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(en el siglo Karol Wojtyla)
Sumo Pontífice
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PATER NOSTER |
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Pater noster, qui es in cælis, sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnum
tuum. Fiat voluntas tua, sicut in cælo et in terra.
Panem nostrum quotidianum da nobis hodie. Et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris. Et ne nos inducas in tentationem:
sed libera nos a malo.
Amen.
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Padre nuestro, que
estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro
pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a
los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.
Amén.
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EL INFIERNO
COMO RECHAZO DEFINITIVO A DIOS
Audiencia del miércoles 28 de julio de 1999
1. Dios es Padre infinitamente bueno y
misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a
responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su
amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa
con Él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la
doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se
trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del
desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. La
misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición
puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias
nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en
«un infierno».
Con todo, en sentido teológico, el infierno es
algo muy diferente: es la última consecuencia del pecado mismo, que
se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se
sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre
incluso en el último instante de su vida.
2. Para describir esta realidad, la sagrada
Escritura utiliza un lenguaje simbólico, que se precisará
progresivamente. En el Antiguo Testamento, la condición de los
muertos no estaba aún plenamente iluminada por la Revelación. En
efecto, por lo general, se pensaba que los muertos se reunían en el
sheol, un lugar de tinieblas (cf. Ez 28, 8; 31, 14; Jb
10, 21 ss; 38, 17; Sal 30, 10; 88, 7. 13), una fosa de la que
no se puede salir (cf. Jb 7, 9), un lugar en el que no es
posible dar gloria a Dios (cf. Is 38, 18; Sal 6, 6).
El Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la
condición de los muertos, sobre todo anunciando que Cristo, con su
Resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador
también en el reino de los muertos.
Sin embargo, la Redención sigue siendo un
ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre acoger con
libertad. Por eso, cada uno será juzgado «de acuerdo con sus obras»
(Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento
presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un
horno ardiente, donde «será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt
13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la gehenna de «fuego que no se apaga»
(Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con forma de narración,
en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el infierno
es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de
mitigación del dolor (cf. Lc 16, 19-31).
También el Apocalipsis representa plásticamente
en un «lago de fuego» a los que no se hallan inscritos en el libro
de la vida, yendo así al encuentro de una «segunda muerte» (Ap
20, 13ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al
Evangelio, se predisponen a «una ruina eterna, alejados de la
presencia del Señor y de la gloria de su poder» (2 Ts 1, 9).
3. Las imágenes con las que la
Sagrada Escritura
nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan
la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El
infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a
encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios,
manantial de vida y alegría. Así resume los datos de la fe sobre
este tema el Catecismo de la Iglesia católica: «Morir en
pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor
misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para
siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de
autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los
bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno»
(n. 1033).
Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a
la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso Él no
puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En
realidad, es la criatura la que se cierra al Amor de Dios. La
«condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja
definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la
muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios
ratifica ese estado.
4. La fe cristiana enseña que, en el riesgo del
«sí» y del «no» que caracteriza la libertad de las criaturas,
alguien ha dicho ya «no». Se trata de las criaturas espirituales que
se rebelaron contra el amor de Dios y a las que se llama demonios (cf.
concilio IV de Letrán: DS 800-801). Para nosotros, los seres
humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos exhorta
continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a
vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo «sí» a
Dios.
La condenación sigue siendo una posibilidad real,
pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina, cuáles
seres humanos han quedado implicados efectivamente en ella. El
pensamiento del infierno -y mucho menos la utilización impropia de
las imágenes bíblicas- no debe crear psicosis o angustia; pero
representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad,
dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás,
dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abbá, Padre» (Rm
8, 15; Ga 4, 6).
Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece
en el anuncio cristiano. Se refleja eficazmente en la tradición
litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan, por ejemplo, las
palabras del Canon Romano: «Acepta, Señor, en tu bondad, esta
ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa (...), líbranos de
la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos».

