Catequesis sobre DIOS PADRE  
por el Siervo de Dios
JUAN PABLO II

(en el siglo Karol Wojtyla)
Sumo Pontífice

 

PATER NOSTER

Pater noster, qui es in cælis, sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnum tuum. Fiat voluntas tua, sicut in cælo et in terra.

Panem nostrum quotidianum da nobis hodie. Et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris. Et ne nos inducas in tentationem: sed libera nos a malo.

Amen.

Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo.

Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.

Amén.

 
LA EXPERIENCIA DEL PADRE EN JESÚS DE NAZARET
 
Audiencia del miércoles 3 de marzo de 1999
 
 
 
Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,

que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante Él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo,
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Este es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.

Cántico del primer capítulo de la carta de San Pablo a los Efesios (3-10): «El Dios salvador».

1. «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 1, 3). Estas palabras de San Pablo nos introducen muy bien en la gran novedad del conocimiento del Padre, tal como se desprende del Nuevo Testamento. Aquí Dios se muestra con su rostro trinitario. Su Paternidad ya no se limita a indicar la relación con las criaturas, sino que expresa la relación fundamental que caracteriza su vida íntima; ya no es un rasgo genérico de Dios, sino una propiedad de la primera Persona en Dios. Efectivamente, en su misterio trinitario, Dios es Padre por esencia, Padre desde siempre, en cuanto que desde la eternidad engendra al Verbo consubstancial con Él y unido a Él en el Espíritu Santo, «que procede del Padre y del Hijo». Con su encarnación redentora, el Verbo se hace solidario con nosotros precisamente para introducirnos en esa vida filial que él posee desde la eternidad. «A todos los que lo acogieron —dice el evangelista san Juan— les dio poder para llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1, 12).

2. Esta revelación específica del Padre se funda en la experiencia de Jesús. Sus palabras y sus actitudes ponen de manifiesto que él experimenta la relación con el Padre de una manera totalmente singular. En los evangelios podemos constatar cómo Jesús distinguió «su filiación de la de sus discípulos, no diciendo jamás “nuestro Padre”, salvo para ordenarles “vosotros, pues, orad así: Padre nuestro” (Mt 6, 9); y subrayó esta distinción: “Mi Padre y vuestro Padre” (Jn 20, 17)» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 443).

Ya desde niño, a María y José, que lo buscaban angustiados, les responde: «¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 48 ss). A los judíos, que seguían persiguiéndolo porque había realizado en sábado una curación milagrosa, les contesta: «Mi Padre sigue actuando y Yo también actúo» (Jn 5, 17). En la Cruz invoca al Padre para que perdone a sus verdugos y acoja su espíritu (cf. Lc 23, 34. 46). La distinción entre el modo como Jesús percibe la Paternidad de Dios con respecto a Él y la que atañe a todos los demás seres humanos, se arraiga en su conciencia y la reafirma con las palabras que dirige a María Magdalena después de la Resurrección: «No me toques, pues todavía no he subido al Padre. Pero ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17).

3. La relación de Jesús con el Padre es única. Sabe que el Padre lo escucha siempre; sabe que manifiesta a través de Él su gloria, incluso cuando los hombres pueden dudar y necesitan ser convencidos por Él. Constatamos todo esto en el episodio de la resurrección de Lázaro: «Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: “Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que Tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por éstos que me rodean, para que crean que Tú me has enviado”» (Jn 11, 41-42). En virtud de esta singular convicción, Jesús puede presentarse como el revelador del Padre, con un conocimiento que es fruto de una íntima y misteriosa reciprocidad, como lo subraya Él mismo en el himno de júbilo: «Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, y nadie conoce bien al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27) (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 240).

Por su parte, el Padre manifiesta esta relación singular que el Hijo mantiene con Él, llamándolo su «predilecto»: así lo hace durante el Bautismo en el Jordán (cf. Mc 1, 11) y en la Transfiguración (cf. Mc 9, 7). Jesús se vislumbra también como hijo en sentido especial en la parábola de los viñadores malos que maltratan primero a los dos siervos y luego al «hijo predilecto» del amo, enviados a recoger los frutos de la viña (cf. Mc 12, 1-11, especialmente el versículo 6).

