ESCUELA DE ORACIÓN DE JUAN PABLO II
"TOTUS TUUS"
ORACIÓN Y MEDITACIONES
ENCUENTRO
9 - PRIMER DOMINGO DEL MES
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MATERIAL
DE APOYO PARA REFLEXIONES, MEDITACIONES Y ORACIONES, PERSONALES
Y/O COMUNITARIAS
Para el Suscriptor de "El Camino de María"
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«Nuestras
comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “Escuelas
de Oración”» (Juan Pablo II)
La Escuela de
oración de Juan Pablo II es una propuesta de meditaciones y ejercicios
orientados a profundizar nuestra relación personal con Dios. Los
textos presentados aquí, aunque pueden ser de ayuda para la oración
individual, o bien para enriquecer la oración de distintas
comunidades, están primordialmente dirigidos a los nuevos grupos de
oración de Juan Pablo II. A estos grupos les proponemos un programa
sencillo.
1. Vivir la oración de cada día
en el espíritu del “Totus Tuus”
2. Cada semana, dedicar al
menos media hora a la adoración del Santísimo Sacramento (en
caso de enfermedad o dificultades – adorar la Cruz de Cristo)
3. Una vez al mes
reflexionar sobre el don de la oración, mediante la lectura
personal o participando en encuentros formativos de la “Escuela de
oración”
4. Una vez al año hacer
ejercicios espirituales, en los que se profundiza en la vida de
oración; por ejemplo los organizados en la parroquia, o bien hacer
la Novena a la Divina Misericordia.
La tarea más difícil es la de madurar la actitud expresada en las
palabras “Totus Tuus –Soy todo Tuyo”. Es preciso,
pues, asumir la diaria fatiga del trabajo sobre sí mismos,
apoyándose en la adoración semanal, en la reflexión
mensual y en los ejercicios espirituales anuales.
Las meditaciones y las
prácticas espirituales, propuestas para cada mes, serán de gran
ayuda para llevar a cabo estos compromisos. En ellas encontraremos
reflexiones sobre la palabra de las Sagradas Escrituras, testimonios
sobre la oración del Papa y también sus enseñanzas sobre el tema de
la oración. El día indicado para esta reflexión orante y de
adoración es el primer domingo de cada mes.
Para
el Encuentro de este mes hemos seleccionado dos textos de la
Catequesis del Siervo de Dios Juan Pablo II:
EL
MISTERIO PASCUAL. LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO EN LA HORA SUPREMA DE
JESÚS.
¡CREED
EN DIOS, CREED TAMBIÉN EN MÍ! (Jn 14, 1)
Asimismo
les invitamos a descargar gratuitamente a vuestra computadora el
libro digital EL ESPÍRITU
SANTO EN LA ORACIÓN DE CRISTO Y DEL HOMBRE desde
la siguiente dirección:
http://virgofidelis.com.ar/paFileDB/pafiledb.php?action=file&id=35
El
contenido del libro es el siguiente:
1. EL
ESPÍRITU SANTO EN LA ORACIÓN DE CRISTO
2. LA ORACIÓN DE JESÚS
3. ORACIÓN DE ACCIÓN DE GRACIAS AL PADRE
4. JESÚS ENSEÑA A ORAR A SUS DISCÍPULOS
5. LA ORACIÓN DE MARÍA EN EL MAGNÍFICAT
6. CONTEMPLAR A CRISTO CON MARÍA
7. LA ORACIÓN A MARÍA
8. NATURALEZA DEL CULTO A MARÍA
9. QUÉ ES LA ORACIÓN? COMO HACERLA?
10.JESUCRISTO ES NUESTRO CAMINO
12.DIOS ES EL PROTAGONISTA EN LA ORACIÓN
EL
MISTERIO PASCUAL
LA
ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO EN LA HORA SUPREMA DE JESÚS
AUDIENCIA GENERAL .
