En el camino de preparación al Gran
Jubileo, el año 1999 abre «los horizontes del creyente según la visión misma
de Cristo: la visión del "Padre celestial" (cfr Mt 5,45)» (Tertio
millennio adveniente, 49) (*) e invita a reflexionar sobre la vocación que
constituye el verdadero horizonte de cada corazón humano: la vida eterna.
Propiamente en esta luz se revela toda la importancia de las vocaciones al
sacerdocio y a la vida consagrada con las cuales el Padre celestial, de quien «viene
toda dádiva perfecta y todo don perfecto» (Sant 1,17), continúa
enriqueciendo a su Iglesia.
Un himno de alabanza brota espontáneo
del corazón: "Bendito sea Dios, Padre del Señor nuestro Jesucristo" (Ef
1,3) por el don, también en este siglo que está llegando a su fin, de numerosas
vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada en sus diversas
formas.
Dios continúa manifestándose Padre a
través de hombres y de mujeres que, impulsados por la fuerza del Espíritu Santo,
testimonian con la palabra y con las obras, e incluso con el martirio, su
entrega sin reservas al servicio de los hermanos. Mediante el ministerio
ordenado de Obispos, presbíteros y diáconos, Él ofrece garantía permanente de la
presencia sacramental de Cristo Redentor (cfr
Christifideles laici,22),
haciendo crecer la Iglesia, gracias a su específico servicio, en la unidad de un
solo cuerpo y en la variedad de vocaciones, ministerios y carismas.
Él ha derramado abundantemente el
Espíritu en sus hijos de adopción, poniendo de manifiesto en las diversas formas
de vida consagrada su amor de Padre, que quiere abarcar la humanidad entera. Es
un amor, el suyo, que espera con paciencia y acoge con gozo a quien se ha
alejado; que educa y corrige; que sacia el hambre de amor de cada persona. Él
continúa mostrando horizontes de vida eterna que abren el corazón a la
esperanza, aun a pesar de las dificultades, del dolor y de la muerte,
especialmente por medio de cuantos han abandonado todo por seguir a Cristo,
consagrándose enteramente a la realización del Reino.
En este 1999 dedicado al Padre
celestial, quisiera invitar a todos los fieles a reflexionar siguiendo los pasos de
la oración que Jesús mismo nos enseñó, el "Padre nuestro".
1. "Padre nuestro, que estás en el
cielo"
Invocar a Dios como Padre significa
reconocer que su amor es el manantial de la vida. En el Padre celestial el
hombre, llamado a ser su hijo descubre «haber sido elegido antes de la
constitución del mundo, para ser santo e irreprensible en su presencia por la
caridad» (Ef,1,4). El Concilio Vaticano II recuerda que «Cristo...
en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación»
(Gaudium et spes, 22). Para la persona humana la fidelidad a Dios es
garantía de fidelidad a sí mismo y, de esta manera, de plena realización del
propio proyecto de vida.
Toda vocación tiene su raíz en el
Bautismo, cuando el cristiano, "renacido por el agua y por el Espíritu" (Jn
3,5) participa del acontecimiento de gracia que a las orillas del río Jordán
manifestó a Jesús como "Hijo predilecto" en el que el Padre se había
complacido (Lc 3,22). En el Bautismo radica, para toda vocación, el
manantial de la verdadera fecundidad. Es necesario, por tanto, que se preste
especial atención para iniciar a los catecúmenos y a los pequeños en el
redescubrimiento del Bautismo, y conseguir establecer una auténtica relación
filial con Dios.
2. "Santificado sea tu nombre"
La vocación a "ser santos, porque
Él
es santo" (Lv 11,44) se lleva a cabo cuando se reconoce a Dios el
puesto que le corresponde. En nuestro tiempo, secularizado y también fascinado
por la búsqueda de lo sagrado, hay especial necesidad de santos que, viviendo
intensamente el primado de Dios en su vida, hagan perceptible su presencia
amorosa y providente.
La santidad, don que se debe pedir
continuamente, constituye la respuesta más preciosa y eficaz al hambre de
esperanza y de vida del mundo contemporáneo. La humanidad necesita presbíteros
santos y almas consagradas que vivan diariamente la entrega total de sí a Dios y
al prójimo; padres y madres capaces de testimoniar dentro de los muros
domésticos la gracia del sacramento del matrimonio, despertando en cuantos se
les aproximan el deseo de realizar el proyecto del Creador sobre la familia;
jóvenes que hayan descubierto personalmente a Cristo y quedado tan fascinados
por Él como para apasionar a sus coetáneos por la causa del Evangelio.
3. "Venga a nosotros tu Reino"
La santidad remite al "Reino de Dios",
que Jesús representó simbólicamente en el grande y gozoso banquete propuesto a
todos, pero destinado sólo a quien acepta llevar la "vestidura nupcial"
de la gracia.
La invocación "venga tu Reino"
llama a la conversión y recuerda que la jornada terrena del hombre debe estar
marcada por la diuturna búsqueda del reino de Dios antes y por encima de
cualquier otra cosa. Es una invocación que invita a dejar
el mundo de las palabras
que se esfuman para asumir generosamente, a pesar de cualquier dificultad y
oposición, los compromisos a los que el Señor llama.