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EL PECADO ES LA RUPTURA
DE LA ALIANZA CON DIOS
Audiencia del
miércoles 29 de octubre de 1986
1. En las catequesis de este
ciclo tenemos continuamente ante los ojos la verdad
sobre el pecado original, y al mismo tiempo tratamos
de mirar la realidad del pecado en la dimensión
global de la historia del hombre. La experiencia
histórica confirma a su modo lo que está expreso en
la Revelación: en la vida del hombre el pecado está
constantemente presente, constantemente actual. Por
parte del conocimiento humano el pecado está
presente como el mal moral, del que se ocupa
de modo directo la ética (filosofía moral). Pero se
ocupan también de él a su manera otras ramas de la
ciencia antropológica de carácter más descriptivo,
como la psicología y la sociología. Una cosa es
cierta: el mal moral (lo mismo que el bien)
pertenecen a la experiencia humana, y de aquí
parten para estudiarlo todas las disciplinas que
pretenden acceder a él como objeto de la
experiencia.
2. Pero al mismo tiempo hay que
constatar que, fuera de la Revelación, no somos
capaces de percibir plenamente ni expresar
adecuadamente la esencia misma del pecado (o sea,
del mal moral como pecado). Sólo teniendo como
fondo la relación instaurada con Dios mediante la fe
resulta comprensible la realidad total del pecado.
A la luz de esta relación podemos, pues, desarrollar
y profundizar esta comprensión.
Si se trata de la Revelación y
ante todo de la Sagrada Escritura, no se puede
presentar la verdad sobre el pecado que aquella
contiene si no es volviendo al "principio" mismo.
En cierto sentido también el pecado "actual",
perteneciente a la vida de todo hombre, se
hace plenamente comprensible en referencia a ese
"principio", a ese pecado del primer hombre. Y no
sólo porque lo que el Concilio de Trento llama
"inclinación al pecado" (fomes peccati),
consecuencia del pecado original, es en el hombre la
base y la fuente de los pecados personales. Sino
también porque ese "primer pecado" de los
primeros padres queda en cierta medida como el
"modelo" de todo pecado cometido por el hombre
personalmente. El "primer pecado" era en sí mismo
también un pecado personal: por ello los distintos
elementos de su "estructura" se hallan de algún modo
en cualquier otro pecado del hombre.
3. El Concilio Vaticano II nos
recuerda: "Creado por Dios en la justicia, el
hombre, sin embargo, por instigación del demonio...
abusó de su libertad, levantándose contra Dios y
pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de
Dios" (Gaudium
et spes 13). Con estas palabras el Concilio
trata del pecado de los primeros padres cometido
en el estado de justicia original. Pero también
en todo pecado cometido por cualquier otro hombre a
lo largo de la historia, en el estado de
fragilidad moral hereditaria, se reflejan esos
mismos elementos esenciales. Efectivamente, en todo
pecado entendido como acto personal del hombre, está
contenido un particular "abuso de la libertad",
es decir, un mal uso de la libertad, de la libre
voluntad. El hombre, como ser creado, abusa
de la libertad de su voluntad cuando la utiliza
contra la voluntad del propio Creador, cuando
en su conducta "se levanta contra Dios",
cuando trata de "alcanzar su propio fin al margen
de Dios".
4. En todo pecado del hombre se
repiten los elementos esenciales, que desde
el principio constituyen el mal moral del pecado a
la luz de la verdad revelada sobre Dios y sobre el
hombre. Se presentan en un grado de intensidad
diverso del primer pecado, cometido en el estado de
justicia original. Los pecados personales, cometidos
después del pecado original, están condicionados
por el estado de inclinación hereditaria al mal
("fomes peccati"), en cierto sentido ya
desde el punto de arranque. Sin embargo, dicha
situación de debilidad hereditaria no suprime la
libertad del hombre, y por ello en todo pecado
actual (personal) esta contenido un verdadero abuso
de la libertad contra la voluntad de Dios. El
grado de este abuso, como se sabe, puede variar,
y de ello depende también el diverso grado de culpa
del que peca. En este sentido hay que aplicar una
medida diversa para los pecados actuales, cuando se
trata de valorar el grado del mal cometido en ellos.
De aquí proviene así mismo la diferencia entre el
pecado "grave" y el pecado "venial". Si el pecado
grave es al mismo tiempo "mortal", es porque causa
la pérdida de la gracia santificante en quien lo
comete.