4. El Evangelio de san Marcos nos ha conservado el término arameo «Abbá» (cf. Mc 14, 36), con el que Jesús, en la hora dolorosa de Getsemaní, invocó al Padre, pidiéndole que alejara de Él el cáliz de la Pasión. El Evangelio de San Mateo, en el mismo episodio, nos refiere la traducción «Padre mío» (cf. Mt 26, 39; cf. también versículo 42), mientras San Lucas simplemente tiene «Padre» (cf. Lc 22, 42). El término arameo, que podríamos traducir en las lenguas modernas como «papá», expresa la ternura afectuosa de un hijo. Jesús lo usa de manera original para dirigirse a Dios y para indicar, en la plena madurez de su vida, que está para concluirse en la cruz, la íntima relación que lo vincula a su Padre incluso en esa hora dramática. «Abbá» indica la extraordinaria cercanía entre Jesús y Dios Padre, una intimidad sin precedentes en el marco religioso bíblico o extra-bíblico. En virtud de la muerte y Resurrección de Jesús, Hijo único de este Padre, también nosotros, como dice San Pablo, somos elevados a la dignidad de hijos y poseemos el Espíritu Santo, que nos impulsa a gritar «¡Abbá, Padre!» (cf. Rm 8, 15; Ga 4, 6). Esta simple expresión del lenguaje infantil, que se usaba a diario en el ambiente de Jesús, como en todos los pueblos, asumió así un significado doctrinal de gran importancia para expresar la singular paternidad divina con respecto a Jesús y sus discípulos.

5. A pesar de sentirse unido al Padre de un modo tan íntimo, Jesús afirmó que ignoraba la hora de la llegada final y decisiva del Reino: «De aquel día y hora nadie sabe nada, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mt 24, 36). Este aspecto nos muestra a Jesús en la condición de humillación propia de la Encarnación, que oculta a su humanidad el final escatológico del mundo. De este modo, Jesús defrauda los cálculos humanos para invitarnos a la vigilancia y a la confianza en la intervención providente del Padre. Por otra parte, desde la perspectiva de los Evangelios, la intimidad y la plenitud que tiene por ser «hijo» de ninguna manera se ven perjudicadas por este desconocimiento. Al contrario, precisamente por haberse hecho solidario con nosotros es decisivo para nosotros ante el Padre: «A todo el que me confesare delante de los hombres, Yo también le confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos; pero a todo el que me negare delante de los hombres, Yo le negaré también delante de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 10, 32-33).

Confesar a Jesús delante de los hombres es indispensable para que Él nos confiese delante del Padre. En otras palabras, nuestra relación filial con el Padre celestial depende de nuestra valiente fidelidad a Jesús, Hijo predilecto.

 

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JESUCRISTO, MODELO DE ORACIÓN Y DE VIDA UNIDA FILIALMENTE AL PADRE

Audiencia del miércoles 24 de agosto de 1988

1. Jesucristo es el Redentor. Esto constituye el centro y el culmen de su misión; es decir, la obra de la redención incluye también este aspecto: Él se ha convertido en modelo perfecto de la transformación salvífica del hombre. En realidad, todas las catequesis precedentes de este ciclo se han desarrollado en la perspectiva de la redención. Hemos visto que Jesús anuncia el Evangelio del reino de Dios; pero también hemos aprendido de Él que el reino entra definitivamente en la historia del hombre sólo en la redención por medio de la Cruz y la Resurrección. Entonces Él "entregará" este reino a los Apóstoles, para que permanezca y se desarrolle en la historia del mundo mediante la Iglesia. De hecho, la redención lleva en sí la "liberación" mesiánica del hombre, que de la esclavitud del pecado pasa a la vida en la libertad de los hijos de Dios.

2. Jesucristo es el modelo más perfecto de esa vida. Aquel que es el Hijo consubstancial al Padre, unido a Él en la divinidad ("Yo y el Padre somos uno", Jn 10, 30), mediante todo lo que "hace y enseña" (cf. Act 1, 1) constituye el único modelo en su género de vida filial orientada y unida al Padre. En referencia a este modelo, reflejándolo en nuestra conciencia y en nuestro comportamiento, podemos desarrollar en nosotros un modo y una orientación de vida "que se asemeje a Cristo" y en la que se exprese y realice la verdadera "libertad de los hijos de Dios" (cf. Rom 8, 21).

