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(en el siglo Karol Wojtyla)
Sumo Pontífice
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PATER NOSTER |
Pater noster, qui es in cælis, sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnum
tuum. Fiat voluntas tua, sicut in cælo et in terra.
Panem nostrum quotidianum da nobis hodie. Et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris. Et ne nos inducas in tentationem:
sed libera nos a malo.
Amen.
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Padre nuestro, que
estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro
pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a
los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.
Amén.
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EL
CIELO COMO PLENITUD DE INTIMIDAD CON DIOS
Audiencia del miércoles 21de julio de 1999
«Después
nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en
nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del
Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos,
pues, mutuamente con estas palabras» (1 Ts 4, 17-18).
1. Cuando haya pasado la figura de este mundo,
los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto
sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte,
podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la
meta de la existencia humana.
Como enseña el Catecismo de la Iglesia
Católica, «esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta
comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los
Ángeles y todos los bienaventurados se llama "el cielo". El cielo
es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas
del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (n. 1024).
Hoy queremos tratar de comprender el sentido
bíblico del «cielo», para poder entender mejor la realidad a la que
remite esa expresión.
2. En el lenguaje bíblico el «cielo», cuando va
unido a la «tierra», indica una parte del universo. A propósito de
la creación, la Escritura dice: «En un principio creó Dios el cielo
y la tierra» (Gn 1, 1).
En sentido metafórico, el cielo se entiende como
morada de Dios, que en eso se distingue de los hombres (cf. Sal
104, 2s; 115, 16; Is 66, 1). Dios, desde lo alto del cielo,
ve y juzga (cf. Sal 113, 4-9) y baja cuando se le invoca (cf.
Sal 18, 7.10; 144, 5). Sin embargo, la metáfora bíblica da a
entender que Dios ni se identifica con el cielo ni puede ser
encerrado en el cielo (cf. 1 R 8, 27); y eso es verdad, a
pesar de que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos «el
cielo» es simplemente un nombre de Dios (cf. 1 M 3,
18.19.50.60; 4, 24.55).
A la representación del cielo como morada
trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los
creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo
Testamento las historias de Enoc (cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2 R
2, 11). Así, el cielo resulta figura de la vida en Dios. En este
sentido, Jesús habla de «recompensa en los cielos» (Mt 5, 12)
y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt 6, 20; cf.
19, 21).
3. El Nuevo Testamento profundiza la idea del
cielo también en relación con el misterio de Cristo. Para indicar
que el sacrificio del Redentor asume valor perfecto y definitivo, la
carta a los Hebreos afirma que Jesús «penetró los cielos» (Hb
4, 14) y «no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en
una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo» (Hb
9, 24). Luego, los creyentes, en cuanto amados de modo especial por
el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.
Vale la pena escuchar lo que a este respecto nos
dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: «Dios, rico en
misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a
causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo -por
gracia habéis sido salvados- y con Él nos resucitó y nos hizo sentar
en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos
venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para
con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 4-7). Las criaturas
experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través
del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual, como
Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre.
4. Así pues, la participación en la completa
intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida
terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San
Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar
nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: «Después
nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en
nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del
Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos,
pues, mutuamente con estas palabras» (1 Ts 4, 17-18).
En el marco de la Revelación sabemos que el
«cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una
abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una
relación viva y personal con la Santísima Trinidad. Es el encuentro
con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la
comunión del Espíritu Santo.
Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al
describir estas realidades últimas, ya que su representación
resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra
reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz
en que nos situará la comunión definitiva con Dios.
El
Catecismo de la Iglesia
Católica
sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que,
«por su muerte y su Resurrección, Jesucristo nos ha "abierto" el
cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión
de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su
glorificación celestial a quienes han creído en Él y han permanecido
fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de
todos los que están perfectamente incorporados a Él» (n. 1026).
5. Con todo, esta situación final se puede
anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo
centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la
caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que
el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la
paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase
terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las
realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades
penúltimas. Somos conscientes de que mientras caminamos en este
mundo estamos llamados a buscar «las cosas de arriba, donde está
Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1), para estar
con Él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu Él
reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los
cielos» (Col 1, 20).
