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(en el siglo Karol Wojtyla)
Sumo Pontífice
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PATER NOSTER |
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Pater noster, qui es in cælis, sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnum
tuum. Fiat voluntas tua, sicut in cælo et in terra.
Panem nostrum quotidianum da nobis hodie. Et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris. Et ne nos inducas in tentationem:
sed libera nos a malo.
Amen.
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Padre nuestro, que
estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro
pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a
los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.
Amén.
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LA HUMANIDAD EN CAMINO HACIA EL PADRE
Audiencia del miércoles 26 de mayo de 1999
1. El tema sobre el que estamos reflexionando en
este último año de preparación para el jubileo, es decir, el camino
de la humanidad hacia el Padre, nos sugiere meditar en la
perspectiva escatológica, o sea, en la meta final de la historia
humana. Especialmente en nuestro tiempo todo procede con increíble
velocidad, tanto por los progresos de la ciencia y de la técnica
como por el influjo de los medios de comunicación social. Por eso,
surge espontáneamente la pregunta: ¿cuál es el destino y la meta
final de la humanidad? A este interrogante da una respuesta
específica la palabra de Dios, que nos presenta el designio de
salvación que el Padre lleva a cabo en la historia por medio de
Cristo y con la obra del Espíritu Santo.
En el Antiguo Testamento es fundamental la
referencia al Éxodo, con su orientación hacia la entrada en la
Tierra prometida. El Éxodo no es solamente un acontecimiento
histórico, sino también la revelación de una actividad salvífica de
Dios, que se realizará progresivamente, como los profetas se
encargan de mostrar, iluminando el presente y el futuro de Israel.
2. En el tiempo del exilio, los profetas anuncian
un nuevo Éxodo, un regreso a la Tierra prometida. Con este renovado
don de la tierra, Dios no sólo reunirá a su pueblo disperso entre
las naciones; también transformará a cada uno en su corazón, o sea,
en su capacidad de conocer, amar y obrar: «Yo les daré un nuevo
corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el
corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen
según mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica, y
así sean mi •pueblo y yo sea su Dios» (Ez 11, 19-20; cf. 36,
26-28).
El pueblo, esforzándose por cumplir las normas
establecidas en la alianza, podrá habitar en un ambiente parecido al
que salió de las manos de Dios en el momento de la creación: «Esta
tierra, hasta ahora devastada, se ha hecho como jardín de Edén, y
las ciudades en ruinas, devastadas y demolidas, están de nuevo
fortificadas y habitadas» (Ez 36, 35). Se tratará de una
alianza nueva, concretada en la observancia de una ley escrita en el
corazón (cf. Jr 31, 31-34).
Luego la perspectiva se ensancha y se anuncia la
promesa de una nueva tierra. La meta final es una nueva Jerusalén,
en la que ya no habrá aflicción, como leemos en el libro de Isaías:
«He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva (...). He aquí que
yo voy a crear para Jerusalén alegría, y para su pueblo gozo. Y será
Jerusalén mi alegría, y mi pueblo mi gozo, y no se oirán más en ella
llantos ni lamentaciones» (Is 65, 17-19).
3. El Apocalipsis recoge esta visión. San Juan
escribe: «Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el
primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe
ya. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo,
de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo»
(Ap 21, 1-2).
El paso a este estado de nueva creación exige un
compromiso de santidad, que el Nuevo Testamento revestirá de un
radicalismo absoluto, como se lee en la segunda carta de san Pedro:
«Puesto que todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene
que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y
acelerando la venida del día de Dios, en el que los cielos, en
llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados, se fundirán? Pero
esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva
tierra, en los que habite la justicia» (2 P 3, 11-13).
4. La Resurrección de Cristo, su
Ascensión y el
anuncio de su regreso abrieron nuevas perspectivas escatológicas. En
el discurso pronunciado al final de la cena, Jesús dijo: «Voy a
prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar,
volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté Yo estéis también
vosotros» (Jn 14, 2-3). Y san Pablo escribió a los
Tesalonicenses: «El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un
arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que
murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros,
los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes,
junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así
estaremos siempre con el Señor» (1 Ts 4, 16-17).
No se nos ha informado de la fecha de este
acontecimiento final. Es preciso tener paciencia, a la espera de
Jesús resucitado, que, cuando los Apóstoles le preguntaron si estaba
a punto de restablecer el reino de Israel, respondió invitándolos a
la predicación y al testimonio: «A vosotros no os toca conocer el
tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino
que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y
Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 7-8).