Miércoles 10 de junio de 1998
1. Toda la vida de Cristo se
realizó en el Espíritu Santo. San Basilio afirma que el
Espíritu «fue su compañero inseparable en todo» (De Spiritu
Sancto, 16) y nos brinda esta admirable síntesis de la historia de
Cristo: «Venida de Cristo: el Espíritu Santo lo precede. Encarnación:
el Espíritu Santo está presente. Realización de milagros, gracias y
curaciones: por medio del Espíritu Santo. Expulsión de demonios y
encadenamiento del demonio: mediante el Espíritu Santo. Perdón de los
pecados y unión con Dios: por el Espíritu Santo. Resurrección de los
muertos: por virtud del Espíritu Santo» (ib., 19).
Después de meditar en el
Bautismo de Jesús y en su Misión, realizada con la fuerza del
Espíritu, queremos ahora reflexionar sobre la revelación del Espíritu
en la «hora» suprema de Jesús, la hora de su Muerte y Resurrección.
2. La presencia del Espíritu
Santo en el momento de la Muerte de Jesús se supone ya por el simple
hecho de que en la Cruz muere en su naturaleza humana el Hijo de Dios.
Si «unus de Trinitate passus est» (DS, 401), es decir,
«si quien sufrió es una Persona de la Trinidad», en su Pasión se halla
presente toda la Trinidad y, por consiguiente, también el Padre y el
Espíritu Santo.
Ahora bien, debemos
preguntarnos: ¿cuál fue precisamente la acción del Espíritu en la hora
suprema de Jesús? Sólo se puede responder a esta pregunta si se
comprende el misterio de la Redención como Misterio de Amor.
El pecado, que es rebelión de
la creatura frente al Creador, había interrumpido el diálogo de amor
entre Dios y sus hijos.
Con la Encarnación del Hijo
unigénito, Dios manifiesta a la humanidad pecadora su Amor fiel y
apasionado, hasta el punto de hacerse vulnerable en Jesús. El pecado,
por su parte, expresa en el Gólgota su naturaleza de «atentado contra
Dios», de forma que cada vez que los hombres vuelven a pecar
gravemente, como dice la carta a los Hebreos, «crucifican por su parte
de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia» (Hb 6,
6).
Al entregar a su Hijo por
nuestros pecados, Dios nos revela que su designio de Amor precede a
todos nuestros méritos y supera abundantemente cualquier infidelidad
nuestra. «En esto consiste el Amor: no en que nosotros hayamos amado a
Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación
por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10).
3. La Pasión y Muerte de
Jesús es un misterio inefable de Amor, en el que se hallan implicadas
las tres Personas divinas. El Padre tiene la iniciativa absoluta y
gratuita: es Él quien ama primero y, al entregar a su Hijo a nuestras
manos homicidas, expone su bien más querido. Él, como dice San Pablo,
«no perdonó a su propio Hijo», es decir, no lo conservó para Sí como
un tesoro, antes bien «lo entregó por todos nosotros» (Rm 8,
32).
El Hijo comparte plenamente
el Amor del Padre y su proyecto de salvación: «se entregó a Sí mismo
por nuestros pecados, (...) según la Voluntad de nuestro Dios y Padre»
(Ga 1, 4).
¿Y el Espíritu Santo? Al
igual que dentro de la vida trinitaria, también en esta circulación de
Amor que se realiza entre el Padre y el Hijo en el misterio del
Gólgota, el Espíritu Santo es la Persona-Amor, en la que convergen el
Amor del Padre y el del Hijo.
La carta a los Hebreos,
desarrollando la imagen del sacrificio, precisa que Jesús se ofreció
«con un Espíritu eterno» (Hb 9, 14). En la encíclica Dominum
et vivificantem expliqué que en ese pasaje «Espíritu eterno» se
refiere precisamente al Espíritu Santo: como el fuego consumaba las
víctimas de los antiguos sacrificios rituales, así también «el
Espíritu Santo actuó de manera especial en esta autodonación absoluta
del Hijo del hombre, para transformar el sufrimiento en Amor Redentor»
(n. 40). «El Espíritu Santo, como Amor y Don, desciende, en cierto
modo, al centro mismo del sacrificio, que se ofrece en la Cruz.
