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(en el siglo Karol Wojtyla)
Sumo Pontífice
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PATER NOSTER |
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Pater noster, qui es in cælis, sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnum
tuum. Fiat voluntas tua, sicut in cælo et in terra.
Panem nostrum quotidianum da nobis hodie. Et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris. Et ne nos inducas in tentationem:
sed libera nos a malo.
Amen.
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Padre nuestro, que
estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro
pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a
los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.
Amén.
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LA VIDA CRISTIANA COMO CAMINO HACIA LA PLENA
COMUNIÓN CON
DIOS
Audiencia del miércoles 11 de agosto de 1999
1. Después de haber meditado en la meta
escatológica de nuestra existencia, es decir, en la vida eterna,
queremos reflexionar ahora en el camino que conduce a ella. Por eso,
desarrollamos la perspectiva presentada en la carta apostólica
Tertio millennio adveniente: «Toda la vida cristiana es como una
gran peregrinación hacia la casa del Padre, del cual se descubre
cada día su amor incondicional por toda criatura humana, y en
particular por el el hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32). Esta
peregrinación afecta a lo íntimo de la persona, prolongándose
después a la comunidad creyente para alcanzar a la humanidad entera»
(n. 49).
En realidad, lo que el cristiano vivirá un día en
plenitud, ya se ha anticipado en cierto modo ahora. En efecto, la
Pascua del Señor es inauguración de la vida del mundo futuro.
2. El Antiguo Testamento prepara el anuncio de
esta verdad a través de la compleja temática del Éxodo. El
camino del pueblo elegido hacia la tierra prometida (cf. Ex
6, 6) es como un magnífico icono del camino del cristiano hacia la
casa del Padre. Obviamente, la diferencia es fundamental: en el
antiguo Éxodo la liberación estaba orientada a la posesión de la
tierra, don provisional como todas las realidades humanas; en
cambio, el nuevo «Éxodo» consiste en el itinerario hacia la casa del
Padre, en una perspectiva de índole definitiva y de eternidad, que
trasciende la historia humana y cósmica. La tierra prometida del
Antiguo Testamento se perdió de hecho con la caída de los dos reinos
y con el destierro de Babilonia, después del cual se desarrolló la
idea de un regreso como nuevo Éxodo. Sin embargo, este camino no
llevó únicamente a otro asentamiento de tipo geográfico o político,
sino que se abrió a una visión «escatológica» que ya preludiaba la
revelación plena en Cristo. En esta dirección se orientan
precisamente las imágenes universalistas que, en el libro de Isaías,
describen el camino de los pueblos y de la historia hacia una nueva
Jerusalén, centro del mundo (cf. Is 56-66).
3. El Nuevo Testamento anuncia el cumplimiento de
esta gran espera, señalando en Cristo al Salvador del mundo: «Al
llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de
mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo
la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4,
4-5). A la luz de este anuncio, la vida presente ya está bajo el
signo de la salvación. Ésta se realiza en el acontecimiento de Jesús
de Nazaret, que culmina en la Pascua, pero su realización plena
tendrá lugar en la «parusía», en la última venida de Cristo.
Según el apóstol Pablo, este itinerario de
salvación, que une el pasado con el presente, proyectándolo al
futuro, es fruto de un designio de Dios, centrado totalmente en el
misterio de Cristo. Se trata del «misterio de su voluntad según el
benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo
en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por
cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef
1, 9-10; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1042 ss).
En este designio divino, el presente es el tiempo
del «ya, pero todavía no», tiempo de la salvación ya realizada y del
camino hacia su actuación perfecta: «Hasta que lleguemos todos a la
unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado
de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef
4, 13).
4. El crecimiento hacia esa perfección en Cristo
y, por tanto, hacia la experiencia del misterio trinitario, implica
que la Pascua sólo se ha de realizar y celebrar plenamente en el
reino escatológico de Dios (cf. Lc 22, 16). Pero el
acontecimiento de la encarnación, de la cruz y de la resurrección
constituye ya la revelación definitiva de Dios. El ofrecimiento de
redención que dicho acontecimiento entraña se inscribe en la
historia de nuestra libertad humana, llamada a responder a la
invitación de salvación.
La vida cristiana es participación en el misterio
pascual, como camino de cruz y resurrección. Camino de cruz, porque
nuestra existencia pasa continuamente por la criba purificadora que
lleva a superar el viejo mundo marcado por el pecado. Camino de
resurrección, porque el Padre, al resucitar a Cristo, ha derrotado
el pecado, por lo cual, en el creyente, el «juicio de la cruz» se
convierte en «justicia de Dios», es decir, en triunfo de su verdad y
de su amor sobre la perversidad del mundo.