3. De hecho, como hemos indicado en diversas ocasiones, toda la vida de Jesús estuvo orientada hacia el Padre. Esto se manifiesta ya en la respuesta que dio a sus padres cuando tenía doce años y lo encontraron en el templo: "¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?" (Lc 2, 49). Hacia el final de su vida, el día antes de la Pasión, "sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre" (Jn 13, 1), ese mismo Jesús dirá a los Apóstoles: "Voy a prepararos un lugar; y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté Yo, estéis también vosotros... En la casa de mi Padre hay muchas mansiones" (Jn 14, 2-3).

4. Desde el principio hasta el fin, esta orientación teocéntrica de la vida y de la acción de Jesús es clara y unívoca. Lleva a los suyos "hacia el Padre", creando un claro modelo de vida orientada hacia el Padre. "Yo he cumplido el mandamiento de mi Padre y permanezco en su amor". Y Jesús considera su "alimento" este "permanecer en su amor, es decir, el cumplimiento de su voluntad: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn 4, 34). Es lo que dice a sus discípulos junto al pozo de Jacob en Sicar. Ya antes, en el transcurso del diálogo con la samaritana, había indicado que ese mismo "alimento" deberá ser la herencia espiritual de sus discípulos y seguidores: "Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque así quiere el Padre que sean los que lo adoran" (Jn 4, 23).

5. Los "verdaderos adoradores" son, ante todo, los que imitan a Cristo en lo que hace". Y Él lo hace todo imitando al Padre: "Las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan testimonio de Mí, de que el Padre me ha enviado" (Jn 5, 36). Más aún: "El Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre; lo que hace É, eso también lo hace igualmente el Hijo" (Jn 5, 19).

Encontramos así un fundamento perfecto a las palabras del Apóstol, según las cuales somos llamados a imitar a Cristo (cf. 1 Cor 11, 1; 1 Tes 1, 6), y, en consecuencia, a Dios mismo: "Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos" (Ef 5, 1). La vida "que se asemeja a Cristo" es al mismo tiempo una vida semejante a la de Dios, en el sentido más pleno de la palabra.

6. El concepto de "alimento" de Cristo, que durante su vida fue el cumplimiento de la voluntad del Padre, se inserta en el misterio de su obediencia, que llegó hasta la muerte de Cruz. Entonces fue un alimento amargo, como se manifiesta sobre todo en la oración de Getsemaní y luego durante toda la pasión y la agonía de la Cruz: "Abbá, Padre; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú" (Mc 14, 36). Para entender esta obediencia, para entender incluso por qué este "alimento" resultó tan amargo, es necesario mirar toda la historia del hombre sobre la tierra, marcada por el pecado, es decir, por la desobediencia a Dios, Creador y Padre. "El Hijo que libera" (cf. Jn 8, 36), libera por consiguiente mediante su obediencia hasta la muerte. Y lo hace revelando hasta el fin su plena entrega de amor: "Padre, en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23, 46). En esta entrega, en este "abandonarse" al Padre, se afirma sobre toda la historia de la desobediencia humana, la unión divina contemporánea del Hijo con el Padre: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10, 30). Y aquí se expresa lo que podemos definir como aspecto central de la imitación a la que el hombre es llamado en Cristo: "Pues todo el que cumple la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12, 50; y además Mc 3, 35).

7. Con su vida orientada completamente "hacia el Padre" y unida profundamente a Él, Jesucristo es también modelo de nuestra oración, de nuestra vida de oración mental y vocal. Él no solamente nos enseñó a orar, sobre todo en el Padrenuestro (cf. Mt 6, 9 ss.), sino que el ejemplo de su oración se ofrece como momento esencial de la revelación de su vinculación y de su unión con el Padre. Se puede afirmar que en su oración se confirma de un modo especialísimo el hecho de que "sólo el Padre conoce al Hijo", "y sólo el Hijo conoce al Padre" (cf. Mt 11, 27; Lc 10, 22).