5. La tensión hacia el acontecimiento hay que
vivirla con serena esperanza, comprometiéndose en el tiempo presente
en la construcción del reino que al final Cristo entregará al Padre:
«Luego, vendrá el fin, cuando entregue a Dios Padre el reino,
después de haber destruido todo principado, dominación y potestad»
(1
Co 15, 24). Con Cristo, vencedor sobre las potestades
adversarias, también nosotros participaremos en la nueva creación,
la cual consistirá en una vuelta definitiva de todo a Aquel del que
todo procede. «Cuando hayan sido sometidas a Él todas las cosas,
entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a Él
todas las cosas, para que Dios sea todo en todos» (1 Co 15,
28).
Por tanto, debemos estar convencidos de que
«somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al
Señor Jesucristo» (Flp 3, 20). Aquí abajo no tenemos una
ciudad permanente (cf. Hb 13, 14). Al ser peregrinos, en
busca de una morada definitiva, debemos aspirar, como nuestros
padres en la fe, a una patria mejor, «es decir, a la celestial» (Hb
11, 16).

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COOPERAR A LA LLEGADA DEL REINO DE DIOS EN EL
MUNDO
Audiencia del
miércoles 6 de diciembre de 2000
1. En este
año del gran jubileo, el tema de fondo de
nuestras catequesis es la gloria de la Trinidad,
tal como se nos reveló en la historia de la
salvación. Hemos reflexionado sobre la
Eucaristía, máxima celebración de Cristo
presente bajo las humildes especies del pan y
del vino. Ahora queremos dedicar algunas
catequesis al compromiso que se nos pide para
que la gloria de la Trinidad resplandezca
plenamente en el mundo.
Y nuestra reflexión toma como punto de partida
el evangelio de san Marcos, donde leemos:
"Marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la buena
nueva de Dios, diciendo: "El tiempo se ha
cumplido y el reino de Dios está cerca;
convertíos y creed en el Evangelio""
(Mc
1, 14-15). Estas son las primeras palabras que
Jesús pronuncia ante la multitud: contienen el
núcleo de su Evangelio de esperanza y salvación,
el anuncio del reino de Dios. Desde ese momento
en adelante, como observan los evangelistas,
"recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus
sinagogas, proclamando la buena nueva del Reino
y curando toda enfermedad y toda dolencia en el
pueblo" (Mt 4, 23; cf. Lc 8, 1).
En esa línea se sitúan los Apóstoles, al igual
que san Pablo, el Apóstol de las gentes, llamado
a "anunciar el Reino de Dios" en medio de las
naciones hasta la capital del imperio romano (cf.
Hch 20, 25; 28, 23. 31).
2. Con el Evangelio del Reino, Cristo se remite
a las Escrituras sagradas que, con la imagen de
un rey, celebran el señorío de Dios sobre el
cosmos y sobre la historia. Así leemos en el
Salterio: "Decid a los pueblos: "El Señor es
rey; él afianzó el orbe, y no se moverá; él
gobierna a los pueblos rectamente"" (Sal 96,
10). Por consiguiente, el Reino es la acción
eficaz, pero misteriosa, que Dios lleva a cabo
en el universo y en el entramado de las
vicisitudes humanas. Vence las resistencias del
mal con paciencia, no con prepotencia y de forma
clamorosa.
Por eso, Jesús compara el Reino con el grano de
mostaza, la más pequeña de todas las semillas,
pero destinada a convertirse en un árbol
frondoso (cf. Mt 13, 31-32), o con la
semilla que un hombre echa en la tierra:
"duerma o se levante, de noche o de día, el
grano brota y crece, sin que él sepa cómo" (Mc
4, 27). El Reino es gracia, amor de Dios al
mundo, para nosotros fuente de serenidad y
confianza: "No temas, pequeño rebaño
-dice Jesús-, porque a vuestro
Padre le ha parecido bien daros a vosotros el
Reino" (Lc 12,
32). Los temores, los afanes y las angustias
desaparecen, porque el Reino de Dios está en
medio de nosotros en la persona de Cristo (cf. Lc
17, 21).
3. Con todo, el hombre no es un testigo inerte
del ingreso de Dios en la historia. Jesús nos
invita a "buscar" activamente "el
Reino de Dios
y su justicia" y a considerar esta búsqueda como
nuestra preocupación principal (cf. Mt
6, 33). A los que "creían que el reino de Dios
aparecería de un momento a otro" (Lc 19,
11), les recomienda una actitud activa en vez de
una espera pasiva, contándoles la parábola de
las diez minas encomendadas para hacerlas
fructificar (cf. Lc 19, 12-27). Por su
parte, el apóstol San Pablo declara que "el
Reino de Dios no es cuestión de comida o bebida,
sino -ante todo- de justicia" (Rm 14, 17)
e insta a los fieles a poner sus miembros al
servicio de la justicia con vistas a la
santificación (cf. Rm 6, 13. 19).
