Catequesis sobre DIOS PADRE
por el Siervo de Dios
JUAN PABLO II

(en el siglo Karol Wojtyla)
Sumo Pontífice

 

PATER NOSTER

Pater noster, qui es in cælis, sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnum tuum. Fiat voluntas tua, sicut in cælo et in terra.

Panem nostrum quotidianum da nobis hodie. Et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris. Et ne nos inducas in tentationem: sed libera nos a malo.

Amen.

Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo.

Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.

Amén.

 
JESÚS  ENSEÑA A SUS DISCÍPULOS A ORAR
 
Audiencia del miércoles 14 de marzo de 1979
 
1. Durante la Cuaresma oímos frecuentemente las palabras: oración, ayuno, limosna. Estamos habituados a pensar en ellas como en obras piadosas y buenas que todo cristiano debe realizar sobre todo en este período. Tal modo de pensar es correcto, pero no completo. La oración, la limosna y el ayuno requieren ser comprendidos más profundamente, si queremos insertarlos más a fondo en nuestra vida, y no considerarlos simplemente como prácticas pasajeras, que exigen de nosotros sólo algo momentáneo o que sólo momentáneamente nos privan de algo. Con tal modo de pensar no llegaremos todavía al verdadero sentido y a la verdadera fuerza que la oración, el ayuno y la limosna tienen en el proceso de la conversión a Dios y de nuestra madurez espiritual. Una y otra van unidas: maduramos espiritualmente convirtiéndonos a Dios, y la conversión se realiza mediante la oración, como también mediante el ayuno y la limosna, entendidos adecuadamente.   
 
Acaso convenga decir enseguida que aquí no se trata sólo de “prácticas” pasajeras, sino de actitudes constantes que dan una forma duradera a nuestra conversión a Dios. La Cuaresma, como tiempo litúrgico, dura sólo 40 días al año: en cambio, debemos tender siempre a Dios; esto significa que es necesario convertirse continuamente. La Cuaresma debe dejar una impronta fuerte e indeleble en nuestra vida. Debe renovar en nosotros la conciencia de nuestra unión con Jesucristo, que nos hace ver la necesidad de la conversión y nos indica los caninos para realizarla. La oración, el ayuno y la limosna son precisamente los caminos que Cristo nos ha indicado. 
En las meditaciones que seguirán trataremos de entrever cuán profundamente penetran en el hombre estos caminos: qué significan para él. El cristiano debe comprender el verdadero sentido de estos caminos, si quiere seguirlos.
 
2. Primero, pues, el camino de la oración. Digo “primero”, porque deseo hablar de ella antes que de las otras. Pero diciendo “primero”, quiero añadir hoy que en la obra total de nuestra conversión, esto es, de nuestra maduración espiritual, la oración no está aislada de los otros dos caminos que la Iglesia define con el término evangélico de “ayuno y limosna”. El camino de la oración quizá nos resulta más familiar. Quizá comprendemos con más facilidad que sin ella no es posible convertirse a Dios, permanecer en unión con Él, en esa comunión que nos hace madurar espiritualmente. Sin duda, entre vosotros, que ahora me escucháis, hay muchísimos que tienen una experiencia propia de oración, que conocen sus varios aspectos y pueden hacer partícipes de ella a los demás. En efecto, aprendemos a orar, orando. El Señor Jesús nos ha enseñado a orar ante todo orando Él mismo: “y pasó la noche orando” (Lc 6, 12); otro día, como escribe San Mateo, “subió a un monte apartado para orar y, llegada la noche, estaba allí solo” (Mt 14, 23). Antes de su pasión y de su muerte fue al monte de los Olivos y animó a los Apóstoles a orar, y Él mismo, puesto de rodillas, oraba. Lleno de angustia, oraba más intensamente (cf. Lc 22, 39-46). Sólo una vez, cuando le preguntaron los Apóstoles: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11, 1), les dio el contenido más sencillo y más profundo de su oración: el “Padrenuestro”. 
 