Refiriéndonos a la tradición bíblica, podemos decir: Él consuma
este sacrificio con el fuego del Amor, que une al Hijo con el
Padre en la comunión trinitaria. Y, dado que el sacrificio de la Cruz
es un acto propio de Cristo, también en este sacrificio Él “recibe”
el Espíritu Santo» (ib., 41).
Con razón, en la liturgia
romana, el sacerdote, antes de la comunión, ora con estas
significativas palabras: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que,
por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste con
tu muerte la vida al mundo...».
4. La historia de Jesús no
acaba con la muerte, sino que se abre a la vida gloriosa de la Pascua.
«Por su Resurrección de entre los muertos, Jesucristo, nuestro Señor
fue constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santidad»
(cf. Rm 1, 4).
La Resurrección es la
culminación de la Encarnación, y también ella, como la generación del
Hijo en el mundo, se realiza «por obra del Espíritu Santo». «Nosotros
—afirma San Pablo en Antioquía de Pisidia— os anunciamos la buena
nueva de que la promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en
nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús, como está escrito en
los salmos: “Hijo mío eres Tú; Yo te he engendrado hoy”» (Hch
13, 32-33).
El don del Espíritu que el
Hijo recibe en plenitud la mañana de Pascua es derramado por Él en
gran abundancia sobre la Iglesia. A sus discípulos, reunidos en el
Cenáculo, Jesús les dice: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,
22) y lo da «a través de las heridas de su crucifixión: “Les mostró
las manos y el costado”» (Dominum et vivificantem, 24). La
misión salvífica de Jesús se resume y se cumple en la donación del
Espíritu Santo a los hombres, para llevarlos nuevamente al Padre.
5. Si la gran obra del
Espíritu Santo es la Pascua del Señor Jesús, misterio de sufrimiento y
de gloria, también los discípulos de Cristo, por el don del Espíritu,
pueden sufrir con amor y convertir la cruz en el camino a la luz: «per
crucem ad lucem». El Espíritu del Hijo nos da la gracia de tener
los mismos sentimientos de Cristo y amar como Él amó, hasta dar la
vida por los hermanos: «Él dio su vida por nosotros, y también
nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos» (1 Jn 3,
16).
Al darnos su Espíritu, Cristo
entra en nuestra vida, para que cada uno de nosotros pueda decir, como
San Pablo: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí»
(Ga 2, 20). Toda la vida se transforma así en una continua
Pascua, un paso incesante de la muerte a la vida, hasta la última
Pascua, cuando pasaremos también nosotros con Jesús y como Jesús «de
este mundo al Padre» (Jn 13, 1). En efecto, como afirma San Ireneo de Lyon, «los que han recibido y tienen el Espíritu de Dios son
llevados al Verbo, es decir, al Hijo, y el Hijo los acoge y los
presenta al Padre, y el Padre les da la incorruptibilidad» (Demonstr.
Ap., 7).
¡CREED EN DIOS, CREED TAMBIÉN EN MÍ! (Jn 14, 1)
AUDIENCIA GENERAL . Miércoles 21 de octubre de 1987
1.
Los hechos que hemos analizado en la catequesis anterior son en su
conjunto elocuentes y prueban la conciencia de la propia
divinidad, que Jesús demuestra tener cuando se aplica a Sí mismo
el nombre de Dios, los atributos divinos, el poder juzgar al final
sobre las obras de todos los hombres, el poder perdonar los
pecados, el poder que tiene sobre la misma ley de Dios.
Todos son aspectos de la única verdad que Él afirma con fuerza,
la de ser verdadero Dios, una sola cosa con el Padre. Es lo
que dice abiertamente a los judíos, al conversar libremente con
ellos en el templo, el día de la fiesta de la Dedicación: “Yo y el
Padre somos una misma cosa” (Jn 10, 30). Y, sin embargo, al
atribuirse lo que es propio de Dios, Jesús habla de Sí mismo como
del “Hijo del hombre”, tanto por la unidad personal del hombre y
de Dios en Él, como por seguir la pedagogía elegida de conducir
gradualmente a los discípulos, casi tomándolos de la mano, a las
alturas y profundidades misteriosas de su verdad. Como Hijo del
hombre no duda en pedir: “CREED EN DIOS, CREED TAMBIÉN EN
MI” (Jn
14, 1).
