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              (en el siglo Karol Wojtyla) 
              Sumo Pontífice  
              
              
                   | 
                 
                
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                  PATER NOSTER  | 
                 
                
                  
                  
                    
                      | 
   Pater noster, qui es in cælis, sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnum 
  tuum. Fiat voluntas tua, sicut in cælo et in terra.   
  Panem nostrum quotidianum da nobis hodie. Et dimitte nobis debita nostra, 
  sicut et nos dimittimus debitoribus nostris. Et ne nos inducas in tentationem: 
  sed libera nos a malo.   
  Amen. 
  
                       | 
                      
   Padre nuestro, que 
  estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; 
  hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo. 
  Danos hoy nuestro 
  pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a 
  los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.  
  Amén. 
  
                       | 
                     
                   
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EL PURGATORIO:
PURIFICACIÓN NECESARIA PARA EL ENCUENTRO CON DIOS 
            
  
            
Audiencia del miércoles 4 de agosto de 1999 
            
  
            
  
            
  
            
            1. Como hemos visto en las dos catequesis 
            anteriores, a partir de la opción definitiva por Dios o contra Dios, 
            el hombre se encuentra ante una alternativa: o vive con el Señor en 
            la bienaventuranza eterna, o permanece alejado de Su presencia. 
              
            Para cuantos se encuentran en la condición de 
            apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la 
            bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la 
            Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio» (cf. 
            Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1030-1032).   
            2. En la sagrada Escritura se pueden captar 
            algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta 
            doctrina, aunque no esté enunciada de modo explícito. Expresan la 
            convicción de que no se puede acceder a Dios sin pasar a través de 
            algún tipo de purificación.   
            Según la legislación religiosa del Antiguo 
            Testamento, lo que está destinado a Dios debe ser perfecto. En 
            consecuencia, también la integridad física es particularmente 
            exigida para las realidades que entran en contacto con Dios en el 
            plano sacrificial, como, por ejemplo, los animales para 
            inmolar (cf. Lv 22, 22), o en el institucional, como 
            en el caso de los sacerdotes, ministros del culto (cf. Lv 21, 
            17-23). A esta integridad física debe corresponder una entrega 
            total, tanto de las personas como de la colectividad (cf. 1 R 
            8, 61), al Dios de la alianza de acuerdo con las grandes enseñanzas 
            del Deuteronomio (cf. Dt 6, 5). Se trata de amar a Dios con 
            todo el ser, con pureza de corazón y con el testimonio de las obras 
            (cf. Dt 10, 12 s).   
            La exigencia de integridad se impone 
            evidentemente después de la muerte, para entrar en la comunión 
            perfecta y definitiva con Dios. Quien no tiene esta integridad debe 
            pasar por la purificación. Un texto de san Pablo lo sugiere. El 
            Apóstol habla del valor de la obra de cada uno, que se revelará el 
            día del juicio, y dice: «Aquel, cuya obra, construida sobre el 
            cimiento (Cristo), resista, recibirá la recompensa. Mas aquel, cuya 
            obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a 
            salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (1 Co 3, 
            14-15).   
            3. Para alcanzar un estado de integridad perfecta 
            es necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de una persona. 
            Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en 
            la que evoca la obra salvífica realizada por Dios en el pasado e 
            invoca su fidelidad al juramento hecho a los padres (cf. Ex 
            32, 30 y vv. 11-13). La figura del Siervo del Señor, delineada por 
            el libro de Isaías, se caracteriza también por su función de 
            interceder y expiar en favor de muchos; al término de sus 
            sufrimientos, él «verá la luz» y «justificará a muchos», cargando 
            con sus culpas (cf. Is 52, 13-53, 12, especialmente 53, 11).
            