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CRISTO ES EL SEÑOR DE
LA HISTORIA Y EL SEÑOR DE LA VIDA ETERNA
Audiencia del
miércoles 19 de abril de 1989
1. El anuncio de Pedro en el
primer discurso pentecostal en Jerusalén es
elocuente y solemne: “A este Jesús Dios lo resucitó;
de lo cual todos nosotros somos testigos. Y
exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del
Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha
derramado. (Hch 2, 32-33). “Sepa, pues,
con certeza toda la casa de Israel que Dios ha
constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien
vosotros bebéis crucificado” (Hch 2, 36).
Estas palabras ―dirigidas a la multitud compuesta
por los habitantes de aquella ciudad y por los
peregrinos que habían llegado de diversas partes
para la fiesta― proclaman la elevación de Cristo
―crucificado y resucitado― “a la derecha de Dios”.
La “elevación”, o sea, la Ascensión al cielo,
significa la participación de Cristo hombre en el
poder y autoridad de Dios mismo. Tal
participación en el poder y autoridad de Dios Uno y
Trino se manifiesta en el “envío” del Consolador,
Espíritu de la verdad el cual “recibiendo” (cf.
Jn 16, 14) de la Redención llevada a cabo por
Cristo, realiza la conversión de los corazones
humanos. Tanto es así, que ya aquel día, en
Jerusalén, “al oír esto sintieron el corazón
compungidos” (Hch 2, 37). Y es sabido que en
pocos días se produjeron miles de conversiones.
2. Con el conjunto de los sucesos
pascuales, a los que se refiere el Apóstol Pedro en
el discurso de Pentecostés, Jesús se reveló
definitivamente como Mesías enviado por el Padre y
como Señor.
La conciencia de que Él
era “el Señor”, había entrado ya de alguna manera en
el ánimo de los Apóstoles durante la actividad
pre-pascual de Cristo. Él mismo alude a este hecho en
la última Cena: “Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien porque lo soy”
(Jn
13, 13). Esto explica por qué los Evangelistas
hablan de Cristo “Señor” como de un dato admitido
comúnmente en las comunidades cristianas. En
particular, Lucas pone ya ese término en boca del
ángel que anuncia el nacimiento de Jesús a los
pastores: “Os ha nacido... un salvador que es el
Cristo Señor” (Lc 2, 11). En muchos otros
lugares usa el mismo apelativo (cf. Lc 7, 13;
10, 1: 10, 41; 11, 39; 12, 42; 13, 15; 17, 6; 22,
61). Pero es cierto que el conjunto de los
sucesos pascuales ha consolidado definitivamente
esta conciencia. A la luz de estos sucesos es
necesario leer la palabra “Señor” referida también a
la actividad anterior del Mesías. Sin
embargo, es necesario profundizar sobre todo el
contenido y el significado que la palabra tiene
en el contexto de la elevación y de la glorificación
de Cristo resucitado, en su Ascensión al cielo.
3. Una de las afirmaciones más
repetidas en las Cartas paulinas es que Cristo es
el Señor. Es conocido el pasaje de la Primera
Carta a los Corintios donde Pablo proclama:
"para nosotros no hay más que un solo Dios, el
Padre, del cual proceden todas las cosas y para
el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo,
por quien son todas las cosas y por el cual somos
nosotros” (1 Co 8, 6; cf. 16, 22; Rm
10, 9; Col 2, 6). Y el de la Carta a los
Filipenses, donde Pablo presenta como Señor a
Cristo, que humillado hasta la muerte, ha sido
también exaltado “para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra
y en los abismos, y toda lengua confiese que
Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre”
(Flp 2, 10-11). Pero Pablo subraya que
“nadie puede decir: ‘Jesús es Señor’ sino bajo la
acción del Espíritu Santo” (1 Co 12, 3).
Por tanto, “bajo la acción del Espíritu Santo”
también el Apóstol Tomás dice a Cristo, que
se le apareció después de la resurrección: “Señor
mío y Dios mío” (Jn 20, 28). Y lo mismo se
debe decir del diácono Esteban, que durante
la lapidación ora: “Señor Jesús, recibe mi
espíritu... no les tengas en cuenta este pecado” (Hch
7, 59-60).
Finalmente, el Apocalipsis
concluye el ciclo de la historia sagrada y de la
revelación con la invocación de la Esposa y
del Espíritu: “Ven, Señor Jesús” (Ap
22, 20).