El desarrollo de todo el discurso de los
capítulos 14-17 de Juan, y especialmente las respuestas que da
Jesús a Tomás y a Felipe, demuestran que cuando pide que crean en
Él, se trata no sólo de la fe en el Mesías como el Ungido y
el Enviado por Dios, sino de la fe en el Hijo que es de la misma
naturaleza que el Padre.
“CREED EN DIOS,
CREED TAMBIÉN EN MI”
(Jn
14, 1).
2. Estas palabras hay que examinarlas en el
contexto del diálogo de Jesús con los Apóstoles en la última Cena,
narrado en el Evangelio de Juan. Jesús dice a los Apóstoles que
va a prepararles un lugar en la casa del Padre (cf. Jn
14, 2-3). Y cuando Tomás le pregunta por el camino para ir a esa
casa, a ese nuevo Reino, Jesús responde que Él es el camino,
la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6). Cuando Felipe le pide
que muestre el Padre a los discípulos, Jesús replica de modo
absolutamente unívoco: “El que me ha visto a mí, ha visto al
Padre; ¿cómo dices tú: muéstranos al Padre? ¿No crees que Yo estoy
en el Padre y el Padre en Mí? Las palabras que Yo os digo nos las
hablo de Mí mismo; el Padre que mora en Mí hace sus obras.
Creedme, que Yo estoy en el Padre y el Padre en Mí; a lo
menos, creedlo por las obras” (Jn 14, 9-11).
La inteligencia humana no puede rechazar esta
declaración de Jesús, si no es partiendo ya a priori de un
prejuicio antidivino. A los que admiten al Padre, y más aún, lo
buscan piadosamente, Jesús se manifiesta a Sí mismo y des dice:
¡Mirad, el Padre está en Mí!
3. En todo caso, para ofrecer motivos de
credibilidad, Jesús apela a sus obras: a todo lo que ha
llevado a cabo en presencia de los discípulos y de toda la gente.
Se trata de obras santas y muchas veces milagrosas, realizadas
como signos de su verdad. Por esto merece que se tenga fe en Él.
Jesús lo dice no sólo en el círculo de los Apóstoles, sino ante
todo el pueblo. En efecto, leemos que, al día siguiente de la
entrada triunfal en Jerusalén, la gran multitud que había llegado
para las celebraciones pascuales, discutía sobre la figura de
Cristo y la mayoría no creía en Jesús, “aunque había hecho tan
grandes milagros en medio de ellos” (Jn 12, 37). En un
determinado momento “Jesús, clamando, dijo: El que cree en Mí, no
cree en Mí, sino en El que me ha enviado, y el que me ve, ve Al
que me ha enviado” (Jn 12, 44). Así, pues, podemos decir
que Jesucristo se identifica con Dios como objeto de la fe que
pide y propone a sus seguidores. Y les explica: “Las cosas que yo
hablo, las hablo según el Padre me ha dicho” (Jn 12, 50):
alusión clara a la fórmula eterna por la que el Padre genera al
Verbo-Hijo en la vida trinitaria.
Esta fe, ligada a las obras y a las palabras de
Jesús, se convierte en una “consecuencia lógica” para los que
honradamente escuchan a Jesús, observan sus obras, reflexionan
sobre sus palabras. Pero éste es también el presupuesto y la
condición indispensable que exige el mismo Jesús a los que quieren
convertirse en sus discípulos o beneficiarse de su poder divino.
4. A este respecto, es significativo lo que
Jesús dice al padre del niño epiléptico, poseído desde la infancia
por un “espíritu mudo” que se desenfrenaba en él de modo
impresionante. El pobre padre suplica a Jesús: “Si algo puedes,
ayúdanos por compasión hacia nosotros. Díjole Jesús: ¡Si puedes!
