1. En el antiguo Israel el mandamiento
fundamental del amor a Dios estaba incluido en la oración que se
rezaba diariamente: «El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno
solo. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu
alma y con todas tus fuerzas. Queden en tu corazón estos
mandamientos que te doy hoy. Se los repetirás a tus hijos y les
hablarás siempre de ellos, cuando estés en tu casa, cuando viajes,
cuando te acuestes y cuando te levantes» (Dt 6, 4-7)
En la base de esta exigencia de amar a Dios de
modo total se encuentra el amor que Dios mismo tiene al hombre.
Del pueblo al que ama con un amor de predilección espera una
auténtica respuesta de amor. Es un Dios celoso (cf. Ex 20,
5), que no puede tolerar la idolatría, la cual constituye una
continua tentación para su pueblo. De ahí el mandamiento: «No
tendrás otros dioses delante mí» (Ex 20, 3).
Israel comprende progresivamente que, por
encima de esta relación de profundo respeto y adoración exclusiva,
debe tener con respecto al Señor una actitud de hijo e incluso de
esposa. En ese sentido se ha de entender y leer el Cantar de los
cantares, que transfigura la belleza del amor humano en el diálogo
nupcial entre Dios y su pueblo.
El libro del Deuteronomio recuerda dos
características esenciales de ese amor. La primera es que el
hombre nunca sería capaz de tenerlo, si Dios no le diera la fuerza
mediante la «circuncisión del corazón» (cf. Dt 30, 6), que
elimina del corazón todo apego al pecado. La segunda es que ese
amor, lejos de reducirse al sentimiento, se hace realidad
«siguiendo los caminos» de Dios, «cumpliendo sus mandamientos,
preceptos y normas» (Dt 30, 16). Ésta es la condición para
tener «vida y felicidad», mientras que volver el corazón hacia
otros dioses lleva a encontrar «muerte y desgracia» (Dt 30,
15).
2. El mandamiento
del Deuteronomio no cambia en la enseñanza de Jesús, que lo define
«el mayor y el primer mandamiento», uniéndole íntimamente el del
amor al prójimo (cf. Mt 22, 4-40). Al volver a proponer ese
mandamiento con las mismas palabras del Antiguo Testamento, Jesús
muestra que en este punto la Revelación ya había alcanzado su
cima.
Al mismo tiempo,
precisamente en la persona de Jesús el sentido de este mandamiento
asume su plenitud. En efecto, en Él se realiza la máxima
intensidad del amor del hombre a Dios. Desde entonces en adelante
amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las
fuerzas, significa amar al Dios que se reveló en Cristo y amarlo
participando del amor mismo de Cristo, derramado en nosotros «por
el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5, 5).
3. La caridad
constituye la esencia del «mandamiento» nuevo que enseñó Jesús. En
efecto, la caridad es el alma de todos los mandamientos, cuya
observancia es ulteriormente reafirmada, más aún, se convierte en
la demostración evidente del amor a Dios: «En esto consiste el
amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos» (1 Jn 5,
3). Este amor, que es a la vez amor a Jesús, representa la
condición para ser amados por el Padre: «El que recibe mis
mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame,
será amado de mi Padre; y Yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn
14, 21).
El amor a Dios, que
resulta posible gracias al don del Espíritu, se funda, por tanto,
en la mediación de Jesús, como Él mismo afirma en la oración
sacerdotal: «Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré
dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en
ellos y yo en ellos» (Jn 17, 26). Esta mediación se
concreta sobre todo en el don que Él ha hecho de su vida, don que
por una parte testimonia el amor mayor y, por otra, exige la
observancia de lo que Jesús manda: «Nadie tiene mayor amor que el
que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis
lo que yo os mando» (Jn 15, 13-14).
La caridad
cristiana acude a esta fuente de amor, que es Jesús, el Hijo de
Dios entregado por nosotros. La capacidad de amar como Dios ama se
ofrece a todo cristiano como fruto del misterio pascual de muerte
y Resurrección.
4. La Iglesia ha
expresado esta sublime realidad enseñando que la caridad es una
virtud teologal, es decir, una virtud que se refiere directamente
a Dios y hace que las criaturas humanas entren en el círculo del
amor trinitario. En efecto, Dios Padre nos ama como ama Cristo,
viendo en nosotros Su imagen. Ésta, por decirlo así, es dibujada
en nosotros por el Espíritu Santo, que como un artista de iconos
la realiza en el tiempo.
También es el
Espíritu Santo quien traza en lo más íntimo de nuestra persona las
líneas fundamentales de la respuesta cristiana. El dinamismo del
amor a Dios brota de una especie de «con-naturalidad» realizada por
el Espíritu Santo, que nos «diviniza», según el lenguaje de la
tradición oriental.
Con la fuerza del
Espíritu Santo, la caridad anima la vida moral del cristiano,
orienta y refuerza todas las demás virtudes, las cuales edifican
en nosotros la estructura del hombre nuevo. Como dice el
Catecismo de la Iglesia Católica, «el ejercicio de todas las
virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es el
"vínculo de la perfección" (Col 3, 14); es la forma de las
virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término
de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra
facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del
amor divino» (n. 1827). Como cristianos, estamos siempre llamados
al amor.