             
            El Salmo 51 puede considerarse, desde la visión 
            del Antiguo Testamento, una síntesis del proceso de reintegración: 
            el pecador confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6), y pide 
            insistentemente ser purificado o «lavado» (vv. 4. 9. 12 y 16), para 
            poder proclamar la alabanza divina (v. 17).   
            4. El Nuevo Testamento presenta a Cristo como el 
            Intercesor, que desempeña las funciones del Sumo Sacerdote el día de 
            la expiación (cf. Hb 5, 7; 7, 25). Pero en Él el sacerdocio 
            presenta una configuración nueva y definitiva. Él entra una sola vez 
            en el santuario celestial para interceder ante Dios en favor nuestro 
            (cf. Hb 9, 23-26, especialmente el v.€ 4). Es Sacerdote y, al 
            mismo tiempo, «víctima de propiciación» por los pecados de todo el 
            mundo (cf. 1 Jn 2, 2).   
            Jesús, como el gran Intercesor que expía por 
            nosotros, se revelará plenamente al final de nuestra vida, cuando se 
            manifieste con el ofrecimiento de misericordia, pero también con el 
            juicio inevitable para quien rechaza el amor y el perdón del Padre.
            
             
            El ofrecimiento de misericordia no excluye el 
            deber de presentarnos puros e íntegros ante Dios, ricos de esa 
            caridad que Pablo llama «vínculo de la perfección» (Col 3, 
            14).   
            5. Durante nuestra vida terrena, siguiendo la 
            exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (cf.
            Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en el amor, para 
            hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el 
            momento de «la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus 
            santos» (1 Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invitados a 
            «purificarnos de toda mancha de la carne y del espíritu» (2 Co 
            7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere 
            una pureza absoluta.   
            Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y 
            corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser 
            completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la 
            Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, 
            sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un 
            estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera 
            de los residuos de la imperfección (cf. concilio ecuménico de 
            Florencia, Decretum pro Graecis: Denzinger-Schönmetzer, 1304; 
            concilio ecuménico de Trento, Decretum de iustificatione y 
            Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820).   
            Hay que precisar que el estado de purificación no 
            es una prolongación de la situación terrena, como si después de la 
            muerte se diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio 
            destino. La enseñanza de la Iglesia a este propósito es inequívoca, 
            y ha sido reafirmada por el concilio Vaticano II, que enseña: «Como 
            no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del 
            Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única 
            carrera que es nuestra vida en la tierra (cf. Hb 9, 27), 
            mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los santos 
            y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego 
            eterno, a las tinieblas exteriores, donde habrá "llanto y rechinar 
            de dientes" (Mt 22, 13 y 25, 30)» (Lumen gentium, 
            48).   
            6. Hay que proponer hoy de nuevo un último 
            aspecto importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha puesto 
            de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se 
            encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los 
            bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a 
            nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (cf.
            Catecismo de la Iglesia católica, n. 1032).   
            Así como en la vida terrena los creyentes están 
            unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de 
            la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la 
            misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios 
            y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se 
            realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la 
            vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza 
            eterna.   
            
            
   
            
            
    
  
    
      
        
          
            
              
                
                  
                    
                      
                        
                          
                            
                              DIOS
                              DESEA QUE TODOS LOS HOMBRES SE SALVEN Y LLEGUEN AL
                              CONOCIMIENTO DE LA VERDAD  
                              
                              
                                 Cruzando el
                                Umbral de la Esperanza. Capìtulo XXVIII
                               
                              
                                 
                               
                              
                                
                                
                                  PREGUNTA
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  En la Iglesia de estos años se han
                                  multiplicado las palabras; parece que, en los
                                  últimos veinte años, se han producido más
                                  «documentos» a cualquier nivel eclesial que
                                  en los casi veinte siglos precedentes.
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  Y, sin embargo, algunos consideran que esta
                                  Iglesia tan locuaz se calla sobre lo esencial:
                                  la vida eterna.
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  No obstante hay que reconocer, sinceramente,
                                  que no se puede decir otro tanto de Su
                                  Santidad, que se ha referido por extenso a
                                  este vértice de la panorámica cristiana en
                                  su respuesta sobre la «salvación», y ha
                                  hecho claras referencias a ella en otros
                                  puntos de la entrevista. Pero, por lo que
                                  parece según cierta pastoral, según cierta
                                  teología, vuelvo a ese tema para preguntarLe:
                                  ¿El paraíso, el purgatorio y el infierno
                                  todavía «existen»? ¿Por qué tantos
                                  hombres de iglesia nos comentan continuamente
                                  la actualidad y ya casi no nos hablan de la
                                  eternidad, de esa unión definitiva con Dios
                                  que, ateniéndonos a la fe, es la vocación,
                                  el destino, el fin último del hombre?
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                   
                                  RESPUESTA DE JUAN PABLO II
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  Por favor, abra la
                                