Dado que es imposible encerrar en un breve discurso todo lo que se puede decir o lo que se ha escrito sobre el tema de la oración, querría hoy poner de relieve una sola cosa. Todos nosotros, cuando oramos, somos discípulos de Cristo, no porque repitamos las palabras que Él nos enseñó una vez -palabras sublimes, contenido completo de la oración-, somos discípulos de Cristo incluso cuando no utilizamos esas palabras. Somos sus discípulos sólo porque oramos: “Escucha al Maestro que ora; aprende a orar. Efectivamente, para esto oró Él, para enseñar a orar” afirma San Agustín (Enarrationes in Ps. 56, 5). Y un autor contemporáneo escribe: “Puesto que el fin del camino de la oración se pierde en Dios, y nadie conoce el camino excepto el que viene de Dios, Jesucristo, es necesario (...) fijar los ojos en Él sólo. Es el camino, la verdad y la vida. Sólo Él ha recorrido el camino en las dos direcciones. Es necesario poner nuestra mano en la suya y partir” (Y. Raguin, Chemins de la contemplation, Desclée de Brower, 1969, pág. 179). Orar significa hablar con Dios, significa encontrarse en el Único Verbo eterno a través del cual habla el Padre y que habla al Padre. Este Verbo se ha hecho carne, para que nos sea más fácil encontrarnos en Él también con nuestra palabra humana de oración. Esta palabra puede ser muy imperfecta a veces, puede tal vez hasta faltarnos, sin embargo esta incapacidad de nuestras palabras humanas se completa continuamente en el Verbo que se ha hecho carne para hablar al Padre con la plenitud de esa unión mística que forma con Él cada hombre que ora, que todos los que oran forman con Él. En esta particular unión con el Verbo está la grandeza de la oración, su dignidad y, de algún modo, su definición.   
 
Es necesario sobre todo comprender bien la grandeza fundamental y la dignidad de la oración. Oración de cada hombre y también de toda la Iglesia orante. La Iglesia llega, en cierto modo, tan lejos como la oración. Dondequiera haya un hombre que ora.
 
3. Es necesario orar basándose en este concepto esencial de la oración. Cuando los discípulos pidieron al Señor Jesús: “Enséñanos a orar”, Él respondió pronunciando las palabras de la oración del Padrenuestro, creando así un modelo concreto y al mismo tiempo universal. De hecho, todo lo que se puede y se debe decir al Padre está encerrado en las siete peticiones que todos sabemos de memoria. Hay en ellas una sencillez tal, que hasta un niño las aprende, y a la vez una profundidad tal, que se puede consumir una vida entera en meditar el sentido de cada una de ellas. ¿Acaso no es así? ¿No nos habla cada una de ellas, una tras otra, de lo que es esencial para nuestra existencia, dirigida totalmente a Dios, al Padre? ¿No nos habla del “pan de cada día”, del “perdón de nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos”, y al mismo tiempo de preservarnos de la “tentación” y de “librarnos del mal”?    
 
Cuando Cristo, respondiendo a la pregunta de los discípulos “Enséñanos a orar”, pronuncia las palabras de su oración, enseña no sólo las palabras, sino enseña que en nuestro coloquio con el Padre debemos tener una sinceridad total y una apertura plena. La oración debe abrazar todo lo que forma parte de nuestra vida. No puede ser algo suplementario o marginal. Todo debe encontrar en ella su propia voz. También todo lo que nos oprime; de lo que nos avergonzamos; lo que por su naturaleza nos separa de Dios. Precisamente esto, sobre todo. La oración es la que siempre, primera y esencialmente, derriba la barrera que el pecado y el mal pueden haber levantado entre Dios y nosotros. 
 
