1. «Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres
(...). Hemos pecado y cometido iniquidad, apartándonos de ti, y en
todo hemos delinquido, y no hemos obedecido a tus preceptos» (Dn
3, 26. 29). Así oraban los judíos después del exilio (cf. también
Ba 2, 11-13), asumiendo las culpas cometidas por sus padres. La
Iglesia imita su ejemplo y pide perdón por las culpas también
históricas de sus hijos.
En efecto, en nuestro siglo el acontecimiento del
concilio Vaticano II ha suscitado un notable impulso de renovación
de la Iglesia, para que, como comunidad de los salvados, se
convierta cada vez más en transparencia viva del mensaje de Jesús en
medio del mundo. La Iglesia, fiel a la enseñanza del último
concilio, toma cada vez mayor conciencia de que sólo con una
continua purificación de sus miembros e instituciones puede dar al
mundo un testimonio coherente del Señor. Por eso, «santa y siempre
necesitada de purificación, busca sin cesar la conversión y la
renovación» (Lumen gentium, 8).
2. El reconocimiento de las implicaciones
comunitarias del pecado impulsa a la Iglesia a pedir perdón por las
culpas históricas de sus hijos. A ello la induce la magnífica
ocasión del gran jubileo del año 2000, el cual, siguiendo las
enseñanzas del Vaticano II, quiere iniciar una nueva página de
historia, superando los obstáculos que aún dividen entre sí a los
seres humanos y, en particular, a los cristianos.
Por eso, en la carta apostólica
Tertio
millennio adveniente pedí que, al final de este segundo milenio,
«la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus
hijos, recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de
la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su
Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida
inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar
y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de
escándalo» (n. 33).
3. El reconocimiento de los pecados históricos
supone una toma de posición con respecto a los acontecimientos, tal
como realmente sucedieron y que sólo reconstrucciones históricas
serenas y completas pueden reproducir. Por otra parte, el juicio
sobre acontecimientos históricos no puede prescindir de una
consideración realista de los condicionamientos constituidos por los
diversos contextos culturales, antes de atribuir a los individuos
responsabilidades morales específicas.
Ciertamente, la Iglesia no teme la verdad que se
desprende de la historia y está dispuesta a reconocer los errores,
si quedan demostrados, sobre todo cuando se trata del respeto debido
a las personas y a las comunidades. Es propensa a desconfiar de
afirmaciones generalizadas de absolución o condena con respecto a
las diversas épocas históricas. Encomienda la investigación sobre el
pasado a la paciente y honrada reconstrucción científica, sin
prejuicios de tipo confesional o ideológico, tanto por lo que
respecta a las culpas que se le achacan, como por lo que atañe a las
injusticias que ha sufrido.
Cuando son demostradas por una seria
investigación histórica, la Iglesia siente el deber de reconocer las
culpas de sus miembros y pedir perdón a Dios y a los hermanos por
ellas. Esta petición de perdón no debe entenderse como ostentación
de fingida humildad, ni como rechazo de su historia bimilenaria,
ciertamente llena de méritos en los campos de la caridad, de la
cultura y de la santidad. Al contrario, responde a una irrenunciable
exigencia de verdad, que, además de los aspectos positivos, reconoce
los límites y las debilidades humanas de las diferentes generaciones
de los discípulos de Cristo.
4. La cercanía del jubileo atrae la atención
hacia algunos tipos de pecados presentes y pasados sobre los que, de
modo particular, es preciso invocar la misericordia del Padre.
Pienso, ante todo, en la dolorosa realidad de la
división entre los cristianos. Las laceraciones del pasado, en las
que ciertamente tienen culpa ambas partes, siguen siendo un
escándalo ante el mundo. Un segundo acto de arrepentimiento atañe a
la aceptación de métodos de intolerancia e incluso de violencia en
el servicio a la verdad (cf. ib., 35). Aunque muchos lo
hicieron de buena fe, ciertamente no fue evangélico pensar que la
verdad se debía imponer con la fuerza. Luego está la falta de
discernimiento de no pocos cristianos con respecto a situaciones de
violación de los derechos humanos fundamentales. La petición de
perdón vale para todo lo que se ha omitido o callado por debilidad o
por evaluación errónea, para lo que se ha hecho o dicho de modo
indeciso o poco idóneo.
Sobre estos puntos, y sobre otros,
«la
consideración de las circunstancias atenuantes no dispensa a la
Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de
tantos hijos suyos, que han desfigurado su rostro, impidiéndole
reflejar plenamente la imagen de su Señor crucificado, testigo
insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre» (ib.).
Así pues, la actitud penitencial de la Iglesia de
nuestro tiempo, en el umbral del tercer milenio, no pretende ser un
revisionismo histórico de conveniencia, que, por lo demás, sería tan
sospechoso como inútil. Más bien, dirige la mirada al pasado,
reconociendo las culpas, para que sirva de lección para un futuro de
testimonio más puro.