Todo es posible al que cree. Al instante, gritando, dijo el padre
del niño: ¡Creo! Ayuda a mi incredulidad” (Mc 9, 22-23).
Y
Jesús cura y libera a ese desventurado. Sin embargo, pide al padre
del muchacho una apertura del alma a la fe. Eso es lo que le han
dado a lo largo de los siglos tantas criaturas humildes y
afligidas que, como el padre del epiléptico, se han dirigido a Él
para pedirle ayuda en las necesidades temporales, y sobre todo en
las espirituales.
5. Pero allí donde los hombres, cualquiera que
sea su condición social y cultural, oponen una resistencia
derivada del orgullo e incredulidad, Jesús castiga esta actitud
suya no admitiéndolos a los beneficios concedidos por su poder
divino. Es significativo e impresionante lo que se lee de los
nazarenos, entre los que Jesús se encontraba porque había vuelto
después del comienzo de su ministerio, y de haber realizado los
primeros milagros. Ellos no sólo se admiraban de su doctrina y de
sus obras, sino que además “se escandalizaban de Él”, o sea,
hablaban de Él y lo trataban con desconfianza y hostilidad, como
persona no grata.
“Jesús les decía: ningún profeta es tenido en
poco sino en su patria y entre sus parientes y en su familia. Y no
pudo hacer allí ningún milagro fuera de que a algunos pocos
dolientes les impuso las manos y los curó. Él se admiraba de su
incredulidad” (Mc 6, 4-6). Los milagros son “signos” del
poder divino de Jesús. Cuando hay obstinada cerrazón al
reconocimiento de ese poder, el milagro pierde su razón de ser.
Por lo demás, también Él responde a los discípulos, que después de
la curación del epiléptico preguntan a Jesús porqué ellos, que
también habían recibido el poder del mismo Jesús, no consiguieron
expulsar al demonio. Él respondió: “Por vuestra poca fe: porque en
verdad os digo, que si tuvierais fe como un grano de mostaza,
diríais a este monte: Vete de aquí allá, y se iría, y nada os
sería imposible” (Mt 17, 19-20). Es un lenguaje figurado e
hiperbólico, con el que Jesús quiere inculcar a sus discípulos la
necesidad y la fuerza de la fe.
6. Es lo mismo que Jesús subraya como
conclusión del milagro de la curación del ciego de nacimiento,
cuando lo encuentra y le pregunta: “¿Crees en el Hijo del hombre?
Respondió él y dijo: ¿Quién es, Señor, para que crea en El? Díjole
Jesús: le estás viendo; es el que habla contigo. Dijo él:
Creo,
Señor, y se postró ante Él” (Jn 9, 35-38). Es el acto de fe
de un hombre humilde, imagen de todos los humildes que buscan a
Dios (cf. Dt 29, 3; Is 6, 9 ss.; Jer 5, 21; Ez 12,
2): él obtiene la gracia de una visión no sólo física, sino
espiritual, porque reconoce al “Hijo del hombre”, a diferencia de
los autosuficientes que confían únicamente en sus propias luces y
rechazan la luz que viene de lo alto y por lo tanto se
autocondenan, ante Cristo y ante Dios, a la ceguera (cf. Jn
9, 39-41).
7. La decisiva importancia de la fe aparece aún
con mayor evidencia en el diálogo entre Jesús y Marta ante el
sepulcro de Lázaro: “Díjole Jesús: Resucitará tu hermano.
Marta le
dijo: Sé que resucitará en la resurrección, en el último día.
Díjole Jesús: Yo soy la Resurrección y la Vida; el que cree en
Mí,
aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá
para siempre. ¿Crees tú esto? Díjole Marta: Sí, Señor; yo
creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que ha venido a
este mundo” (Jn 11, 23-27). Y Jesús resucita a Lázaro
como signo de su poder divino, no sólo de resucitar a los muertos
porque es Señor de la vida, sino de vencer la muerte, El, que como
dijo a Marta, ¡es la resurrección y la vida!