Es el misterio de la acción del
Espíritu Santo “vivificante” que introduce
continuamente en los corazones la luz para reconocer
a Cristo, la gracia para interiorizar en nosotros su
vida, la fuerza para proclamar que Él ―y sólo Él ―
es “el Señor”.
4. Jesucristo es el Señor,
porque posee la plenitud del poder “en los cielos
y sobre la tierra”. Es el poder real “por encima
de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación...
Bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef 1,
21-22). Al mismo tiempo es la autoridad
sacerdotal de la que habla ampliamente la
Carta a los Hebreos, haciendo referencia al
Salmo 109/110, 4: “Tú eres Sacerdote para siempre, a
semejanza de Melquisedec” (Hb 5, 6). Este
eterno sacerdocio de Cristo comporta el poder de
santificación de modo que Cristo “se convirtió
en causa de salvación eterna para todos los que le
obedecen” (Hb 5, 9). “De ahí que pueda
también salvar perfecto lamente a los que por El se
llegan a Dios, ya que está siempre vivo para
interceder en su favor” (Hb 7, 25). Así
mismo, en la Carta a los Romanos leemos que
Cristo “está a la diestra de Dios e intercede por
nosotros” (Rm 8, 34). Y finalmente, San Juan
nos asegura: “Si alguno peca, tenemos a uno que
abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo” (1
Jn 2, 1).
5. Como Señor, Cristo
es la Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo. Es
la idea central de San Pablo en el gran cuadro
cósmico histórico-soteriológico, con que describe el
contenido del designio eterno de Dios en los
primeros capítulos de las Cartas a los Efesios
y a las Colosenses: “Bajo sus pies
sometió todas las cosas y le constituyó Cabeza
suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud
del que lo llena todo en todo” (Ef 1, 22).
“Pues Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la
Plenitud” (Col 1, 19);“en Él reside toda la Plenitud de la Divinidad
corporalmente” (Col 2, 9).
Los Hechos nos dicen que
Cristo “se ha adquirido” la Iglesia “con su Sangre”
(Hch 20, 28, cf. 1 Co 6, 20). También
Jesús cuando al irse al Padre decía a los
discípulos: “Yo estoy con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20), en
realidad anunciaba el misterio de este Cuerpo que
de Él saca constantemente las energías vivificantes
de la Redención. Y la Redención continúa
actuando como efecto de la glorificación de Cristo.
Es verdad que Cristo siempre
ha sido el “Señor”, desde el primer momento de
la Encarnación, como Hijo de Dios consubstancial al
Padre, hecho hambre por nosotros. Pero sin duda
ha llegado a ser Señor en plenitud por el hecho
de “haberse humillado ‘se despojó de si mismo’
haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de
Cruz” (cf. Flp 2, 8). Exaltado, elevado al
cielo y glorificado, habiendo cumplido así toda su
misión, permanece en el Cuerpo de su Iglesia
sobre la tierra por medio de la redención operada en
cada uno y en toda la sociedad por obra del Espíritu
Santo. La Redención es la fuente de la
autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu
Santo, ejerce sobre la Iglesia, como leemos
en la Carta a los Efesios: “Él mismo ‘dió’ a
unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros,
evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para
el recto ordenamiento de los santos en orden a las
funciones del ministerio, para edificación del
Cuerpo de Cristo... a la madurez de la plenitud de
Cristo” (Ef 4, 11-13).
6. En la expansión de la realeza
que se le concedió sobre toda la economía de la
salvación, Cristo es Señor de todo el cosmos.
Nos lo dice otro gran cuadro de la Carta a los
Efesios: “Este que bajó es el mismo que subió
por encima de todos los cielos, para llenarlo todo”
(Ef 4, 10). En la Primera Carta a los
Corintios San Pablo añade que todo se le ha
sometido “porque todo (Dios) lo puso bajo sus
pies” (con referencia al Sal 8, 5).
“...Cuando diga que ‘todo está sometido’, es
evidente que se excluye a Aquel que ha sometido a Él
todas las cosas” (1 Co 15, 27). Y el Apóstol
desarrolla ulteriormente este pensamiento,
escribiendo: “Cuando hayan sido sometidas a Él todas
las cosas, entonces también el Hijo se someterá a
Aquel que ha sometido a Él todas las cosas, para
que Dios sea todo en todo” (1 Co 15, 28).