A través de la oración todo el mundo debe encontrar su referencia justa: esto es, la referencia a Dios: mi mundo interior y también el mundo objetivo, en el que vivimos y tal como lo conocemos. Si nos convertimos a Dios, todo en nosotros se dirige a Él. La oración es la expresión precisamente de este dirigirse a Dios; y esto es, al mismo tiempo, nuestra conversión continua: nuestro camino. 
 
Dice la Sagrada Escritura:   
 
“Como baja la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá sin haber empapado y fecundado la tierra y haberla hecho germinar, dando la simiente para sembrar y el pan para comer, así la palabra que sale de mi boca no vuelve a mí vacía, sino que hace lo que yo quiero y cumple su misión” (Is 55, 10-11).   
 
La oración es el camino del Verbo que abraza todo. Camino del Verbo eterno que atraviesa lo íntimo de tantos corazones, que vuelve a llevar al Padre todo lo que en Él tiene su origen. 
 
La oración es el sacrificio de nuestros labios (cf. Heb 13, 15). Es, como escribe San Ignacio de Antioquía, “agua viva que susurra dentro de nosotros y dice: ven al Padre” (cf. Carta Romanos VII, 2).  Con mi bendición apostólica. 

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LA PLEGARIA DEL PADRE NUESTRO

MENSAJE DEL SANTO PADRE  JUAN PABLO II
PARA LA  JORNADA MUNDIAL DE MISIONES 1999
 
Domingo 24 de Octubre 1999
 
1. La Jornada Misionera Mundial constituye cada año para la Iglesia una preciosa ocasión para reflexionar sobre su naturaleza misionera. Recordando siempre el mandato de Cristo: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19), la Iglesia es consciente de ser llamada a anunciar a los hombres de todo tiempo y lugar el amor del único Padre que, en Jesucristo, quiere reunir a sus hijos dispersos (cfr Jn 11,52).
 
En este último año del siglo que nos prepara al Gran Jubileo del 2000, es fuerte la invitación a alzar la mirada y el corazón hacia el Padre, para conocerlo “tal como El es, y tal como el Hijo nos lo ha revelado” (Catecismo de la Iglesia Católica –CIC- 2779). Leyendo bajo esta óptica el “Padre nuestro”, oración que el mismo Maestro Divino nos enseñó, podemos comprender más fácilmente cuál es la fuente del empeño apostólico de la Iglesia y cuáles las motivaciones fundamentales que la hacen misionera “hasta los extremos confines de la tierra”.
 
Padre nuestro que estás en el cielo
 
2. La Iglesia es misionera porque anuncia incansablemente que Dios es Padre, lleno de amor a todos los hombres. Todo ser humano y todo pueblo busca, a veces incluso inconscientemente, el rostro misterioso de Dios que, sin embargo, sólo el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, nos ha revelado plenamente (cfr Jn 1,18). Dios es “Padre de nuestro Señor Jesucristo”, y “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tim 2,4). Todos los que acogen su gracia descubren con estupor que son hijos del único Padre y se sienten deudores hacia todos del anuncio de la salvación.
 
En el mundo contemporáneo, sin embargo, muchos no reconocen aún al Dios de Jesucristo como Creador y Padre. Algunos, a veces también por culpa de los creyentes, han optado por la indiferencia y el ateísmo; otros, cultivando una vaga religiosidad, se han construído un Dios a su propia imagen y semejanza; otros lo consideran un ser totalmente inalcanzable.
 
Cometido de los creyentes es proclamar y testimoniar que, aunque “habita en una luz inaccesible” (1 Tim 6,16), el Padre celeste en su Hijo, encarnado en el seno de María Virgen, muerto y resucitado, se ha acercado a cada hombre y le hace capaz “de responderle, de conocerlo y de amarlo” (cfr CIC 52).
 
Santificado sea tu nombre
 
3. La conciencia de que el encuentro con Dios promueve y exalta la dignidad del hombre lleva a éste a orar así: “Santificado sea tu nombre”, es decir: “Se haga luminoso en nosotros tu conocimiento, para que podamos conocer la amplitud de tus beneficios, la extensión de tus promesas, la sublimidad de tu majestad y la profundidad de tus juicios” (San Francisco, Fuentes Franciscanas, 268).
 