5. La vida cristiana es, en definitiva, un
crecimiento en el misterio de la Pascua eterna. Por tanto, exige
tener la mirada fija en la meta, en las realidades últimas, y, al
mismo tiempo, comprometerse en las realidades «penúltimas»: entre
éstas y la meta escatológica no hay oposición, sino, al contrario,
una relación de mutua fecundación. Aunque es preciso afirmar siempre
el primado de lo eterno, eso no impide que vivamos rectamente, a la
luz de Dios, las realidades históricas (cf. Catecismo de la
Iglesia católica, n. 1048 ss).
Se trata de purificar toda expresión de lo humano
y toda actividad terrena, para que en ellas se refleje cada vez más
el misterio de la Pascua del Señor. En efecto, como nos ha recordado
el Concilio, la actividad humana, que lleva siempre consigo el signo
del pecado, es purificada y elevada hasta la perfección por el
misterio pascual, de modo que «los bienes de la dignidad humana, la
comunión fraterna y la libertad, es decir, todos los frutos buenos
de la naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado
por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los
encontramos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y
transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y
universal» (Gaudium et spes, 39). Esta luz de eternidad ilumina la vida y toda la
historia del hombre sobre la tierra.

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JESUCRISTO, INAUGURACIÓN Y CUMPLIMIENTO DEL REINO
DE DIOS PADRE
Audiencia del
miércoles 18 de marzo de 1987
1. “Se ha cumplido el
tiempo, está cerca el reino de Dios” (Mc
1, 15). Con estas palabras Jesús de Nazaret
comienza su predicación mesiánica. El reino de
Dios, que en Jesús irrumpe en la vida y en
la historia del hombre, constituye el
cumplimiento de las promesas de salvación que
Israel había recibido del Señor.
Jesús se revela Mesías, no
porque busque un dominio temporal y político según
la concepción de sus contemporáneos, sino porque
con sumisión se culmina en la
Pasión-Muerte-Resurrección, “todas las promesas
de Dios son ‘sí’” (2 Cor 1, 20).
2. Para comprender plenamente
la misión de Jesús es necesario recordar el
mensaje del Antiguo Testamento que proclama la
realeza salvífica del Señor. En el cántico de
Moisés (Ex15, 1-18), el Señor es aclamado
“rey” porque ha liberado maravillosamente a su
pueblo y lo ha guiado, con potencia y amor, a la
comunión con Él y con los hermanos en el gozo de
la libertad. También el antiquísimo Salmo 28/29 da
testimonio de la misma fe: el Señor es contemplado
en la potencia de su realeza, que domina todo lo
creado y comunica a su pueblo fuerza, bendición y
paz (Sal 28/29, 10). Pero la fe en el Señor
“rey” se presenta completamente penetrada por el
tema de la salvación, sobre todo en la vocación de
Isaías. El “Rey” contemplado por el Profeta con
los ojos de la fe “sobre un trono alto y
sublime” (Is 6, 1 ) es Dios en el
misterio de su santidad transcendente y de su
bondad misericordiosa, con la que se hace presente
a su pueblo como fuente de amor que purifica,
perdona, salva: “Santo, Santo, Santo, Yahvé de
los ejércitos. Está la tierra llena de tu gloria”
(Is 6, 3).
Esta fe en la realeza salvífica
del Señor impidió que, en el pueblo de la alianza,
la monarquía se desarrollase de forma autónoma,
como ocurría en el resto de las naciones: El rey
es el elegido, el ungido del Señor y, como tal, es
el instrumento mediante el cual Dios mismo ejerce
su soberanía sobre Israel (cf. 1 Sam 12,
12-15). “El Señor reina”, proclaman continuamente
los Salmos (cf. 5, 3; 9, 6; 28/29, 10; 92/93, 1;
96/97, 1-4; 145/146, 10).
3. Frente a la experiencia
dolorosa de los límites humanos y del pecado, los
Profetas anuncian una nueva Alianza, en la
que el Señor mismo será el guía salvífico y real
de su pueblo renovado (cf. Jer 31, 31-34;
Ez 34, 7-16; 36, 24-28).