5. San Pablo, hablando del pecado
de Adán, lo describe como "desobediencia"
(cf. Rom 5, 19): cuando afirma el Apóstol
vale también para todo otro pecado "actual" que el
hombre comete. El hombre peca transgrediendo el
mandamiento de Dios, por tanto es "desobediente" a
Dios, Legislador Supremo. Esta "desobediencia",
a la luz de la Revelación, es al mismo tiempo
ruptura de a alianza con Dios. Dios, tal
como lo conocemos por la Revelación, es en efecto el
Dios de la Alianza y precisamente como Dios de la
Alianza es Legislador. Efectivamente, introduce su
ley en el contexto de la Alianza con el hombre,
haciéndola condición fundamental de la Alianza
misma.
6. Así era ya en esa Alianza
original que, como leemos en el Génesis (Gen
2-3), fue violada "al principio". Pero esto aparece
todavía más claro en la relación del Señor Dios para
con Israel en tiempos de Moisés. La Alianza
establecida con el pueblo elegido al pie del
Monte Sinaí (cf. Ex 24, 3-8), tiene en sí
como parte constitutiva los mandamientos: el
Decálogo (cf. Ex 20; Dt 5). Constituyen los
principios fundamentales e inalienables de
comportamiento de todo hombre respecto de Dios y
respecto de las criaturas, la primera de ellas el
hombre.
7. Según la enseñanza contenida
en la Carta de San Pablo a los Romanos, esos
principios fundamentales e inalienables de conducta,
revelados en el contexto de la Alianza del Sinaí, en
realidad están "inscritos en el corazón" de todo
hombre, incluso independientemente de la revelación
hecha a Israel. En efecto, escribe el Apóstol:
"Cuando los gentiles, guiados por la razón
natural, sin Ley, cumplen los preceptos de la Ley,
ellos mismos sin tenerla, son para sí mismos Ley. Y
con esto muestran, que los preceptos de la Ley están
escritos en sus corazones, siendo testigo su
conciencia y las sentencias con que entre sí unos y
otros se acusan o se excusan" (Rom 2,
14-15).
Así, pues, el orden moral,
convalidado por Dios con la revelación de la ley en
el ámbito de la Alianza, tiene ya consistencia en la
ley "escrita en los corazones", incluso fuera
de los confines marcados por la ley mosaica y la
Revelación: se puede decir que está escrito en la
misma naturaleza racional del hombre, como explica
de modo excelente Santo Tomás cuando habla de la
"Lex naturae" (cf. I-II, q. 91, a. 2; q. 94, aa.
5-6). El cumplimiento de esta ley determina el valor
moral de los actos del hombre, hacen que sean
buenos. En cambio, la transgresión de la ley
"inscrita en los corazones", es decir, en la
misma naturaleza racional del hombre, hace que los
actos humanos sean malos. Son malos
porque se oponen al orden objetivo de la
naturaleza humana y del mundo, detrás del cual está
Dios, su Creador. Por ello, también en este
estado de conciencia moral iluminado por los
principios de la ley natural, un acto moralmente
malo es pecado.
8. A la luz de la ley revelada
el carácter del pecado aparece todavía más de
relieve. El hombre posee entonces una conciencia
mayor de transgredir una ley
explícitamente y positivamente establecida por
Dios. Tiene, pues, también la conciencia de
oponerse a la voluntad de Dios y, en este sentido,
de "desobedecer". No se trata sólo de la
desobediencia a un principio abstracto de
comportamiento, sino al principio en el que toma
forma la autoridad "personal" de Dios: a un
principio en el que se expresa su sabiduría y su
Providencia. Toda la ley moral está dictada
por Dios debido a su solicitud por el verdadero bien
de la creación, y, en particular por el bien del
hombre. Precisamente este bien ha sido
inscrito por Dios en la Alianza que ha establecido
con el hombre: tanto en la primera Alianza con
Adán, como en la Alianza del Sinaí, a
través de Moisés y, por último, en la Alianza
revelada en Cristo y establecida en la Sangre de su
Redención (cf. Mc 14, 24; Mt 26,
28; 1 Cor 11, 25; Lc 22, 20).
