1 "Non est
alia natio tam grandis, quae habeat deos appropinquantes sibi,
sicut Deus noster adest nobis: No hay nación tan grande, que
tenga a sus dioses tan cerca, como nuestro Dios está presente
entre nosotros" (Santo Tomás, Officium SS. Corporis
Christi, II Nocturni; cf. Opusc. 57).
Se puede hablar de varias maneras sobre la Eucaristía.
Se ha hablado de diversos modos sobre ella en el curso de la
historia. Es difícil decir algo que no se haya dicho ya. Y, al
mismo tiempo, cualquier cosa que se diga, desde cualquier
parte que nos acerquemos a este gran misterio de la fe y de la
vida de la Iglesia, siempre descubrimos algo nuevo. No
porque nuestras palabras revelen esta novedad. La novedad
se encuentra en el misterio mismo. Cada tentativa de vivir con
ella en espíritu de fe, comporta nueva luz, nuevo estupor y
nueva alegría.
"Y maravillándose de esto el hijo del trueno, y
considerando la sublimidad del amor divino (...), exclamaba:
'Tanto amó Dios al mundo (Jn 3, 16)' (...). Dinos, pues, San
Juan, ¿en qué sentido tanto? Di la medida, di la grandeza,
enséñanos la sublimidad. Dios amó tanto al mundo..." (San
Juan Crisóstomo, In cap. Genes. VIII: Homilia XXVII, 1; Opera
omnia: PG 4, 241).
La Eucaristía nos acerca a Dios de modo estupendo. Y es el
Sacramento de su cercanía en relación con el hombre. Dios
en la Eucaristía es precisamente este Dios que ha querido
entrar en la historia del hombre. Ha querido aceptar la
humanidad misma. Ha querido hacerse hombre. El sacramento del
Cuerpo y de la Sangre nos recuerda continuamente su Divina
Humanidad.
Cantamos Ave, verum corpus, natum ex Maria Virgine. Y
viviendo con la Eucaristía, volvemos a encontrar toda la
sencillez y profundidad del misterio de la Encarnación.
Es el
Sacramento del descenso de Dios hacia el hombre, del
acercamiento a todo lo que es humano. Es el sacramento de
la divina "condescendencia" (cf. San Juan Crisóstomo, In
Genes. 3, 8: Homilía XXVII, 1: PG 53, 134). La entrada divina
en la realidad humana ha alcanzado su culmen mediante la
pasión y la muerte. Mediante la pasión y la muerte en la Cruz,
el Hijo de Dios Encarnado se ha convertido, de manera
especialmente radical, en el Hijo del hombre, ha compartido
hasta el extremo lo que es la condición de cada uno de los
hombres. La Eucaristía, sacramento del Cuerpo y de la Sangre,
nos recuerda sobre todo esta muerte, que Cristo sufrió en la
cruz; la recuerda y, en cierto modo, es decir, incruento,
renueva su realidad histórica. Lo testifican las palabras
pronunciadas en el Cenáculo separadamente sobre el pan y sobre
el vino, las palabras que, en la institución de Cristo,
realizan el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre; el
sacramento de la muerte, que fue sacrificio expiatorio. El
sacramento de la muerte, en el que se expresa toda la potencia
del amor. El sacramento de la muerte, que consistió en dar la
vida para reconquistar la plenitud de la vida.
"Manduca vitam, bibe vitam: habebis vitam, et integra est
vita: Come la vida, bebe la vida: tendrás la vida, y es la
vida total" (San Agustín, Sermones ad populum, Series I,
Sermo CXXXI, I, 1). Por medio de este Sacramento se anuncia
continuamente en la historia del hombre, la muerte que da la
vida (cf. 1 Cor 11, 26).
Se realiza continuamente en ese signo sencillísimo, que es el
signo del pan y del vino. Dios, en la Eucaristía, está
presente y cercano al hombre con esa cercanía penetrante de su
muerte en la cruz, de la que ha brotado la potencia de la
resurrección. El hombre, mediante la Eucaristía, se hace
partícipe de esta potencia.
2. La Eucaristía es el Sacramento de la comunión.
Cristo se da a Sí mismo a cada uno de nosotros, que lo
recibimos bajo las especies eucarísticas. Se da a Sí mismo a
cada uno de nosotros que comemos el manjar eucarístico y
bebemos la bebida eucarística. Este comer es signo de la
comunión. Es signo de la unión espiritual, en la que el hombre
recibe a Cristo, se le ofrece la participación en su Espíritu,
encuentra de nuevo en Él particularmente íntima la relación
con el Padre: siente particularmente cercano el acceso a Él.
En efecto, nos acercamos a la comunión eucarística,
recitando antes el "Padrenuestro".
Dice un gran poeta (Mickiewocz, Coloquios vespertinos):
"Hablo contigo, que reinas en el cielo y, que al mismo tiempo
eres huésped en la casa de mí espíritu... ¡Hablo contigo!, me
faltan palabras para Ti; tu pensamiento escucha cada uno de
mis pensamientos; reinas lejos y sirves en cercanía, Rey en
los cielos y en mi corazón sobre la Cruz..." .
La comunión es
un vínculo bilateral. Nos conviene decir, pues, que no sólo
recibimos a Cristo, no sólo lo recibe cada uno de nosotros en
este signo eucarístico, sino que también Cristo recibe a cada
uno de nosotros. Por así decirlo, Él acepta siempre en
este sacramento al hombre, lo hace su amigo, tal como dijo
en el Cenáculo: "Vosotros sois mis amigos" (Jn
15, 14). Esta acogida y la aceptación del hombre por parte
de Cristo es un beneficio inaudito. El hombre siente muy
profundamente el deseo de ser aceptado. Toda la vida del
hombre tiende en esta dirección, para ser acogido y aceptado
por Dios; y la Eucaristía expresa esto
sacramentalmente. Sin embargo, el hombre debe, como
dice San Pablo, "examinarse a sí mismo" (cf. 1 Cor 11,
28), de si es digno de ser aceptado por Cristo. La Eucaristía
es, en cierto sentido, un desafío constante para que el hombre
trate de ser aceptado, para que adapte su conciencia a las
exigencias de la santísima amistad divina.