8.
La enseñanza de Jesús sobre la fe como
condición de su acción salvífica se resume y consolida en el
coloquio nocturno con Nicodemo,
"un jefe de los judíos” bien
dispuesto hacia Él y a reconocerlo como “maestro de parte de Dios”
(Jn 3, 2). Jesús mantiene con él un largo discurso sobre la
“vida nueva” y, en definitiva, sobre la nueva economía de la
salvación fundada en la fe en el Hijo del hombre que ha de ser
levantado “para que todo el que crea en Él tenga la vida eterna.
Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Unigénito Hijo,
para que todo el que crea en Él no perezca, sino que
tenga la vida eterna” (Jn 3, 15-16). Por lo tanto, la
fe en Cristo es condición constitutiva de la salvación, de la vida
eterna. Es la fe en el Hijo unigénito -consubstancial al Padre- en
quien se manifiesta el Amor del Padre. En efecto, “Dios no ha
enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que
el mundo sea salvo por Él” (Jn 3, 17). En realidad, el
juicio es inmanente a la elección que se hace, a la adhesión o al
rechazo de la fe en Cristo: “El que cree en El no será juzgado; el
que no cree, ya está juzgado, porque no creyó en el nombre del Unigénito Hijo de Dios” (Jn 3, 18).
Al hablar con Nicodemo, Jesús indica en el
´Misterio pascual el punto central de la fe que salva: “Es
preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que
creyere en Él tenga vida eterna” (Jn 3, 14-15). Podemos
decir también que éste es el “punto crítico” de la fe en Cristo.
La Cruz ha sido la prueba definitiva de la fe para los
Apóstoles y los discípulos de Cristo. Ante esa “elevación” había
que quedar conmovidos, como en parte sucedió. Pero el hecho de que
Él “resucitó al tercer día” les permitió salir victoriosos de la
prueba final. Incluso Tomás, que fue el último en superar la
prueba pascual de la fe, durante su encuentro con el Resucitado,
prorrumpió en esa maravillosa profesión de fe: “¡Señor mío y Dios
mío!” (Jn 20, 28). Como ya en ese otro tiempo Pedro en
Cesarea de Filipo (cf. Mt 16, 16), así también Tomás en
este encuentro pascual deja explotar el grito de la fe que viene
del Padre: Jesús crucificado y resucitado es “Señor y Dios”.
9. Inmediatamente después de haber hecho esta
profesión de fe y de la respuesta de Jesús proclama la
bienaventuranza de aquellos “que sin ver creyeron” (Jn 20,
29). Juan ofrece una primera conclusión de su Evangelio: “Muchas
otras señales hizo Jesús en la presencia de los discípulos, que no
están escritas en este libro, para que creáis que Jesús es el
Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su
nombre” (Jn 20, 30-31).
Así pues, todo lo que Jesús hacía y enseñaba,
todo lo que los Apóstoles predicaron y testificaron, y los
Evangelistas escribieron, todo lo que la Iglesia conserva y repite
de su enseñanza, debe servir a la fe, para que, creyendo,
se alcance la salvación. La salvación -y por lo tanto la vida
eterna- está ligada a la misión mesiánica de Jesucristo, de la
cual deriva toda la “lógica” y la “economía” de la fe
cristiana. Lo proclama el mismo Juan desde el prólogo de su
Evangelio: “A cuantos lo recibieron dióles poder de
venir a ser hijos de Dios: “A aquellos que creen en su Nombre”
(Jn 1, 12).
ADORACIÓN DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO
MENSAJE URBI ET ORBI .
Pascua, 27 de marzo de 2005
1. Mane nobiscum,
Domine!
¡Quédate con nosotros, Señor! (cf. Lc 24,29).
Con estas palabras, los discípulos de Emaús
invitaron al misterioso Viandante
a quedarse con ellos al caer de la tarde
aquel primer día después del sábado
en el que había ocurrido lo increíble.
Según la promesa, Cristo había resucitado;
pero ellos aún no lo sabían.