El cristiano pide a Dios que sea santificado en sus hijos de adopción, así como también en todos los que no han sido alcanzados por su revelación, consciente de que es mediante la santidad que Él salva a la creación entera.
 
Para que el nombre de Dios sea santificado en las Naciones, la Iglesia trabaja para insertar a la humanidad y a la creación en el designio que el Creador, “en su benevolencia, se propuso de antemano”, “para ser santos e inmaculados en su presencia en la caridad” (cfr Ef 1,9.4).
 
Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad
 
4. Los creyentes invocan con tales palabras el adviento del Reino divino y el retorno glorioso de Cristo. Este deseo, sin embargo, no los aparta de la misión cotidiana en el mundo; más aún, los empeña mayormente. La venida del Reino ahora es obra del Espíritu Santo, que el Señor envió “a perfeccionar su obra en el mundo y cumplir toda santificación” (Misal Romano, Oración Eucarística IV).
 
En la cultura moderna es difuso un sentido de espera de una era nueva de paz, bienestar, solidaridad, respeto de los derechos, amor universal. Iluminada por el Espíritu, la Iglesia anuncia que este reino de justicia, de paz y de amor, ya proclamado en el Evangelio, se realiza misteriosamente en el curso de los siglos gracias a personas, familias y comunidades que optan por vivir de modo radical las enseñanzas de Cristo, según el espíritu de las Bienaventuranzas. Mediante su empeño, la misma sociedad temporal es estimulada a dirigirse hacia metas de mayor justicia y solidaridad.
 
La Iglesia proclama también que la voluntad del Padre es “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tim 2,4) mediante la adhesión a Cristo, cuyo mandamiento, “que resume todos los demás y que nos manifiesta toda su voluntad, es que nos amemos los unos a los otros como él nos ha amado” (CIC 2822).
 
Jesús nos invita a orar por esto y nos enseña que se entra en el Reino de los cielos no diciendo “Señor, Señor”, sino haciendo “la voluntad de su Padre que está en el cielo” (Mt 7,21).
 
Danos hoy nuestro pan de cada día
 
5. En nuestro tiempo es muy fuerte la conciencia de que todos tienen derecho al “pan cotidiano”, es decir, a lo necesario para vivir. Se siente igualmente la exigencia de una debida equidad y de una solidaridad compartida que una entre sí a los seres humanos. No obstante, muchísimos de ellos viven aún de modo no conforme su dignidad de personas. Baste pensar en los ambientes de miseria y de analfabetismo existentes en algunos Continentes, en la carencia de alojamientos y en la falta de asistencia sanitaria y de trabajo, en las opresiones políticas y en las guerras que destruyen pueblos de enteras regiones de la tierra.
 
¿Cuál es el cometido de los cristianos frente a tales escenarios dramáticos? ¿Qué relación tiene la fe en el Dios vivo y verdadero con la solución de los problemas que atormentan a la humanidad? Como escribí en la Redemptoris missio, “el desarrollo de un pueblo no deriva primariamente ni del dinero, ni de las ayudas materiales, ni de las estructuras técnicas, sino más bien de la formación de las conciencias, de la madurez de la mentalidad y de las costumbres. Es el hombre el protagonista del desarrollo, no el dinero ni la técnica. La Iglesia educa las conciencias revelando a los pueblos el Dios que buscan, pero que no conocen; la grandeza del hombre creado a imagen de Dios y amado por él; la igualdad de todos los hombres como hijos de Dios…” (n. 58). Anunciando que los hombres son hijos del mismo Padre, y por consiguiente hermanos, la Iglesia ofrece su contribución a la construcción de un mundo caracterizado por la fraternidad auténtica.
 