9. Visto en esta perspectiva, el
pecado como "desobediencia" a la ley se
manifiesta mejor en su característica de "desobediencia"
personal hacia Dios: hacia Dios como Legislador, que
es al mismo tiempo Padre que ama. Este mensaje
expresado ya profundamente en el Antiguo Testamento
(cf. Os 11, 1-7), hallará su enunciación más
plena en la parábola del hijo pródigo (cf. Lc
15, 18-19, 21). En todo caso la desobediencia a
Dios, es decir, la oposición a su voluntad creadora
y salvífica, que encierra el deseo del hombre de
"alcanzar su propio fin al margen de Dios" (Gaudium
et spes 13), es "un abuso de la libertad" (Gaudium
et spes, 13.).
10. Cuando Jesucristo, la vigilia
de su Pasión, habla del "pecado" sobre el que el
Espíritu Santo debe "amonestar al mundo",
explica la esencia de este pecado con las palabras:
"porque no creyeron en Mí" (Jn 16,
9). Ese "no creer" a Dios es en cierto sentido
la primera y fundamental forma de pecado que el
hombre comete contra el Dios de la Alianza. Esta
forma de pecado se había manifestado ya en el pecado
original del que se habla en el Génesis 3. A ella se
refería, para excluirla, también la ley dada en la
Alianza del Sinaí: "Yo soy Yavé, tu Dios, que te
ha sacado de la tierra de Egipto, de la casa de la
servidumbre. No tendrás otro Dios que a Mí" (Ex
20, 2-3). A ella se refieren así mismo las
palabras de Jesús en el Cenáculo y todo el Evangelio
y el Nuevo Testamento.
11. Esta incredulidad, esta
falta de confianza en Dios que se ha revelado
como Creador, Padre y Salvador, indican que el
hombre, al pecar, no sólo infringe el mandamiento
(la ley), sino que realmente "se levanta contra"
Dios mismo, "pretendiendo alcanzar su fin al margen
de Dios" (Gaudium
et spes 13). De este modo, en la raíz de
todo pecado actual podemos encontrar el reflejo, tal
vez lejano pero no menos real, de esas palabras que
se hallan en la base del primer pecado: las palabras
del tentador, que presentaban la desobediencia a
Dios como camino para ser como Dios; y para conocer,
como Dios, "el bien y el mal".
Pero, como hemos dicho,
también en el pecado actual, cuando se trata de
pecado grave (mortal), el hombre se elige a
sí mismo contra Dios, elige la creación contra el
Creador, rechaza el amor del Padre como el hijo
pródigo en la primera fase de su loca aventura.
En cierta medida todo pecado del hombre expresa ese
"mysterium iniquitatis" (2 Tes 2, 7),
que San Agustín ha encerrado en las palabras:
"Amor sui usque ad contemptum Dei": El amor
de sí hasta el desprecio de Dios (De Civitate
Dei, XIV, 28; PL 41, 436).

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ORACIÓN
PARA IMPLORAR FAVORES
POR
INTERCESIÓN DEL SIERVO DE DIOS EL PAPA JUAN PABLO II
Oh Trinidad Santa,
te damos gracias por haber concedido a la Iglesia al
Papa Juan Pablo II y porque en él has reflejado la
ternura de Tu paternidad, la gloria de la Cruz de Cristo y el esplendor del
Espíritu de amor. El, confiando totalmente en tu infinita misericordia y en
la maternal intercesión de María, nos ha mostrado una imagen viva de Jesús
Buen Pastor, indicándonos la santidad, alto grado de la vida cristiana
ordinaria, como camino para alcanzar la comunión eterna Contigo.
Concédenos, por su intercesión, y si es Tu voluntad, el favor que
imploramos, con la esperanza de que sea pronto incluido en el número de tus
santos.
Padrenuestro. Avemaría. Gloria.
Con aprobación eclesiástica

CARD. CAMILLO RUINI
Vicario General de Su Santidad
para la Diócesis de Roma
Se ruega a quienes obtengan gracias por
intercesión del Siervo de Dios Juan Pablo II, las comuniquen al Postulador
de la Causa, Monseñor Slawomir Oder. Vicariato di Roma. Piazza San Giovanni
in Laterano 6/A 00184 ROMA . También puede enviar su testimonio por correo
electrónico a la siguiente dirección:
postulazione.giovannipaoloii@vicariatusurbis.org
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Libro de Visitas
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