Pedir al Señor "venga tu Reino"
conlleva, además, considerar la casa del Padre como propia morada, viviendo y
actuando según el estilo del Evangelio y amando en el Espíritu de Jesús;
significa, al mismo tiempo, descubrir que el Reino es una "semilla pequeña"
dotada de una insospechable plenitud de vida, pero expuesta continuamente al
riesgo de ser rechazada y pisoteada.
Que cuantos son llamados al sacerdocio
o a la vida consagrada acojan con generosa disponibilidad la semilla de la
vocación que Dios ha depositado en su corazón. Atrayéndoles a seguir a Cristo
con corazón indiviso, el Padre les invita a ser apóstoles alegres y libres del
Reino. En la respuesta generosa a la invitación, ellos encontrarán aquella
felicidad verdadera a la que aspira su corazón.
4. "Hágase tu voluntad"
Jesús dijo: "Mi alimento es hacer la
voluntad del que me envió y acabar su obra" (Jn, 4,34). Con estas
palabras, Él revela que el proyecto personal de la vida está escrito por un
benévolo designio del Padre. Para descubrirlo es necesario renunciar a una
interpretación demasiado terrena de la vida, y poner en Dios el fundamento y el
sentido de la propia existencia. La vocación es ante todo don de Dios: no es
escoger, sino ser escogido; es respuesta a un amor que precede y acompaña. Para
quien se hace dócil a la voluntad del Señor la vida llega a ser un bien
recibido, que tiende por su naturaleza a transformarse en ofrenda y don.
5. "Danos hoy nuestro pan de cada
día"
Jesús hizo de la voluntad del Padre su
alimento diario (cfr Jn, 4,34), e invitó a los suyos a gustar aquel pan
que sacia el hambre del espíritu: el pan de la Palabra y de la Eucaristía.
A ejemplo de María, es preciso aprender
a educar el corazón a la esperanza, abriéndolo a aquel "imposible" de Dios, que
hace exultar de gozo y de agradecimiento. Para aquellos que responden
generosamente a la invitación del Señor, los acontecimientos agradables y
dolorosos de la vida llegan a ser, de esta manera, motivo de coloquio confiado
con el Padre, y ocasión de continuo descubrimiento de la propia identidad de
hijos predilectos llamados a participar con un papel propio y específico en la
gran obra de salvación del mundo, comenzada por Cristo y confiada ahora a su
Iglesia.
6. "Perdona nuestras ofensas como
también nosotros perdonamos a los que nos ofenden"
El perdón y la reconciliación son el
gran don que ha hecho irrupción en el mundo desde el momento
en que Jesús, enviado por el Padre, declaró abierto "el año de gracia del
Señor" (Lc 4,19). El se hizo "amigo de los pecadores" (Mt
11,19), dio su vida "para la remisión de los pecados" (Mt 26,28)
y, por fin, envió a sus discípulos al último confín de la tierra para anunciar
la penitencia y el perdón.
Conociendo la fragilidad humana, Dios
preparó para el hombre el camino de la misericordia y del perdón como
experiencia que compartir -se es perdonado si se perdona- para que aparezcan en
la vida renovada por la gracia los rasgos auténticos de los verdaderos hijos del
único Padre celestial.
7. "No nos dejes en la tentación, y
líbranos del mal"
La vida cristiana es un proceso
constante de liberación del mal y del pecado. Por el sacramento de la
Reconciliación el poder de Dios y su santidad se comunican como fuerza nueva que
conduce a la libertad de amar, haciendo triunfar el bien.
La lucha contra el mal, que Cristo
libró decididamente, está hoy confiada a la Iglesia y a cada cristiano, según la
vocación, el carisma y el ministerio de cada uno. Un rol fundamental está
reservado a cuantos han sido elegidos al ministerio ordenado: obispos,
presbíteros y diáconos. Pero un insustituible y específico aporte es ofrecido
también por los Institutos de vida consagrada, cuyos miembros «hacen visible,
en su consagración y total entrega, la presencia amorosa y salvadora de Cristo,
el consagrado del Padre, enviado en misión» (Vita consecrata, 76).
¿Cómo no subrayar que la promoción de
las vocaciones al ministerio ordenado y a la vida consagrada debe llegar a ser
compromiso armónico de toda la Iglesia y de cada uno de los creyentes? A éstos
manda el Señor: «Rogad al Dueño de la mies para que envíe obreros a su mies»
(Lc, 10,2).
Conscientes de esto, nos dirigimos
unidos en la oración al Padre celestial, dador de todo bien:
8. Padre bueno,
en Cristo tu Hijo
nos revelas tu amor,
nos abrazas como a tus hijos
y nos ofreces la posibilidad de descubrir
en tu voluntad los rasgos
de nuestro verdadero rostro.
Padre santo,
Tú nos llamas a ser santos
como tú eres santo.
Te pedimos que nunca falten
a tu Iglesia ministros y apóstoles santos
que, con la palabra y los sacramentos,
preparen el camino para el encuentro contigo.
Padre misericordioso
da a la humanidad descarriada
hombres y mujeres que,
con el testimonio de una vida transfigurada
a imagen de tu Hijo,
caminen alegremente
con todos los demás hermanos y hermanas
hacia la patria celestial.
Padre nuestro,
con la voz de tu Espíritu Santo,
y confiando en la materna intercesión de María,
te pedimos ardientemente:
manda a tu Iglesia sacerdotes,
que sean valientes testimonios
de tu infinita bondad.