1. Prosiguiendo nuestra reflexión sobre el camino
de conversión, sostenidos por la certeza del amor del Padre,
queremos centrar hoy nuestra atención en el sentido del pecado,
tanto personal como social.
Examinemos, ante todo, la actitud de Jesús, que
vino precisamente para liberar a los hombres del pecado y de la
influencia de Satanás.
El Nuevo Testamento subraya con fuerza la
autoridad de Jesús sobre los demonios, que expulsa «por el dedo de
Dios» (Lc 11, 20). Desde la perspectiva evangélica, la
liberación de los endemoniados (cf. Mc 5, 1-20) cobra un
significado más amplio que la simple curación física, puesto que el
mal físico se relaciona con un mal interior. La enfermedad de la que
Jesús libera es, ante todo, la del pecado. Jesús mismo lo explica
con ocasión de la curación del paralítico: «Pues para que sepáis que
el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados
-dice al paralítico-: "A ti te digo, levántate, toma tu camilla y
vete a tu casa"» (Mc 2, 10-11). Antes que en las curaciones,
Jesús venció el pecado superando él mismo las «tentaciones» que el
diablo le presentó en el período que pasó en el desierto, después de
recibir el bautismo de Juan (cf. Mc 1, 12-13; Mt 4,
1-11; Lc 4, 1-13). Para combatir el pecado que anida dentro
de nosotros y en nuestro entorno, debemos seguir los pasos de Jesús
y aprender el gusto del «sí» que él dijo continuamente al proyecto
de amor del Padre. Este «sí» requiere todo nuestro esfuerzo, pero no
podríamos pronunciarlo sin la ayuda de la gracia, que Jesús mismo
nos ha obtenido con su obra redentora.
2. Al dirigir nuestra mirada ahora al mundo
contemporáneo, debemos constatar que en él la conciencia del pecado
se ha debilitado notablemente. A causa de una difundida indiferencia
religiosa, o del rechazo de cuanto la recta razón y la Revelación
nos dicen acerca de Dios, muchos hombres y mujeres pierden el
sentido de la alianza de Dios y de sus mandamientos. Además, muy a
menudo la responsabilidad humana se ofusca por la pretensión de una
libertad absoluta, que se considera amenazada y condicionada por
Dios, legislador supremo.
El drama de la situación contemporánea, que da la
impresión de abandonar algunos valores morales fundamentales,
depende en gran parte de la pérdida del sentido del pecado. A este
respecto, advertimos cuán grande debe ser el camino de la «nueva
evangelización». Es preciso hacer que la conciencia recupere el
sentido de Dios, de su misericordia y de la gratuidad de sus dones,
para que pueda reconocer la gravedad del pecado, que pone al hombre
contra su Creador. Es necesario reconocer y defender como don
precioso de Dios la consistencia de la libertad personal, ante la
tendencia a disolverla en la cadena de condicionamientos sociales o
a separarla de su referencia irrenunciable al Creador.
3. También es verdad que el pecado personal tiene
siempre una dimensión social. El pecador, a la vez que ofende a Dios
y se daña a sí mismo, se hace responsable también del mal testimonio
y de la influencia negativa de su comportamiento. Incluso cuando el
pecado es interior, empeora de alguna manera la condición humana y
constituye una disminución de la contribución que todo hombre está
llamado a dar al progreso espiritual de la comunidad humana.
Además de todo esto, los pecados de cada uno
consolidan las formas de pecado social que son precisamente fruto de
la acumulación de muchas culpas personales. Es evidente que las
verdaderas responsabilidades siguen correspondiendo a las personas,
dado que la estructura social en cuanto tal no es sujeto de actos
morales. Como recuerda la Exhortación Apostólica
Reconciliatio et paenitentia, «la Iglesia, cuando habla de
situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales
determinadas situaciones o comportamientos colectivos de grupos
sociales más o menos amplios, o hasta de enteras naciones y bloques
de naciones, sabe y proclama que estos casos de pecado social son el
fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados
personales. (...) Las verdaderas responsabilidades son de las
personas» (n. 16).
Sin embargo, como he afirmado muchas veces, es un
hecho incontrovertible que la interdependencia de los sistemas
sociales, económicos y políticos crea en el mundo actual múltiples
estructuras de pecado (cf. Sollicitudo rei socialis, 36;
Catecismo de la Iglesia católica, n. 1869). Existe una tremenda
fuerza de atracción del mal que lleva a considerar como «normales» e
«inevitables» muchas actitudes. El mal aumenta y presiona, con
efectos devastadores, las conciencias, que quedan desorientadas y ni
siquiera son capaces de discernir. Asimismo, al pensar en las
estructuras de pecado que frenan el desarrollo de los pueblos menos
favorecidos desde el punto de vista económico y político (cf.
Sollicitudo rei socialis, 37), se siente la tentación de
rendirse frente a un mal moral que parece inevitable. Muchas
personas se sienten impotentes y desconcertadas frente a una
situación que las supera y a la que no ven camino de salida. Pero el
anuncio de la victoria de Cristo sobre el mal nos da la certeza de
que incluso las estructuras más consolidadas por el mal pueden ser
vencidas y sustituidas por «estructuras de bien» (cf.
Sollicitudo rei socialis,
39).
4. La «nueva evangelización» afronta este
desafío. Debe esforzarse para que todos los hombres recuperen la
certeza de que en Cristo es posible vencer el mal con el bien. Es
preciso educar en el sentido de la responsabilidad personal,
vinculada íntimamente a los imperativos morales y a la conciencia
del pecado. El camino de conversión implica la exclusión de toda
connivencia con las estructuras de pecado que hoy particularmente
condicionan a las personas en los diversos ambientes de vida.
El jubileo puede constituir una ocasión
providencial para que las personas y las comunidades caminen en esta
dirección, promoviendo una auténtica metánoia, o sea, un cambio de
mentalidad, que contribuya a la creación de estructuras más justas y
humanas, en beneficio del bien común.