1. El camino hacia el Padre, propuesto a la
especial reflexión de este año de preparación para el gran jubileo,
implica también el redescubrimiento del sacramento de la penitencia
en su significado profundo de encuentro con Él, que perdona mediante
Cristo en el espíritu (cf.
Tertio millennio adveniente, 50).
Son varios los motivos por los que urge en la
Iglesia una reflexión seria sobre este sacramento. Lo exige, ante
todo, el anuncio del amor del Padre, como fundamento del vivir y el
obrar cristiano, en el marco de la sociedad actual, donde a menudo
se halla ofuscada la visión ética de la existencia humana. Si muchos
han perdido la dimensión del bien y del mal, es porque han perdido
el sentido de Dios, interpretando la culpa solamente según
perspectivas psicológicas o sociológicas. En segundo lugar, la
pastoral debe dar nuevo impulso a un itinerario de crecimiento en la
fe que subraye el valor del espíritu y de la práctica penitencial en
todo el arco de la vida cristiana.
2. El mensaje bíblico presenta esa dimensión
penitencial como compromiso permanente de conversión. Hacer
obras de penitencia supone una transformación de la conciencia, que
es fruto de la gracia de Dios. Sobre todo en el Nuevo Testamento la
conversión es exigida como opción fundamental a aquellos a quienes
se dirige la predicación del reino de Dios: «Convertíos y creed en
el Evangelio» (Mc 1, 15; cf. Mt 4, 17). Con estas
palabras Jesús inicia su ministerio y anuncia la plenitud de los
tiempos y la inminencia del reino. El «convertíos» (en griego,
metanoe¢te) es una llamada a cambiar el modo de pensar y actuar.
3. Esta invitación a la conversión constituye la
conclusión vital del anuncio que hacen los Apóstoles después de
Pentecostés. En él, el objeto del anuncio es explicitado plenamente:
ya no es genéricamente el «reino», sino la obra misma de Jesús,
insertada en el plan divino predicho por los profetas. Después del
anuncio de lo que aconteció en Jesucristo muerto, resucitado y vivo
en la gloria del Padre, hacen una apremiante invitación a la
conversión, a la que está vinculado también el perdón de los
pecados. Todo esto queda claramente de manifiesto en el discurso que
Pedro hace en el pórtico de Salomón: «Dios ha dado así cumplimiento
a lo que había anunciado por boca de todos los profetas, la pasión
de su Ungido. Arrepentíos, pues, y convertíos, para que sean
borrados vuestros pecados» (Hch 3, 18-19).
En el Antiguo Testamento, este perdón de los
pecados es prometido por Dios en el marco de la nueva alianza,
que él establecerá con su pueblo (cf. Jr 31, 31-34). Dios
escribirá la ley en el corazón. Desde esa perspectiva, la conversión
es un requisito de la alianza definitiva con Dios y, a la vez, una
actitud permanente de aquel que, acogiendo las palabras del anuncio
evangélico, entra a formar parte del reino de Dios en su dinamismo
histórico y escatológico.
4. En el sacramento de la reconciliación se
realizan y hacen visibles mistéricamente esos valores fundamentales
anunciados por la palabra de Dios. Ese sacramento vuelve a insertar
al hombre en el marco salvífico de la alianza y lo abre de nuevo a
la vida trinitaria, que es diálogo de gracia, comunicación de amor,
don y acogida del Espíritu Santo.
Una relectura atenta del Ordo paenitentiae
ayudará mucho a profundizar, con ocasión del jubileo, las
dimensiones esenciales de este sacramento. La madurez de la vida
eclesial depende, en gran parte, de su redescubrimiento. En efecto,
el sacramento de la reconciliación no se limita al momento
litúrgico-celebrativo, sino que lleva a vivir la actitud penitencial
como dimensión permanente de la experiencia cristiana. Es «un
acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro de la propia
verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación
en lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la
alegría perdida, la alegría de ser salvados, que la mayoría de los
hombres de nuestro tiempo ha dejado de gustar» (Reconciliatio et
paenitentia, 31, III).
5. Para los contenidos doctrinales de este
sacramento remito a la exhortación apostólica
Reconciliatio et
paenitentia (cf. nn. 28-34) y al Catecismo de la Iglesia
católica (cf. nn. 1420-1484), así como a las demás
intervenciones del Magisterio eclesial. Aquí deseo recordar la
importancia de la atención pastoral necesaria para que el pueblo de
Dios valore este sacramento, de modo que el anuncio de la
reconciliación, el camino de conversión e incluso la celebración del
sacramento logren tocar más el corazón de los hombres y mujeres de
nuestro tiempo.
En particular, deseo recordar a los pastores que
sólo es buen confesor el que es auténtico penitente. Los sacerdotes
saben que son depositarios de un poder que viene de lo alto: en
efecto, el perdón que transmiten «es el signo eficaz de la
intervención del Padre» (Reconciliatio et paenitentia, 31,
III), que hace resucitar de la muerte espiritual. Por eso, viviendo
con humildad y sencillez evangélica una dimensión tan esencial de su
ministerio, los confesores no deben descuidar su propio
perfeccionamiento y actualización, a fin de que no les falten nunca
las cualidades humanas y espirituales, tan necesarias para la
relación con las conciencias.
Pero, juntamente con los pastores, toda la
comunidad cristiana debe participar en la renovación pastoral del
sacramento de la reconciliación. Lo exige la «eclesialidad» propia
del sacramento. La comunidad eclesial es el seno que acoge al
pecador arrepentido y perdonado y, antes aún, crea el ambiente
adecuado para un camino de vuelta al Padre. En una comunidad
reconciliada y reconciliadora los pecadores pueden volver a
encontrar la senda perdida y la ayuda de los hermanos. Y, por
último, a través de la comunidad cristiana se puede trazar
nuevamente un sólido camino de caridad que, mediante las buenas
obras, haga visible el perdón recuperado, el mal reparado y la
esperanza de poder encontrar de nuevo los brazos misericordiosos del
Padre.