1. La conversión, de la que
hemos hablado en las catequesis anteriores, está orientada a la
práctica del mandamiento del amor. En este año del Padre, es
particularmente oportuno poner de relieve la virtud teologal de la
caridad, según la indicación de la carta apostólica
Tertio
millennio adveniente (*) (cf. n. 50).
El apóstol san Juan recomienda:
«Queridos hermanos: amémonos unos a otros, ya que el amor es de
Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien
no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1 Jn 4,
7-8).
Estas palabras sublimes, al
tiempo que nos revelan la esencia misma de Dios como misterio de
caridad infinita, ponen también las bases en que se apoya la ética
cristiana, concentrada totalmente en el mandato del amor. El
hombre está llamado a amar a Dios con una entrega total y a tratar
a sus hermanos con una actitud de amor inspirado en el amor mismo
de Dios. Convertirse significa convertirse al amor.
Ya en el Antiguo Testamento se
puede descubrir la dinámica profunda de este mandamiento, en la
relación de alianza instaurada por Dios con Israel: por una parte
está la iniciativa de amor de Dios; por otra, la respuesta de amor
que él espera. Por ejemplo, en el libro del Deuteronomio se
presenta así la iniciativa divina: «No porque seáis el más
numeroso de todos los pueblos se ha prendado el Señor de vosotros
y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos;
sino por el amor que os tiene» (Dt 7, 7-8). A este amor de
predilección, totalmente gratuito, corresponde el mandamiento
fundamental, que orienta toda la religiosidad de Israel: «Amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas
tus fuerzas» (Dt 6, 5).
2. El Dios que ama es un Dios
que no permanece alejado, sino que interviene en la historia.
Cuando revela su nombre a Moisés, lo hace para garantizar su
asistencia amorosa en el acontecimiento salvífico del Éxodo, una
asistencia que durará para siempre (cf. Ex 3, 15). A través
de las palabras de los profetas, recordará continuamente a su
pueblo este gesto suyo de amor. Leemos, por ejemplo, en Jeremías:
«Así dice el Señor: halló gracia en el desierto el pueblo que se
libró de la espada: va a su descanso Israel. De lejos el Señor se
me apareció. Con amor eterno te he amado: por eso he reservado
gracia para ti» (Jr 31, 2-3).
Es un amor que asume rasgos de
una inmensa ternura (cf. Os 11, 8 ss; Jr 31, 20);
normalmente utiliza la imagen paterna, pero a veces se expresa
también con la metáfora nupcial: «Yo te desposaré conmigo para
siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y
en compasión» (Os 2, 21; cf. 18-25).
Incluso después de haber
constatado en su pueblo una repetida infidelidad a la alianza,
este Dios está dispuesto a ofrecer su amor, creando en el hombre
un corazón nuevo, que lo capacita para acoger sin reservas la ley
que se le da, como leemos en el profeta Jeremías: «Pondré mi ley
en su interior y sobre sus corazones la escribiré» (Jr 31, 33).
De forma similar, se lee en Ezequiel: «Os daré un corazón
nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra
carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez
36, 26).
3. El Nuevo Testamento nos
presenta esta dinámica del amor centrada en Jesús, Hijo amado por
el Padre (cf. Jn 3, 35; 5, 20; 10, 17), el cual se
manifiesta mediante Él. Los hombres participan en este amor
conociendo al Hijo, o sea, acogiendo su doctrina y su obra
redentora.
Sólo es posible acceder al amor
del Padre imitando al Hijo en el cumplimiento de los mandamientos
del Padre: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a
vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de
mi Padre, y permanezco en su amor» (Jn 15, 9-10). Así se
llega a participar también del conocimiento que el Hijo tiene del
Padre. «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que
hace su señor; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que
he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15).
4. El amor nos hace entrar
plenamente en la vida filial de Jesús, convirtiéndonos en hijos en
el Hijo: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos
hijos de Dios, pues lo somos. El mundo no nos conoce porque no le
conoció a Él» (1 Jn 3, 1). El amor transforma la vida e
ilumina también nuestro conocimiento de Dios, hasta alcanzar el
conocimiento perfecto del que habla san Pablo: «Ahora conozco de
un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido» (1
Co 13, 12).
Es preciso subrayar la relación
que existe entre conocimiento y amor. La conversión íntima que el
cristianismo propone es una auténtica experiencia de Dios, en el
sentido indicado por Jesús, durante la última cena, en la oración
sacerdotal: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el
único Dios verdadero, y al que Tú has enviado, Jesucristo»
(Jn
17, 3). Ciertamente, el conocimiento de Dios tiene también una
dimensión de orden intelectual (cf. Rm 1, 19-20). Pero la
experiencia viva del Padre y del Hijo se realiza en el amor, es
decir, en último término, en el Espíritu Santo, puesto que «el
amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5).
Gracias al Paráclito hacemos la
experiencia del amor paterno de Dios. Y el efecto más consolador
de su presencia en nosotros es precisamente la certeza de que este
amor perenne e ilimitado, con el que Dios nos ha amado primero, no
nos abandonará nunca: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?
(...) Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles
ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades
ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá
separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor
nuestro» (Rm 8, 35. 38-39). El corazón nuevo, que ama y
conoce, late en sintonía con Dios, que ama con un amor perenne.