                                 
                                
                                 Lumen gentium
                                
 en el capítulo
                                  VII, donde se trata la índole escatológica
                                  de la Iglesia peregrinante sobre la tierra,
                                  como también la unión de la Iglesia terrena
                                  con la celeste. Su pregunta no se refiere a la
                                  unión de la Iglesia peregrinante con la
                                  Iglesia celeste, sino al nexo entre la
                                  escatología y la Iglesia sobre la tierra. A
                                  este respecto, usted muestra que en la práctica
                                  pastoral este planteamiento en cierta manera
                                  se ha perdido, y tengo que reconocer que, en
                                  eso, tiene usted algo de razón.
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  Recordemos que, en tiempos aún no muy lejanos,
                                  en las prédicas de los retiros o de las
                                  misiones, los  Novísimos (muerte, juicio,
                                  infierno, gloria y purgatorio)  constituían
                                  siempre un tema fijo del programa de meditación,
                                  y los predicadores sabían hablar de eso de
                                  una manera eficaz y sugestiva. ¡Cuántas
                                  personas fueron llevadas a la conversión y a
                                  la confesión por estas prédicas y
                                  reflexiones sobre las cosas últimas!
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  Además, hay que reconocerlo, ese estilo
                                  pastoral era profundamente personal:  «Acuérdate
                                  de que al fin te presentarás ante Dios con
                                  toda tu vida, que ante Su tribunal te harás
                                  responsable de todos tus actos, que serás
                                  juzgado no sólo por tus actos y palabras,
                                  sino también por tus pensamientos, incluso
                                  los más secretos.»  Se puede decir que tales
                                  prédicas, perfectamente adecuadas al
                                  contenido de la Revelación del Antiguo y del
                                  Nuevo Testamento, penetraban profundamente en
                                  el mundo íntimo del hombre. Sacudían su
                                  conciencia, le hacían caer de rodillas, le
                                  llevaban al confesonario, producían en él
                                  una profunda acción salvífica.
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  El hombre es libre y, por eso, responsable. La
                                  suya es una responsabilidad personal y social,
                                  es una responsabilidad ante Dios.
                                  Responsabilidad en la que está su grandeza.
                                  Comprendo qué es lo que teme quien llama la
                                  atención sobre la importancia de eso de lo
                                  que usted se hace portavoz, teme que la pérdida
                                  de estos contenidos catequéticos, homiléticos,
                                  constituya un peligro para esa fundamental
                                  grandeza del hombre. Cabe efectivamente que
                                  nos preguntemos si, sin ese mensaje, la
                                  Iglesia sería aún capaz de despertar heroísmos,
                                  de generar santos. No hablo tanto de esos «grandes»
                                  santos que son elevados al honor de los
                                  altares, sino de los santos «cotidianos»,
                                  según la acepción del término en la primera
                                  literatura cristiana.
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  
                                  Es significativo que el Concilio nos recuerde
                                  también la llamada universal a la santidad en
                                  la Iglesia. Esta vocación universal, se
                                  refiere a todo bautizado, a todo cristiano. Y
                                  es siempre muy personal, está unida al
                                  trabajo, a la profesión.  Es un rendir cuentas
                                  del uso de los propios talentos, de si el
                                  hombre ha hecho un buen o un mal uso de ellos.
                                  Y sabemos que las palabras del Señor Jesús,
                                  dirigidas al hombre que había enterrado el
                                  talento, son muy duras, amenazadoras (cfr.
                                  Mateo 25,25-30).
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  Se puede decir, que aun en la reciente tradición
                                  catequética y kerygmática de la Iglesia,
                                  dominaba una escatología, que podríamos
                                  calificar de individual, conforme a una
                                  dimensión, aunque profundamente enraizada en
                                  la divina Revelación. La perspectiva que el
                                  Concilio desea proponer es la de una escatología
                                  de la Iglesia y del mundo.
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  El titulo del capítulo VII de la Lumen
                                  gentium, que le proponía que leyera, ofrece
                                  esta propuesta:  «Índole escatológica de la
                                  Iglesia peregrinante.» 
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                              
                                