“Luego, el fin, cuando entregue a Dios Padre el
Reino, después de haber destruido todo Principado,
Dominación y Potestad” (1 Co 15, 24).
7. La Constitución
Gaudium et spes del Concilio Vaticano II ha
vuelto a tomar este tema fascinante, escribiendo que
“El Señor es el fin de la historia humana,
‘el punto focal de los deseos de la historia y de la
civilización’, el centro del género humano,
la alegría de todos los corazones, la plenitud de
sus aspiraciones” (n. 45). Podemos resumir
diciendo que Cristo es el Señor de la historia.
En Él la historia del hombre, y puede decirse de
toda la creación, encuentra su cumplimiento
trascendente. Es lo que en la tradición se llamaba
recapitulación (“re-capitulatio”, en
griego:
).
Es una concepción que encuentra su fundamento en la
Carta a los Efesios, en donde se describe el
eterno designio de Dios “para realizarlo en la
plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a
Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y
lo que está en la tierra” (Ef 1, 10).
8. Debemos añadir, por último,
que Cristo es el Señor de la vida eterna. A Él
pertenece el juicio último, del que habla el
Evangelio de Mateo: “Cuando el Hijo del hombre venga
en su gloria acompañado de todos sus ángeles,
entonces se sentará en su trono de gloria...
Entonces dirá el Rey a los de su derecha: ‘Venid,
benditos de mi Padre. recibid la herencia del Reino
preparado para vosotros desde la creación del
mundo’” (Mt 25, 31. 34).
El derecho pleno de juzgar
definitivamente las obras de los hombres y las
conciencias humanas pertenece a Cristo en cuanto
Redentor del mundo. Él, en efecto, “adquirió” este
derecho mediante la Cruz. Por eso el Padre “todo
juicio lo ha entregado al Hijo” (Jn 5, 22).
Sin embargo el Hijo no ha venido sobre todo para
juzgar, sino para saldar. Para otorgar la vida
divina que está en Él. “Porque, como el Padre
tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al
Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para
juzgar, porque es Hijo del hombre” (Jn 5,
26-27).
Un poder, por tanto, que coincide
con la misericordia que fluye en su Corazón desde el
seno del Padre, del que procede el Hijo y se hace
hombre “propter nos homines et propter nostram
salutem”. Cristo crucificado y resucitado, Cristo
que “subió a los cielos y está sentado a la derecha
del Padre”.
Cristo que es, por tanto, el Señor de la
vida eterna, se eleva sobre el mundo y sobre la
historia como un signo de amor infinito rodeado de
gloria, pero deseoso de recibir de cada hombre una
respuesta de amor para darles la vida eterna.
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ORACIÓN
PARA IMPLORAR FAVORES
POR
INTERCESIÓN DEL SIERVO DE DIOS EL PAPA JUAN PABLO II
Oh Trinidad Santa,
te damos gracias por haber concedido a la Iglesia al
Papa Juan Pablo II y porque en él has reflejado la
ternura de Tu paternidad, la gloria de la Cruz de Cristo y el esplendor del
Espíritu de amor. El, confiando totalmente en tu infinita misericordia y en
la maternal intercesión de María, nos ha mostrado una imagen viva de Jesús
Buen Pastor, indicándonos la santidad, alto grado de la vida cristiana
ordinaria, como camino para alcanzar la comunión eterna Contigo.
Concédenos, por su intercesión, y si es Tu voluntad, el favor que
imploramos, con la esperanza de que sea pronto incluido en el número de tus
santos.
Padrenuestro. Avemaría. Gloria.
Con aprobación eclesiástica
CARD. CAMILLO RUINI
Vicario General de Su Santidad
para la Diócesis de Roma
Se ruega a quienes obtengan gracias por
intercesión del Siervo de Dios Juan Pablo II, las comuniquen al Postulador
de la Causa, Monseñor Slawomir Oder. Vicariato di Roma. Piazza San Giovanni
in Laterano 6/A 00184 ROMA . También puede enviar su testimonio por correo
electrónico a la siguiente dirección:
postulazione.giovannipaoloii@vicariatusurbis.org
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