1. Prosiguiendo la reflexión sobre el sacramento de la penitencia,
queremos hoy profundizar en una dimensión que lo caracteriza
intrínsecamente: la reconciliación. Este aspecto del sacramento se
presenta como antídoto y medicina con respecto al carácter
lacerante propio del pecado. En efecto, al pecar, el hombre no
sólo se aleja de Dios; también siembra gérmenes de división dentro
de sí mismo y en las relaciones con sus hermanos. Por ello, el
movimiento de regreso a Dios implica una reintegración de la
unidad dañada por el pecado.
2. La reconciliación es don del Padre.
Sólo Él puede realizarla. Por eso, representa ante todo una llamada
que viene de lo alto: «En nombre de Cristo, os suplicamos:
reconciliaos con Dios» (2 Co 5, 20). Como Jesús nos explica
en la parábola del Padre misericordioso (cf. Lc 15, 11-32),
para Él perdonar y reconciliar es una fiesta. El Padre, en ese
pasaje evangélico, como en otros muchos, no sólo ofrece perdón y
reconciliación; también muestra que esos dones son fuente de alegría
para todos.
En el Nuevo Testamento es significativo el
vínculo que existe entre la paternidad divina y la gran alegría del
banquete. Se compara el reino de Dios a un banquete donde el que
invita es precisamente el Padre (cf. Mt 8, 11; 22, 4; 26,
29). La culminación de toda la historia salvífica se expresa
asimismo con la imagen del banquete preparado por Dios Padre para
las bodas del Cordero (cf. Ap 19, 6-9).
3. En Cristo, Cordero sin mancha, entregado por
nuestros pecados (cf. 1 P 1, 19; Ap 5, 6; 12, 11)
se
concentra la reconciliación que procede del Padre. Jesucristo no
sólo es el Reconciliador, sino también la Reconciliación. Como
enseña san Pablo, el que hayamos llegado a ser criaturas nuevas,
renovadas por el Espíritu, «proviene de Dios, que nos reconcilió
consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación.
Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no
tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo
en nosotros la palabra de la reconciliación» (2 Co 5, 18-19).
Precisamente por el misterio de la
Cruz de
nuestro Señor Jesucristo se supera el drama de la división que
existía entre el hombre y Dios. En efecto, con la Pascua, el
misterio de la misericordia infinita del Padre penetra en las raíces
más oscuras de la iniquidad del ser humano. Allí tiene lugar un
movimiento de gracia que, si se acoge libremente, lleva a gustar la
dulzura de una plena reconciliación.
El abismo del dolor y de la renuncia de Cristo se
transforma así en una fuente inagotable de amor compasivo y
pacificador. El Redentor abre un camino de vuelta al Padre que
permite experimentar de nuevo la relación filial perdida y confiere
al ser humano las fuerzas necesarias para conservar esta comunión
profunda con Dios.
4. Por desgracia, también en la existencia
redimida existe la posibilidad de volver a pecar, y eso exige una
continua vigilancia. Además, incluso después del perdón, quedan las
«huellas del pecado» que han de borrarse y combatirse mediante un
programa penitencial de compromiso más intenso por el bien. Ese
compromiso exige, en primer lugar, la reparación de las injusticias,
físicas o morales, infligidas a grupos o personas. La conversión se
transforma así en un camino permanente, en el que el misterio de la
reconciliación realizado en el sacramento se presenta como punto de
llegada y punto de partida.
El encuentro con Cristo que perdona desarrolla en
nuestro corazón el dinamismo de la caridad trinitaria, que el
Ordo paenitentiae describe así: «Por medio del sacramento de la
penitencia el Padre acoge al hijo arrepentido que vuelve a Él,
Cristo toma en sus hombros a la oveja perdida para llevarla al
redil, y el Espíritu Santo santifica nuevamente su templo o
intensifica en Él su presencia. Signo de eso es la participación,
renovada y más fervorosa, en la mesa del Señor, en la gran alegría
del banquete que la Iglesia de Dios convoca para festejar el regreso
del hijo alejado» (n. 6; cf. también nn. 5 y 19).
5. El «Rito de la penitencia» expresa en la
fórmula de absolución el vínculo que existe entre el perdón y la
paz, que Dios Padre ofrece en la Pascua de su Hijo y «por el
ministerio de la Iglesia» (ib., 46). El sacramento, a la vez
que significa y realiza el don de la reconciliación, pone de relieve
que no sólo atañe a nuestra relación con Dios Padre, sino también a
la relación con nuestros hermanos. Son dos aspectos de la
reconciliación íntimamente vinculados entre sí. La acción
reconciliadora de Cristo tiene lugar en la Iglesia. Ésta no puede
reconciliar por sí misma, sino como instrumento vivo del perdón de
Cristo, en virtud de un mandato preciso del Señor (cf. Jn 20,
23; Mt 18, 18). Esta reconciliación en Cristo se realiza de
modo eminente en la celebración del sacramento de la penitencia.
Pero todo el ser íntimo de la Iglesia en su dimensión comunitaria se
caracteriza por la apertura permanente a la reconciliación.
Es preciso superar cierto individualismo al
concebir la reconciliación: toda la Iglesia contribuye a la
conversión de los pecadores, a través de la oración, la exhortación,
la corrección fraterna y el apoyo de la caridad. Sin la
reconciliación con los hermanos la caridad no se hace realidad en la
persona. De la misma manera que el pecado daña el tejido del Cuerpo
de Cristo, así también la reconciliación restablece la solidaridad
entre los miembros del pueblo de Dios.
6. La práctica penitencial antigua ponía de
relieve el aspecto comunitario eclesial de la reconciliación,
especialmente en el momento final de la absolución por parte del
obispo, con la readmisión plena de los penitentes en la comunidad.
La enseñanza de la Iglesia y la disciplina penitencial promulgada
después del concilio Vaticano II exhortan a redescubrir y a destacar
de nuevo la dimensión comunitaria-eclesial de la reconciliación (cf.
Lumen gentium, 11; y también Sacrosanctum Concilium,
27), sin descuidar la doctrina sobre la necesidad de la confesión
individual.
En el marco del gran jubileo del año 2000 será
importante proponer al pueblo de Dios itinerarios de reconciliación
adecuados y actualizados, que ayuden a redescubrir la índole
comunitaria no sólo de la penitencia, sino también de todo el
proyecto de salvación del Padre sobre la humanidad. Así se hará
realidad la enseñanza de la constitución Lumen gentium: «Dios
quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y
aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo, para
que lo conociera de verdad y le sirviera con una vida santa» (n. 9).