                                  
                              La Iglesia a la que todos
                              hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual,
                              por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no
                              será llevada a su plena perfección sino "cuando
                              llegue el tiempo de la restauración de todas las
                              cosas" (Act 3,21) y cuando, con el género
                              humano, también el universo entero, que está íntimamente
                              unido con el hombre y por él alcanza su fin, será
                              perfectamente renovado (cf. Ef 1,10; Col 1,20; 2
                              Pe 3,10-13). 
                              Porque Cristo levantado en
                              alto sobre la tierra atrajo hacia Sí a todos los
                              hombres (cf. Jn 12,32); resucitando de entre los
                              muertos (cf. Rom 6,9) envió a su Espíritu
                              vivificador sobre sus discípulos y por El
                              constituyó a su Cuerpo que es la Iglesia, como
                              Sacramento universal de salvación; estando
                              sentado a la diestra del Padre, sin cesar actúa
                              en el mundo para conducir a los hombre a su
                              Iglesia y por Ella unirlos a Sí más
                              estrechamente, y alimentándolos con su propio
                              Cuerpo y Sangre hacerlos partícipes de su vida
                              gloriosa. Así que la restauración prometida que
                              esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con
                              la venida del Espíritu Santo y continúa en la
                              Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos
                              también acerca del sentido de nuestra vida
                              temporal, en tanto que con la esperanza de los
                              bienes futuros llevamos a cabo la obra que el
                              Padre nos ha confiado en el mundo y labramos
                              nuestra salvación (cf. Flp 2,12). 
                              La plenitud de los tiempos
                              ha llegado, pues, hasta nosotros (cf. 1 Cor
                              10,11), y la renovación del mundo está
                              irrevocablemente decretada y empieza a realizarse
                              en cierto modo en el siglo presente, ya que la
                              Iglesia, aun en la tierra, se reviste de una
                              verdadera, si bien imperfecta, santidad. Y
                              mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en
                              los que tenga su morada la santidad (cf. 2 Pe
                              3,13), la Iglesia peregrinante, en sus sacramentos
                              e instituciones, que pertenecen a este tiempo,
                              lleva consigo la imagen de este mundo que pasa, y
                              Ella misma vive entre las criaturas que gimen
                              entre dolores de parto hasta el presente, en
                              espera de la manifestación de los hijos de Dios
                              (cf. Rom 8,19-22). 
                              Unidos, pues, a Cristo en la
                              Iglesia y sellados con el sello del Espíritu
                              Santo, "que es prenda de nuestra herencia"
                              (Ef 1,14), somos llamados hijos de Dios y lo somos
                              de verdad (cf. 1 Jn 3,1); pero todavía no hemos
                              sido manifestados con Cristo en aquella gloria
                              (cf. Col 3,4), en la que seremos semejantes a Dios,
                              porque lo veremos tal cual es (cf. 1 Jn 3,2). Por
                              tanto, "mientras habitamos en este cuerpo,
                              vivimos en el destierro lejos del Señor" (2
                              Cor 5,6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu,
                              gemimos en nuestro interior (cf. Rom 8,23) y
                              ansiamos estar con Cristo (cf. Flp 1,23). Ese
                              mismo amor nos apremia a vivir más y más para
                              Aquel que murió y resucitó por nosotros (cf. 2
                              Cor 5,15). Por eso ponemos toda nuestra voluntad
                              en agradar al Señor en todo (cf. 2 Cor 5,9), y
                              nos revestimos de la armadura de Dios para
                              permanecer firmes contra las asechanzas del
                              demonio y poder resistir en el día malo (cf. Ef
                              6,11-13). Y como no sabemos ni el día ni la hora,
                              por aviso del Señor, debemos vigilar
                              constantemente para que, terminado el único plazo
                              de nuestra vida terrena (cf. Hb 9,27), si queremos
                              entrar con El a las nupcias merezcamos ser
                              contados entre los escogidos (cf. Mt 25,31-46); no
                              sea que, como aquellos siervos malos y perezosos
                              (cf. Mt 25,26), seamos arrojados al fuego eterno
                              (cf. Mt 25,41), a las tinieblas exteriores en
                              donde "habrá llanto y rechinar de dientes"
                              (Mt 22,13-25,30). En efecto, antes de reinar con
                              Cristo glorioso, todos debemos comparecer
                              "ante el tribunal de Cristo para dar cuenta
                              cada cual según las obras buenas o malas que hizo
                              en su vida mortal (2 Cor 5,10); y al fin del mundo
                              "saldrán los que obraron el bien, para la
                              resurrección de vida; los que obraron el mal,
                              para la resurrección de condenación" (Jn
                              5,29; cf. Mt 25,46). Teniendo, pues, por cierto,
                              que "los padecimientos de esta vida presente
                              son nada en comparación con la gloria futura que
                              se ha de revelar en nosotros" (Rom 8,18; cf.
                              2 Tim 2,11-12), con fe firme esperamos el
                              cumplimiento de "la esperanza bienaventurada
                              y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador
                              nuestro Jesucristo" (Tit 2,13), quien "transfigurará
                              nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso
                              semejante al suyo" (Flp 3,21) y vendrá
                              "para ser" glorificado en sus santos y
                              para ser "la admiración de todos los que han
                              tenido fe" (2 Tes 1,10).
                                  