En este contexto surge la
expectación de un nuevo David, que el Señor
suscitará para que sea el instrumento del éxodo,
de la liberación, de la salvación (Ez 34,
23-25; cf. Jer 23, 5-6). Desde ese momento
la figura del Mesías aparece en relación íntima
con la manifestación de la realeza plena de Dios.
Tras el exilio, aún cuando la
institución de la monarquía decayera en Israel, se
continuó profundizando la fe en la realeza que
Dios ejerce sobre su pueblo y que se extenderá
hasta “los confines de la tierra”. Los Salmos que
cantan al Señor rey constituyen el testimonio más
significativo de esta esperanza (cf. Sal
95/96 - 98/99).
Esta esperanza alcanza su grado
máximo de intensidad cuando la mirada de la fe,
dirigiéndose más allá del tiempo de la historia
humana, llegará a comprender que sólo en la
eternidad futura se establecerá el reino de Dios
en todo su poder: entonces, mediante la
resurrección, los redimidos se encontrarán en la
plena comunión de vida y de amor con el Señor (cf.
Dan 7, 9-10; 12, 2-3).
4. Jesús alude a esta
esperanza del Antiguo Testamento y proclama su
cumplimiento. El Reino de Dios constituye
el tema central de su predicación, como lo
demuestran sobre todo las parábolas.
La parábola del sembrador
(Mt 13, 3-8) proclama que el Reino de
Dios está ya actuando en la predicación de
Jesús; al mismo tiempo invita a contemplar a
abundancia de frutos que constituirán la riqueza
sobreabundante del reino al final de los tiempos.
La parábola de la semilla que crece por sí sola
(Mc 4, 26-29) subraya que el reino no es
obra humana, sino únicamente don del amor de Dios
que actúa en el corazón de los creyentes y guía la
historia humana hacia su realización definitiva en
la comunión eterna con el Señor. La parábola de
la cizaña en medio del trigo (Mt 13,
24-30) y la parábola de la red para pescar
(Mt 13, 47-52) se refieren, sobre todo, a
la presencia, ya operante, de la salvación de
Dios. Pero, junto a los “hijos del reino”, se
hallan también los “hijos del maligno”, los que
realizan la iniquidad: sólo al final de la
historia serán destruidas las potencias del mal, y
quien hay cogido el reino estará para siempre con
el Señor. Finalmente, la parábola del tesoro
escondido y la parábola de la perla
preciosa (Mt 13, 44-46), expresan el
valor supremo y absoluto del Reino de Dios:
quien lo percibe, está dispuesto a afrontar
cualquier sacrificio y renuncia para entrar en él.
5. De la enseñanza de Jesús
nace una riqueza muy iluminadora. El Reino
de Dios, en su plena y total realización, es
ciertamente futuro, “debe venir” (cf.
Mc 9, 1; Lc 22, 18); la oración del
Padrenuestro enseña a pedir su venida:
“Venga a nosotros tu reino” (Mt 6,
10).
Pero al mismo tiempo, Jesús
afirma que el Reino de Dios “ya ha
venido” (Mt 12, 28), “está
dentro de vosotros” (Lc 17, 21)
mediante la predicación y las obras de Jesús.
Por otra parte, de todo el Nuevo Testamento se
deduce que la Iglesia, fundada por Jesús, es el
lugar donde la realeza de Dios se hace presente,
en Cristo, como don de salvación en la fe, de vida
nueva en el Espíritu, de comunión en la caridad.
Se ve así la relación íntima
entre el reino y Jesús, una relación tan estrecha
que el Reino de Dios puede llamarse también
“Reino de Jesús” (Ef 5, 5; 2 Pe
1, 11), como afirma, por lo demás, el mismo Jesús
ante Pilato al decir que “su” reino no es de este
mundo (cf. 18, 36).
6. Desde esta perspectiva
podemos comprender las condiciones indicadas por
Jesús para entrar en el reino se pueden resumir en
la palabra “conversión”. Mediante
la conversión el hombre se abre al don de Dios
(cf. Lc 12, 32), que llama “a su reino y
a su gloria” (1 Tes 2, 12); acoge como
un niño el reino (Mc 10, 15) y está
dispuesto a todo tipo de renuncias para poder
entrar en él (cf. Lc 18, 29; Mt 19,
29; Mc 10, 29)
El Reino de Dios exige
una “justicia” profunda o nueva (Mt 5, 20);
requiere empeño en el cumplimiento de la
“voluntad de Dios” (Mt 7, 21),
implica sencillez interior “como los niños”
(Mt 18, 3; Mc 10, 15); comporta la
superación del obstáculo constituido por las
riquezas (cf. Mc 10, 23-24).