Así pues, la persona humana está llamada a
cooperar con sus manos, su mente y su corazón al
establecimiento del Reino de Dios en el mundo.
Esto es verdad de manera especial con respecto a
los que están llamados al apostolado y que son,
como dice san Pablo, "cooperadores del reino de
Dios" (Col 4, 11), pero también es verdad
con respecto a toda persona humana.
4. En el Reino entran las personas que han
elegido el camino de las bienaventuranzas
evangélicas, viviendo como "pobres de espíritu"
por su desapego de los bienes materiales, para
levantar a los últimos de la tierra del polvo de
la humillación. "¿Acaso no ha escogido Dios a
los pobres según el mundo -se pregunta el
apóstol Santiago en su carta- para
enriquecerlos en la fe y hacerlos herederos del
Reino que prometió a los que le aman?" (St 2, 5).
En el Reino entran los que soportan con amor los
sufrimientos de la vida: "Es necesario que
pasemos por muchas tribulaciones para entrar en
el Reino de Dios": (Hch 14, 22; cf. 2
Ts 1, 4-5), donde Dios mismo "enjugará toda
lágrima (...) y no habrá ya muerte ni llanto ni
gritos ni fatigas" (Ap 21, 4). En el
Reino entran los puros de corazón que eligen la
senda de la justicia, es decir, de la adhesión a
la voluntad de Dios, como advierte san Pablo:
"¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán
el Reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los
impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros,
(...) ni los avaros, ni los borrachos, ni los
ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino
de Dios" (1 Co 6, 9-10, cf. 15, 50; Ef
5, 5).
5. Así pues, todos los justos de la tierra,
incluso los que no conocen a Cristo y a su
Iglesia, y que, bajo el influjo de la gracia,
buscan a Dios con corazón sincero (cf. Lumen
gentium, 16), están llamados a edificar el
reino de Dios, colaborando con el Señor, que es
su artífice primero y decisivo. Por eso, debemos
ponernos en sus manos, confiar en su palabra y
dejarnos guiar por Él como niños inexpertos que
sólo en el Padre encuentran la seguridad: "El
que no reciba el Reino de Dios como niño
-dijo Jesús-, no entrará en él" (Lc 18, 17).
Con este espíritu debemos hacer nuestra la
invocación: "¡Venga tu reino!". En la historia
de la humanidad esta invocación se ha elevado
innumerables veces al cielo como un gran anhelo
de esperanza: "¡Venga a nosotros la paz de tu
reino!", exclama Dante en su paráfrasis del
Padrenuestro (Purgatorio XI, 7). Esa
invocación nos impulsa a dirigir nuestra mirada
al regreso de Cristo y alimenta el deseo de la
venida final del Reino de Dios. Sin embargo,
este deseo no impide a la Iglesia cumplir su
misión en este mundo; al contrario, la
compromete aún más (cf. Catecismo de la
Iglesia católica, n. 2818), a la espera de
poder cruzar el umbral del Reino, del que la
Iglesia es germen e inicio (cf. Lumen gentium,
5), cuando llegue al mundo en plenitud.
Entonces, como nos asegura San Pedro en su
segunda carta, "se os dará amplia entrada en el
reino eterno de nuestro Señor y Salvador
Jesucristo" (2 P 1, 11).

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ORACIÓN
PARA IMPLORAR FAVORES
POR
INTERCESIÓN DEL SIERVO DE DIOS EL PAPA JUAN PABLO II
Oh Trinidad Santa,
te damos gracias por haber concedido a la Iglesia al
Papa Juan Pablo II y porque en él has reflejado la
ternura de Tu paternidad, la gloria de la Cruz de Cristo y el esplendor del
Espíritu de amor. El, confiando totalmente en tu infinita misericordia y en
la maternal intercesión de María, nos ha mostrado una imagen viva de Jesús
Buen Pastor, indicándonos la santidad, alto grado de la vida cristiana
ordinaria, como camino para alcanzar la comunión eterna Contigo.
Concédenos, por su intercesión, y si es Tu voluntad, el favor que
imploramos, con la esperanza de que sea pronto incluido en el número de tus
santos.
Padrenuestro. Avemaría. Gloria.
Con aprobación eclesiástica

CARD. CAMILLO RUINI
Vicario General de Su Santidad
para la Diócesis de Roma
Se ruega a quienes obtengan gracias por
intercesión del Siervo de Dios Juan Pablo II, las comuniquen al Postulador
de la Causa, Monseñor Slawomir Oder. Vicariato di Roma. Piazza San Giovanni
in Laterano 6/A 00184 ROMA . También puede enviar su testimonio por correo
electrónico a la siguiente dirección:
postulazione.giovannipaoloii@vicariatusurbis.org
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