La comunidad cristiana está llamada a cooperar en el desarrollo y la paz con obras de promoción humana, con instituciones de educación y de formación al servicio de los jóvenes, con la constante denuncia de las opresiones e injusticias de todo tipo. La aportación específica de la Iglesia es, sin embargo, el anuncio del Evangelio, la formación cristiana de cada persona, de las familias, de las comunidades, siendo ella muy consciente de que su misión “no es actuar directamente en el plano económico, técnico, político o contribuir materialmente al desarrollo, sino que consiste esencialmente en ofrecer a los pueblos no un “tener más”, sino un “ser más”, despertando las conciencias con el Evangelio. El desarrollo humano auténtico debe echar sus raíces en una evangelización cada vez más profunda” (Redemptoris missio, n. 58).
 
Perdona nuestras ofensas
 
6. El pecado está presente en la historia de la humanidad, desde los inicios. Resquebraja la vinculación originaria de la creatura con Dios, con graves consecuencias para su vida y para la de los demás. Y hoy, además, ¿cómo no subrayar que las múltiples expresiones del mal y del pecado encuentran con frecuencia un aliado en los medios de comunicación social? ¿Y cómo no observar que “para muchos son el principal instrumento informativo y formativo, de orientación e inspiración para los comportamientos individuales, familiares y sociales” (Redemptoris Missio, n. 37/c), está constituído precisamente por los diversos mass media?
 
La actividad misionera debe llevar a individuos y pueblos el gozoso anuncio de la bondad misericordiosa del Señor. El Padre que está en el cielo, como demuestra claramente la parábola del hijo pródigo, es bueno y perdona al pecador arrepentido, olvida la culpa y restituye serenidad y paz. He aquí el auténtico rostro de Dios, Padre lleno de amor, que da fuerza para vencer el mal con el bien y hace capaz a quien recambia su amor de contribuir a la redención del mundo.
 
Como nosotros perdonamos a los que nos ofenden
 
7. La Iglesia es llamada, con su misión, a hacer presente la confortante realidad de la paternidad divina no sólo con palabras, sino sobre todo con la santidad de los misioneros y del pueblo de Dios. “El renovado impulso hacia la misión ad gentes –escribí en la Redemptoris Missio- exige misioneros santos. No basta renovar los métodos pastorales, ni organizar y coordinar mejor las fuerzas eclesiales, ni explorar con mayor agudeza los fundamentos bíblicos y teológicos de la fe: es necesario suscitar un nuevo ‘anhelo de santidad’ entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana” (n. 90).
 
De frente a las terribles y múltiples consecuencias del pecado, los creyentes tienen el cometido de ofrecer signos de perdón y de amor. Sólo si en su vida han experimentado ya el amor de Dios pueden ser capaces de amar a los demás de manera generosa y transparente. El perdón es alta expresión de la caridad divina, dada en don a quien la pide con insistencia.
 
No nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal
 
8. Con estas últimas peticiones, en el “Padre nuestro” pedimos a Dios que no permita que emprendamos el camino del pecado y que nos libre de un mal inspirado con frecuencia por un ser personal, Satanás, que quiere obstaculizar el designio de Dios y la obra de salvación por Él realizada en Cristo.
 
Conscientes de ser llamados a llevar el anuncio de la salvación a un mundo dominado por el pecado y por el Maligno, los cristianos son invitados a encomendarse a Dios, pidiéndole que la victoria sobre el Príncipe del mundo (cfr Jn 14,30), conquistada una vez para siempre por Cristo, sea experiencia cotidiana de su vida.
 
En contextos sociales fuertemente dominados por lógicas de poder y de violencia, la misión de la Iglesia es testimoniar el amor de Dios y la fuerza del Evangelio, que rompen el odio y la violencia, el egoísmo y la indiferencia. El Espíritu de Pentecostés renueva al pueblo cristiano, rescatado por la sangre de Cristo. Esta pequeña grey es enviada por doquier, pobre de medios humanos pero libre de condicionamientos, cual fermento de una nueva humanidad.
 
