1. El salmo 116 dice: «El Señor es benigno y
justo; nuestro Dios es misericordioso» (Sal 116, 5). A
primera vista, juicio y misericordia parecen dos realidades
inconciliables; o, al menos, parece que la segunda sólo se integra
con la primera si ésta atenúa su fuerza inexorable. En cambio, es
preciso comprender la lógica de la sagrada Escritura, que las
vincula; más aún, las presenta de modo que una no puede existir sin
la otra.
El sentido de la justicia divina es captado
progresivamente en el Antiguo Testamento a partir de la situación de
la persona que obra bien y se siente injustamente amenazada. Es en
Dios donde encuentra refugio y protección. Esta experiencia la
expresan en varias ocasiones los salmos que, por ejemplo afirman:
«Yo sé que el Señor hace justicia al afligido y defiende el derecho
del pobre. Los justos alabarán tu nombre; los honrados habitarán en
tu presencia» (Sal 140, 13-14).
En la sagrada Escritura la intervención en favor
de los oprimidos es concebida sobre todo como justicia, o sea,
fidelidad de Dios a las promesas salvíficas hechas a Israel. Por
consiguiente, la justicia de Dios deriva de la iniciativa gratuita y
misericordiosa por la que Él se ha vinculado a su pueblo mediante
una alianza eterna. Dios es justo porque salva, cumpliendo así sus
promesas, mientras que el juicio sobre el pecado y sobre los impíos
no es más que otro aspecto de su misericordia. El pecador
sinceramente arrepentido siempre puede confiar en esta justicia
misericordiosa (cf. Sal 50, 6. 16).
Frente a la dificultad de encontrar justicia en
los hombres y en sus instituciones, en la Biblia se abre camino la
perspectiva de que la justicia sólo se realizará plenamente en el
futuro, por obra de un personaje misterioso, que progresivamente irá
asumiendo caracteres mesiánicos más precisos: un rey o hijo de rey (cf.
Sal 72, 1), un retoño que «brotará del tronco de Jesé» (Is
11, 1), un «vástago justo» (Jr 23, 5) descendiente de David.
2. La figura del Mesías, esbozada en muchos
textos sobre todo de los libros proféticos, asume, en la perspectiva
de la salvación, funciones de gobierno y de juicio, para la
prosperidad y el crecimiento de la comunidad y de cada uno de sus
miembros.
La función judicial se ejercerá sobre buenos y
malos, que se presentarán juntos al juicio, donde el triunfo de los
justos se transformará en pánico y en asombro para los impíos (cf.
Sb 4, 20-5, 23; cf. también Dn 12, 1-3). El juicio
encomendado al «Hijo del hombre», en la perspectiva apocalíptica del
libro de Daniel, tendrá como efecto el triunfo del pueblo de los
santos del Altísimo sobre las ruinas de los reinos de la tierra (cf.
Dn 7, 18 y 27).
Por otra parte, incluso quien puede esperar un
juicio benévolo, es consciente de sus propias limitaciones. Así se
va despertando la conciencia de que es imposible ser justos sin la
gracia divina, como recuerda el salmista: «Señor, (...) tú que eres
justo, escúchame. No llames a juicio a tu siervo, pues ningún hombre
es inocente frente a ti» (Sal 143, 1-2).
3. La misma lógica de fondo se vuelve a encontrar
en el Nuevo Testamento, donde el juicio divino está vinculado a la
obra salvífica de Cristo.
Jesús es el «Hijo del hombre», al que el Padre ha
transmitido el poder de juzgar. Él ejercerá el juicio sobre todos
los que saldrán de los sepulcros, separando a los que están
destinados a una resurrección de vida de los que experimentarán una
resurrección de condena (cf. Jn 5, 26-30). Sin embargo, como
subraya el evangelista san Juan, «Dios no ha enviado a su Hijo al
mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él»
(Jn 3, 17). Sólo quien haya rechazado la salvación, ofrecida
por Dios con una misericordia ilimitada, se encontrará condenado,
porque se habrá condenado a sí mismo.
4. San Pablo profundiza, en sentido salvífico, el
concepto de «justicia de Dios», que se realiza «por la fe en
Jesucristo, para todos los que creen» (Rm 3, 22). La justicia
de Dios está íntimamente unida al don de la reconciliación: si por
Cristo nos dejamos reconciliar con el Padre, podemos llegar a ser,
también nosotros, por medio de Él, justicia de Dios (cf. 2 Co
5, 18-21).
Así, justicia y misericordia se entienden como
dos dimensiones del mismo misterio de amor: «Pues Dios encerró a
todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de
misericordia» (Rm 11, 32). Por eso, el amor, que constituye
la base de la actitud divina y debe llegar a ser una virtud
fundamental del creyente, nos impulsa a tener confianza en el día
del juicio, excluyendo todo temor (cf. 1 Jn 4, 18). A
imitación de este juicio divino, también el humano debe realizarse
de acuerdo con una ley de libertad, en la que debe prevalecer
precisamente la misericordia: «Hablad y obrad tal como corresponde a
los que han de ser juzgados por la ley de la libertad, porque tendrá
un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la
misericordia se siente superior al juicio» (St 2, 12-13).
5. Dios es Padre de misericordia y de toda
consolación. Por esto, en la quinta petición del Padre
nuestro, la oración por excelencia, «nuestra petición empieza
con una confesión en la que afirmamos, al mismo tiempo,
nuestra miseria y su misericordia» (Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 2839). Jesús, al revelarnos la plenitud de la
misericordia del Padre, también nos enseñó que a este Padre tan
justo y misericordioso sólo se accede por la experiencia de la
misericordia que debe caracterizar nuestras relaciones con el
prójimo. «Este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en
nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han
ofendido. (...) Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y
hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al
amor misericordioso del Padre» (ib., n. 2840).