,
te damos gracias por haber concedido a la Iglesia al
Papa Juan Pablo II y porque en él has reflejado la
ternura de Tu paternidad, la gloria de la Cruz de Cristo y el esplendor del
Espíritu de amor. El, confiando totalmente en tu infinita misericordia y en
la maternal intercesión de María, nos ha mostrado una imagen viva de Jesús
Buen Pastor, indicándonos la santidad, alto grado de la vida cristiana
ordinaria, como camino para alcanzar la comunión eterna Contigo.
Concédenos, por su intercesión, y si es Tu voluntad, el favor que
imploramos, con la esperanza de que sea pronto incluido en el número de tus
santos.
Padrenuestro. Avemaría. Gloria.
Con aprobación eclesiástica
CARD. CAMILLO RUINI
Vicario General de Su Santidad
para la Diócesis de Roma
Se ruega a quienes obtengan gracias por
intercesión del Siervo de Dios Juan Pablo II, las comuniquen al Postulador
de la Causa, Monseñor Slawomir Oder. Vicariato di Roma. Piazza San Giovanni
in Laterano 6/A 00184 ROMA . También puede enviar su testimonio por correo
electrónico a la siguiente dirección:
postulazione.giovannipaoloii@vicariatusurbis.org
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