Conclusiones finales
 
9. Queridísimos Hermanos y Hermanas: la Jornada Misionera ofrece a cada uno la oportunidad de evidenciar mejor esta común vocación misionera, que impulsa a los discípulos de Cristo a hacerse apóstoles de su Evangelio de reconciliación y de paz. La misión de salvación es universal: para cada hombre y para todo el hombre. Es cometido de todo el pueblo de Dios, de todos los fieles. La actividad misionera debe, por tanto, constituir la pasión de cada cristiano; pasión por la salvación del mundo y ardiente empeño por instaurar el Reino del Padre.
 
Para que esto se verifique es necesario una oración incesante que alimente el deseo de llevar a Cristo a todos los hombres. Es necesario el ofrecimiento del propio sufrimiento, en unión con el del Salvador. Se necesita asimismo empeño personal en sostener a los organismos de cooperación misionera. Entre éstos, exhorto a tener en particular consideración a las Obras Misionales Pontificias, que tienen el cometido de solicitar oraciones por las misiones, promover su causa y procurar los medios para su actividad de evangelización. Ellas trabajan en estrecha colaboración con la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, que coordina el esfuerzo misionero en unidad de intentos con las Iglesias particulares y con las varias Instituciones misioneras presentes en la entera Comunidad eclesial.
 
Todos los que trabajan en las vanguardias de la Iglesia son como centinelas en las murallas de la Ciudad de Dios, a los que preguntamos: “Centinela, ¿qué hay de la noche? (Is 21,11), recibiendo la respuesta: “¡Una voz! Tus vigías alzan la voz, a una dan gritos de júbilo, porque con sus propios ojos ven el retorno de Yahvéh a Sión” (Is 52,8). Su testimonio generoso en cada ángulo de tierra anuncia que, “en la proximidad del tercer milenio de la Redención, Dios está preparando una gran primavera cristiana, de la que ya se vislumbra su comienzo” (Redemptoris Missio, n. 86).
 
María, la “Estrella Matutina”, nos ayude a repetir con ardor siempre nuevo el “Fiat” al designio de salvación del Padre, para que todos los pueblos y todas las lenguas puedan ver su gloria (cfr Is 66,18). Con tales auspicios, envío de corazón a los misioneros y a todos lo que promueven la causa misionera una especial Bendición Apostólica.
 
En el Vaticano, 23 de mayo de 1999, Solemnidad de Pentecostés.

 
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ORACIÓN PARA IMPLORAR FAVORES

 POR INTERCESIÓN DEL SIERVO DE DIOS EL PAPA JUAN PABLO II

Oh Trinidad Santa,  te damos gracias por haber concedido a la Iglesia al Papa Juan Pablo II y porque en él has reflejado la ternura de Tu paternidad, la gloria de la Cruz de Cristo y el esplendor del Espíritu de amor. El, confiando totalmente en tu infinita misericordia y en la maternal intercesión de María, nos ha mostrado una imagen viva de Jesús Buen Pastor, indicándonos la santidad, alto grado de la vida cristiana ordinaria, como camino para alcanzar la comunión eterna Contigo.  Concédenos, por su intercesión, y si es Tu voluntad, el favor que imploramos, con la esperanza de que sea pronto incluido en el número de tus santos.

Padrenuestro. Avemaría. Gloria.

Con aprobación eclesiástica

CARD. CAMILLO RUINI
Vicario General de Su Santidad
para la Diócesis de Roma


Se ruega a quienes obtengan gracias por intercesión del Siervo de Dios Juan Pablo II, las comuniquen al Postulador de la Causa, Monseñor Slawomir Oder. Vicariato di Roma. Piazza San Giovanni in Laterano 6/A  00184 ROMA . También puede enviar su testimonio  por correo electrónico a la siguiente dirección: postulazione.giovannipaoloii@vicariatusurbis.org



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