                                
                                   
                                 
                                
                                  
                                  Hay que admitir que esta visión de la
                                  escatología estaba sólo muy débilmente
                                  presente en las predicaciones tradicionales. Y
                                  se trata de una visión originaria, bíblica.
                                  Todo el pasaje conciliar, antes citado, está
                                  realmente compuesto de textos sacados del
                                  Evangelio, de las Cartas apostólicas y de los
                                  Hechos de los Apóstoles.  La escatología
                                  tradicional, que giraba en torno a los
                                  llamados Novísimos, está inscrita por el
                                  Concilio en esta esencial visión bíblica.  La
                                  escatología, como ya he mostrado, es
                                  profundamente antropológica, pero a la luz
                                  del Nuevo Testamento está sobre todo centrada
                                  en Cristo y en el Espíritu Santo, y es también,
                                  en un cierto sentido, cósmica.
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  Nos podemos preguntar si el hombre con su vida
                                  individual, con su responsabilidad, su destino,
                                  con su personal futuro escatológico, su paraíso
                                  o su infierno o purgatorio, no acabará por
                                  perderse en esa dimensión cósmica.
                                  Reconociendo las buenas razones de su pregunta,
                                  hay que responder honestamente que sí: el
                                  hombre en una cierta medida está perdido, se
                                  han perdido también los predicadores, los
                                  catequistas, los educadores, porque han
                                  perdido el coraje de «amenazar con el
                                  infierno». Y quizá hasta quien les escucha
                                  haya dejado de tenerle miedo.
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  De hecho, el hombre de la civilización actual
                                  se ha hecho poco sensible a las  «cosas últimas».
                                  Por un lado, a favor de tal insensibilidad actúan
                                  la secularización y el secularismo, con la
                                  consiguiente actitud consumista, orientada
                                  hacia el disfrute de los bienes terrenos. Por
                                  el otro lado, han contribuido a ella en cierta
                                  medida los in,fiernos temporales, ocasionados
                                  por este siglo que está acabando. Después de
                                  las experiencias de los campos de concentración,
                                  los gulag, los bombardeos, sin hablar de las
                                  catástrofes naturales, ¿puede el hombre
                                  esperar algo peor que el mundo, un cúmulo aun
                                  mayor de humillaciones y de desprecios? ¿En
                                  una palabra, puede esperar un infierno?
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  Así pues, la escatología se ha convertido,
                                  en cierto modo, en algo extraño al hombre
                                  contemporáneo, especialmente en nuestra
                                  civilización. Esto, sin embargo, no significa
                                  que se haya convertido en completamente extraña
                                  la fe en Dios como Suprema Justicia; la espera
                                  en Alguien que, al fin, diga la verdad sobre
                                  el bien y sobre el mal de los actos humanos, y
                                  premie el bien y castigue el mal. Ningún otro,
                                  solamente Él, podrá hacerlo. Los hombres
                                  siguen teniendo esta convicción. Los horrores
                                  de nuestro siglo no han podido eliminarla:  «Al
                                  hombre le es dado morir una sola vez, y luego
                                  el juicio» (cfr. Hebreos 9,27).
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  Esta convicción constituye además, en cierto
                                  sentido, un denominador común de todas las
                                  religiones monoteístas, junto a otras. Si el
                                  Concilio habla de la índole escatológica de
                                  la Iglesia peregrinante, se basa también en
                                  este conocimiento. Dios, que es justo Juez, el
                                  Juez que premia el bien y castiga el mal, es
                                  realmente el Dios de Abraham, de Isaac, de
                                  Moisés, y también de Cristo, que es Su Hijo.
                                  Este Dios es en primer lugar Amor. No solamente
                                  Misericordia, sino Amor. No solamente el padre
                                  del hijo pródigo; es también el Padre que  «da
                                  a Su Hijo para que el hombre no muera sino que
                                  tenga la vida eterna»  (cfr. Juan 3,16).
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  Esta verdad evangélica de Dios determina un
                                  cierto cambio en la perspectiva escatológica.
                                  En primer lugar, la escatología no es lo que
                                  todavía debe venir, lo que vendrá sólo
                                  después de la vida eterna. La escatología
                                  está ya iniciada con la venida de Cristo.
                                  Evento escatológico fue, en primer lugar, Su
                                  Muerte redentora y Su Resurrección. Éste es