7. Las bienaventuranzas
proclamadas por Jesús (cf. Mt 5, 3-12) se
presentan como la “Carta magna” del reino de los
cielos, dado a los pobres de espíritu, a los
afligidos, a los humildes, a quien tiene hambre y
sed de justicia, a los misericordiosos, a los
puros de corazón, a los artífices de paz, a los
perseguidos por causa de la justicia. Las
bienaventuranzas no muestran sólo las exigencias
del reino; manifiestan ante todo la obra que Dios
realiza en nosotros haciéndonos semejantes a su
Hijo (Rom 8, 29) y capaces de tener sus
sentimientos (Flp 2, 5 ss.) de amor y de
perdón (cf. Jn 13, 34-35; Col 3,
13).
8. La enseñanza de Jesús sobre
el Reino de Dios es testimoniada por la Iglesia
del Nuevo Testamento, que vivió esta enseñanza con
la alegría de su fe pascual. La Iglesia es la
comunidad de los “pequeños” que el Padre “ha
liberado del poder de las tinieblas y ha
trasladado al reino del Hijo de su amor” (Col
1, 13); es la comunidad de los que viven “en
Cristo”, dejándose guiar por el Espíritu en el
camino de la paz (Lc 1, 79), y que luchan
para no “caer en la tentación” y evitar la
obras de la “carne”, sabiendo muy bien que
“quienes tales cosas hacen no heredarán el reino
de Dios” (Gál 5, 21). La Iglesia es
la comunidad de quienes anuncian, con su vida y
con sus palabras, el mismo mensaje de Jesús: “El
reino de Dios está cerca de vosotros”
(Lc 10, 9).
9. La Iglesia, que “camina a
través de los siglos incesantemente a la plenitud
de la verdad divina hasta que se cumpla en ella
las palabras de Dios” (Dei
Verbum, 8), pide al Padre en cada una de
las celebraciones de la Eucaristía que “venga su
reino”. Vive esperando ardientemente la venida
gloriosa del Señor y Salvador Jesús, que ofrecerá
a la Majestad Divina “un reino eterno y
universal: el reino de la verdad y la vida, el
reino de la santidad y la gracia, el reino de la
justicia, el amor la paz” (Prefacio de la
solemnidad de Jesucristo, Rey del universo).
Esta espera del Señor es fuente
incesante de confianza de energía. Estimula a los
bautizados, hechos partícipes de la dignidad real
de Cristo, a vivir día tras día “en el reino del
Hijo de su amor”, a testimoniar y anunciar la
presencia del reino con las mismas obras de Jesús
(cf. Jn 14, 12). En virtud de este
testimonio de fe y de amor, enseña el Concilio, el
mundo se impregnará del Espíritu de Cristo y
alcanzará con mayor eficacia su fin en la
justicia, en la caridad y en la paz (Lumen
gentium, 36).

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ORACIÓN
PARA IMPLORAR FAVORES
POR
INTERCESIÓN DEL SIERVO DE DIOS EL PAPA JUAN PABLO II
Oh Trinidad Santa,
te damos gracias por haber concedido a la Iglesia al
Papa Juan Pablo II y porque en él has reflejado la
ternura de Tu paternidad, la gloria de la Cruz de Cristo y el esplendor del
Espíritu de amor. El, confiando totalmente en tu infinita misericordia y en
la maternal intercesión de María, nos ha mostrado una imagen viva de Jesús
Buen Pastor, indicándonos la santidad, alto grado de la vida cristiana
ordinaria, como camino para alcanzar la comunión eterna Contigo.
Concédenos, por su intercesión, y si es Tu voluntad, el favor que
imploramos, con la esperanza de que sea pronto incluido en el número de tus
santos.
Padrenuestro. Avemaría. Gloria.
Con aprobación eclesiástica

CARD. CAMILLO RUINI
Vicario General de Su Santidad
para la Diócesis de Roma
Se ruega a quienes obtengan gracias por
intercesión del Siervo de Dios Juan Pablo II, las comuniquen al Postulador
de la Causa, Monseñor Slawomir Oder. Vicariato di Roma. Piazza San Giovanni
in Laterano 6/A 00184 ROMA . También puede enviar su testimonio por correo
electrónico a la siguiente dirección:
postulazione.giovannipaoloii@vicariatusurbis.org
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Libro de Visitas
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