Recordemos los momentos más significativos de su vida de oración. Jesús pasa mucho tiempo en oración (por ejemplo, Lc 6, 12; 11, 1), especialmente en las horas nocturnas, buscando además los lugares más adecuados para ello (por ejemplo, Mc 1, 35; Mt 14, 23; Lc 6, 12). Con la oración se prepara para el bautismo en el Jordán (Lc 3, 21) y para la institución de los Doce Apóstoles (cf. Lc 6, 12-13). Mediante la oración en Getsemaní se dispone para hacer frente a la pasión y muerte en la Cruz (cf. Lc 22, 42). La agonía en el Calvario está impregnada toda ella de oración: desde el Salmo 22, 1: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?", a las palabras: "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34), y al abandono final: "Padre, en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23, 46). Sí, en su vida y en su muerte, Jesús es modelo de oración.

8. Sobre la oración de Cristo leemos en la Carta a los Hebreos que "Él, habiendo ofrecido, en los días de su vida mortal, ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aún siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia" (Heb 5, 7-8). Esta afirmación significa que Jesucristo ha cumplido perfectamente la voluntad del Padre, el designio eterno de Dios acerca de la redención del mundo, a costa del sacrificio supremo por amor. Según el Evangelio de Juan, este sacrificio era no sólo una glorificación del Padre por parte del Hijo, sino también una glorificación del Hijo, de acuerdo con las palabras de la oración "sacerdotal" en el Cenáculo: "Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a Ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos lo que Tú le has dado" (Jn 17, 1-2). Fue esto lo que se cumplió en la Cruz. La Resurrección a los tres días fue la confirmación y casi la manifestación de la gloria con la que "el Padre glorificó al Hijo" (cf. Jn 17, 1). Toda la vida de obediencia y de "piedad" filial de Cristo se fundía con su oración, que le obtuvo finalmente la glorificación definitiva.

9. Este espíritu de filiación amorosa, obediente y piadosa, se refleja incluso en el episodio ya recordado, en el que sus discípulos pidieron a Jesús que les "Enseñara a orar" (cf. Lc 11, 1-2). A ellos y a todas las generaciones de sus seguidores, Jesucristo les transmitió una oración que comienza con esa síntesis verbal y conceptual tan expresiva: "Padre nuestro". En esas palabras está la manifestación del Espíritu de Cristo, orientado filialmente al Padre y poseído completamente por las "cosas del Padre" (cf. Lc 2, 49). Al entregarnos aquella oración a todos los tiempos, Jesús nos ha transmitido en ella y con ella un modelo de vida filialmente unida al Padre. Si queremos hacer nuestro para nuestra vida este modelo, si debemos, sobre todo, participar en el misterio de la Redención imitando a Cristo, es preciso que no cesemos de repetir el "Padrenuestro" como Él nos ha enseñado.

 
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ORACIÓN PARA IMPLORAR FAVORES

 POR INTERCESIÓN DEL SIERVO DE DIOS EL PAPA JUAN PABLO II

Oh Trinidad Santa,  te damos gracias por haber concedido a la Iglesia al Papa Juan Pablo II y porque en él has reflejado la ternura de Tu paternidad, la gloria de la Cruz de Cristo y el esplendor del Espíritu de amor. El, confiando totalmente en tu infinita misericordia y en la maternal intercesión de María, nos ha mostrado una imagen viva de Jesús Buen Pastor, indicándonos la santidad, alto grado de la vida cristiana ordinaria, como camino para alcanzar la comunión eterna Contigo.  Concédenos, por su intercesión, y si es Tu voluntad, el favor que imploramos, con la esperanza de que sea pronto incluido en el número de tus santos.

Padrenuestro. Avemaría. Gloria.

Con aprobación eclesiástica

CARD. CAMILLO RUINI
Vicario General de Su Santidad
para la Diócesis de Roma


Se ruega a quienes obtengan gracias por intercesión del Siervo de Dios Juan Pablo II, las comuniquen al Postulador de la Causa, Monseñor Slawomir Oder. Vicariato di Roma. Piazza San Giovanni in Laterano 6/A  00184 ROMA . También puede enviar su testimonio  por correo electrónico a la siguiente dirección: postulazione.giovannipaoloii@vicariatusurbis.org



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