                                  el principio «de un nuevo cielo y de una
                                  nueva tierra» (cfr. Apocalipsis 21,1). El
                                  futuro de más allá de la muerte de cada uno
                                  y de todos se une con esta afirmación: «Creo
                                  en la Resurrección de la carne»; y también:
                                  «Creo en la remisión de los pecados y en la
                                  vida eterna.»  Ésta es la escatología
                                  cristocéntrica.
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  En Cristo, Dios ha revelado al mundo que
                                  quiere que  «todos los hombres se salven y
                                  lleguen al conocimiento de la verdad» (1
                                  Timoteo 2,4). Esta frase de la Primera Carta a
                                  Timoteo tiene una importancia fundamental para
                                  la visión y para el anuncio de las cosas últimas.
                                  Si Dios desea esto, si Dios por esta causa
                                  entrega a Su Hijo, el cual a su vez obra en la
                                  Iglesia mediante el Espíritu Santo, ¿puede
                                  el hombre ser condenado, puede ser rechazado
                                  por Dios?
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  Desde siempre el problema del infierno ha
                                  turbado a los grandes pensadores de la Iglesia,
                                  desde los comienzos, desde Orígenes, hasta
                                  nuestros días, hasta Michail Bulgakov y Hans
                                  Urs von Balthasar. En verdad que los antiguos
                                  concilios rechazaron la teoría de la llamada
                                  apocatástasis final, según la cual el mundo
                                  sería regenerado después de la destrucción,
                                  y toda criatura se salvaría; una teoría que
                                  indirectamente abolía el infierno. Pero el
                                  problema permanece. ¿Puede Dios, que ha amado
                                  tanto al hombre, permitir que éste Lo rechace
                                  hasta el punto de querer ser condenado a
                                  perennes tormentos? Y, sin embargo,  las
                                  palabras de Cristo son unívocas.  En Mateo
                                  habla claramente de los que irán al suplicio
                                  eterno  (cfr. 25,46). ¿Quiénes serán éstos?
                                  La Iglesia nunca se ha pronunciado al respecto.
                                  Es un misterio verdaderamente inescrutable
                                  entre la santidad de Dios y la conciencia del
                                  hombre. El silencio de la Iglesia es, pues, la
                                  única posición oportuna del cristiano. También
                                  cuando Jesús dice de Judas, el traidor, que 
                                  «sería mejor para ese hombre no haber nacido»
                                  (Mateo 26,24), la afirmación no puede ser
                                  entendida con seguridad en el sentido de una
                                  eterna condenación.
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  Al mismo tiempo, sin embargo, hay algo en la
                                  misma conciencia moral del hombre que
                                  reacciona ante la pérdida de una tal
                                  perspectiva: ¿El Dios que es Amor no es también
                                  Justicia definitiva? ¿Puede Él admitir estos
                                  terribles crímenes, pueden quedar impunes? ¿La
                                  pena definitiva no es en cierto modo necesaria
                                  para obtener el equilibrio moral en la tan
                                  intrincada historia de la humanidad? ¿Un
                                  infierno no es en cierto sentido «la última
                                  tabla de salvación» para la conciencia moral
                                  del hombre?
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  La Sagrada Escritura conoce también el
                                  concepto de filego purificador. La Iglesia
                                  oriental lo asume como bíblico, y en cambio
                                  no acoge  la doctrina católica sobre el
                                  purgatorio.
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  
                                  Un argumento muy convincente acerca del
                                  purgatorio se me ha ofrecido -aparte de la
                                  bula de Benedicto XII en el siglo XIV-, sacado
                                  de las Obras místicas de san Juan de la Cruz.
                                  La «llama de amor viva», de la que él habla,
                                  es en primer lugar una llama purificadora. Las
                                  noches místicas, descritas por este gran
                                  doctor de la Iglesia por propia experiencia,
                                  son en un cierto sentido eso a lo que
                                  corresponde el purgatorio. Dios hace pasar al
                                  hombre a través de un tal purgatorio interior
                                  toda su naturaleza sensual y espiritual, para
                                  llevarlo a la unión con Él. No nos
                                  encontramos aquí frente a un simple tribunal.
                                  Nos presentamos ante el poder del mismo Amor.
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  Es sobre todo el Amor el que juzga. Dios, que
                                  es Amor, juzga mediante el amor.  Es el Amor
                                  quien exige la purificación, antes de que el
                                  hombre madure por esa unión con Dios que es
                                  su definitiva vocación y su destino.
                                 
