1. Continuando la profundización en el sentido de
la conversión, hoy trataremos de comprender también el significado
del perdón de los pecados que nos ofrece Cristo a través de la
mediación sacramental de la Iglesia.
Y en primer lugar queremos tomar conciencia del
mensaje bíblico sobre el perdón de Dios: mensaje ampliamente
desarrollado en el Antiguo Testamento y que encuentra su plenitud en
el Nuevo. La Iglesia ha insertado este contenido de su fe en el
Credo mismo, donde precisamente profesa el perdón de los pecados:
«Credo in remissionem peccatorum».
2. El Antiguo Testamento nos habla, de diversas
maneras, del perdón de los pecados. A este respecto, encontramos una
terminología muy variada: el pecado es «perdonado», «borrado» (Ex
32, 32), «expiado» (Is 6, 7), «echado a la espalda» (Is
38, 17). Por ejemplo, el Salmo 103 dice: «Él perdona todas tus
culpas, y cura todas tus enfermedades» (v. 3); «no nos trata como
merecen nuestros pecados; ni nos paga según nuestras culpas» (v.
10); «como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor
ternura por sus fieles» (v. 13).
Esta disponibilidad de Dios al perdón no atenúa
la responsabilidad del hombre ni la necesidad de su esfuerzo por
convertirse. Pero, como subraya el profeta Ezequiel, si el malvado
se aparta de su conducta perversa, su pecado ya no será recordado, y
vivirá (cf. Ez 18, espec. vv. 19-22).
3. En el Nuevo Testamento, el perdón de Dios se
manifiesta a través de las palabras y los gestos de Jesús. Al
perdonar los pecados, Jesús muestra el rostro de Dios Padre
misericordioso. Tomando posición contra algunas tendencias
religiosas caracterizadas por una hipócrita severidad con respecto a
los pecadores, explica en varias ocasiones cuán grande y profunda es
la misericordia del Padre para con todos sus hijos (cf. Catecismo
de la Iglesia católica, n. 1443).
Culmen de esta revelación puede considerarse la
sublime parábola normalmente llamada «del hijo pródigo», pero que
debería denominarse «del Padre misericordioso» (cf. Lc 15,
11-32). Aquí la actitud de Dios se presenta con rasgos realmente
conmovedores frente a los criterios y las expectativas del hombre.
Para comprender en toda su originalidad el comportamiento del padre
en la parábola es preciso tener presente que, en el marco social del
tiempo de Jesús, era normal que los hijos trabajaran en la casa
paterna, como los dos hijos del dueño de la viña, de la que nos
habla en otra parábola (cf. Mt 21, 28-31). Este régimen debía
durar hasta la muerte del padre, y sólo entonces los hijos se
repartían los bienes que les correspondían como herencia. En cambio,
en nuestro caso, el padre accede a la petición del hijo menor, que
quiere su parte de patrimonio, y reparte sus haberes entre él y su
hijo mayor (cf. Lc 15, 12).
4. La decisión del hijo menor de emanciparse,
dilapidando los bienes recibidos del padre y viviendo disolutamente
(cf. Lc 15, 13), es una descarada renuncia a la comunión familiar.
El hecho de alejarse de la casa paterna indica claramente el sentido
del pecado, con su carácter de ingrata rebelión y sus consecuencias,
incluso humanamente, penosas. Frente a la opción de este hijo, la
racionalidad humana, expresada de alguna manera en la protesta del
hermano mayor, hubiera aconsejado la severidad de un castigo
adecuado, antes que una plena reintegración en la familia.
El padre, por el contrario, al verlo llegar de
lejos, le sale al encuentro, conmovido, (o, mejor, «conmoviéndose en
sus entrañas», como dice literalmente el texto griego: Lc 15,
20), lo abraza con amor y quiere que todos lo festejen.
La misericordia paterna resalta aún más cuando
este padre, con un tierno reproche al hermano mayor, que reivindica
sus propios derechos (cf. Lc 15, 29 ss), lo invita al
banquete común de alegría. La pura legalidad queda superada por el
generoso y gratuito amor paterno, que va más allá de la justicia
humana, e invita a ambos hermanos a sentarse una vez más a la mesa
del padre.
El perdón no consiste sólo en recibir nuevamente
en el hogar paterno al hijo que se había alejado, sino también en
acogerlo en la alegría de una comunión restablecida, llevándolo de
la muerte a la vida. Por eso, «convenía celebrar una fiesta y
alegrarse» (Lc 15, 32).
El Padre misericordioso que abraza al hijo
perdido es el icono definitivo del Dios revelado por Cristo. Dios
es, ante todo y sobre todo, Padre. Es el Dios Padre que extiende sus
brazos misericordiosos para bendecir, esperando siempre, sin forzar
nunca a ninguno de sus hijos. Sus manos sostienen, estrechan, dan
fuerza y al mismo tiempo confortan, consuelan y acarician. Son manos
de padre y madre a la vez.
El padre misericordioso de la parábola contiene
en sí, trascendiéndolos, todos los rasgos de la paternidad y la
maternidad. Al arrojarse al cuello de su hijo, muestra la actitud de
una madre que acaricia al hijo y lo rodea con su calor. A la luz de
esta revelación del rostro y del corazón de Dios Padre se comprenden
las palabras de Jesús, desconcertantes para la lógica humana: «Habrá
más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por
noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión»
(Lc
15, 7). Así mismo: «Se produce alegría ante los ángeles de Dios por
un solo pecador que se convierte» (Lc 15, 10).
5. El misterio de la «vuelta a casa» expresa
admirablemente el encuentro entre el Padre y la humanidad, entre la
misericordia y la miseria, en un círculo de amor que no atañe sólo
al hijo perdido, sino que se extiende a todos.
La invitación al banquete, que el padre dirige al
hijo mayor, implica la exhortación del Padre celestial a todos los
miembros de la familia humana para que también ellos sean
misericordiosos.
La experiencia de la paternidad de Dios conlleva
la aceptación de la «fraternidad», precisamente porque Dios es Padre
de todos, incluso del hermano que yerra.
Al narrar la parábola, Jesús no solamente habla
del Padre; también deja vislumbrar sus propios sentimientos. Frente
a los fariseos y escribas, que lo acusan de recibir a los pecadores
y comer con ellos (cf. Lc 15, 2), demuestra que prefiere a
los pecadores y publicanos que se acercan a Él con confianza (cf.
Lc 15, 1) y así revela que fue enviado a manifestar la
misericordia del Padre. Es la misericordia que resplandece sobre
todo en el Gólgota, en el sacrificio que Cristo ofrece para el
perdón de los pecados (cf. Mt 26, 28).