                                
                                   
                                 
                                
                                  Quizá esto baste. Muchos teólogos, en
                                  Oriente y en Occidente, también teólogos
                                  contemporáneos, han dedicado sus estudios a
                                  la escatología, a los Novísimos. La Iglesia
                                  no ha cesado de mantener su conciencia escatológica.
                                  No ha cesado de llevar a los hombres a la vida
                                  eterna. Si cesara de ser escatológica, dejaría
                                  de ser fiel a la propia vocación, a la Nueva
                                  Alianza, sellada con ella por Dios en
                                  Jesucristo.
                                 
                              
                               
                                
                               
                               
                               
                            
                             
                             
                           
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    ¯¯¯
   
 
            
  
            
  
    
     
    ORACIÓN 
    PARA IMPLORAR FAVORES 
     POR 
    INTERCESIÓN DEL SIERVO DE DIOS EL PAPA JUAN PABLO II 
    
    Oh Trinidad Santa, 
     te damos gracias por haber concedido a la Iglesia al
    Papa Juan Pablo II y porque en él has reflejado la 
    ternura de Tu paternidad, la gloria de la Cruz de Cristo y el esplendor del 
    Espíritu de amor. El, confiando totalmente en tu infinita misericordia y en 
    la maternal intercesión de María, nos ha mostrado una imagen viva de Jesús 
    Buen Pastor, indicándonos la santidad, alto grado de la vida cristiana 
    ordinaria, como camino para alcanzar la comunión eterna Contigo. 
    Concédenos, por su intercesión, y si es Tu voluntad, el favor que 
    imploramos, con la esperanza de que sea pronto incluido en el número de tus 
    santos. 
    Padrenuestro. Avemaría. Gloria. 
    Con aprobación eclesiástica 
    
    
    
      
    
    
    CARD. CAMILLO RUINI 
    Vicario General de Su Santidad 
    para la Diócesis de Roma   
     
    
    Se ruega a quienes obtengan gracias por 
    intercesión del Siervo de Dios Juan Pablo II, las comuniquen al Postulador 
    de la Causa, Monseñor Slawomir Oder. Vicariato di Roma. Piazza San Giovanni 
    in Laterano 6/A  00184 ROMA . También puede enviar su testimonio  por correo 
    electrónico a la siguiente dirección: 
    
    postulazione.giovannipaoloii@vicariatusurbis.org
    
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    Libro de Visitas 
    
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