Sin embargo las palabras del Viandante durante el camino
habían hecho poco a poco enardecer su corazón.
Por eso lo invitaron: “Quédate con nosotros”.
Después, sentados en torno a la mesa para la cena,
lo reconocieron “al partir el pan”.
Y, de repente, Él desapareció.
Ante ellos quedó el pan partido,
y en su corazón la dulzura de sus palabras.
2. Queridos hermanos y hermanas,
la Palabra y el Pan de la Eucaristía,
misterio y don de la Pascua,
permanecen en los siglos como memoria perenne
de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.
También nosotros hoy, Pascua de Resurrección,
con todos los cristianos del mundo repetimos:
Jesús, Crucificado y Resucitado, ¡quédate con nosotros!
Quédate con nosotros, Amigo fiel
y apoyo seguro de la humanidad en camino por las sendas del
tiempo.
Tú, Palabra viviente del Padre,
infundes confianza y esperanza a cuantos buscan
el sentido verdadero de su existencia.
Tú, Pan de vida eterna, alimentas al hombre
hambriento de verdad, de libertad, de justicia y de paz.
3. Quédate con nosotros, Palabra viviente del Padre,
y enséñanos palabras y gestos de paz:
paz para la tierra consagrada por tu Sangre
y empapada con la sangre de tantas víctimas inocentes;
paz para los Países del Medio Oriente y África,
donde también se sigue derramando mucha sangre;
paz para toda la humanidad, sobre la cual se cierne siempre
el peligro de guerras fratricidas.
Quédate con nosotros, Pan de vida eterna,
partido y distribuido a los comensales:
danos también a nosotros la fuerza de una solidaridad generosa
con las multitudes que, aun hoy,
sufren y mueren de miseria y de hambre,
diezmadas por epidemias mortíferas
o arruinadas por enormes catástrofes naturales.
Por la fuerza de tu Resurrección,
que ellas participen igualmente de una vida nueva.
4. También nosotros, hombres y mujeres del tercer milenio,
tenemos necesidad de Ti, Señor Resucitado.
Quédate con nosotros ahora y hasta al fin de los tiempos.
Haz que el progreso material de los pueblos
nunca oscurezca los valores espirituales
que son el alma de su civilización.
Ayúdanos, te rogamos, en nuestro camino.
Nosotros creemos en Ti, en Ti esperamos,
porque sólo Tú tienes palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68).
Mane nobiscum, Domine! ¡Aleluya!
CONFERENCIA Y ENCUENTROS EN GRUPO “PADRE
NUESTRO”
Reanudando la reflexión
sobre la Oración del Señor, hoy utilizaremos la conclusión del MENSAJE URBI ET ORBI . Pascua, 11
de abril de 2004
"Señor, ¿a quién vamos a
acudir?"
Sólo Tú, que has vencido a la muerte,
"tienes Palabras de vida eterna" (Jn 6,68).
A Ti dirigimos con confianza nuestra oración.
Ayúdanos a trabajar sin cesar
para que venga ese mundo más justo y solidario
que Tú, resucitando, has inaugurado.
En este esfuerzo está a nuestro lado
Aquella que creyó que se cumplirían
las Palabras del Señor (cf. Lc 1,45).
¡Dichosa Tú, María, Testigo silencioso de la Pascua!
Tú, Madre del Crucificado Resucitado,
que en la hora del dolor y de la muerte
tuviste encendida la lámpara de la esperanza,
enséñanos también a nosotros a ser,
entre las contradicciones del tiempo que pasa,
testigos convencidos y gozosos
del perenne mensaje de Vida y de Amor
que trajo al mundo el Redentor Resucitado.
Llenos del Espíritu Santo oremos
a nuestro Padre en el Cielo:
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PATER NOSTER |
Pater noster, qui es in cælis,
sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnum tuum. Fiat
voluntas tua, sicut in cælo et in terra.
Panem nostrum quotidianum da nobis
hodie. Et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos
dimittimus debitoribus nostris. Et ne nos inducas in
tentationem: sed libera nos a malo.
Amen. |
Padre nuestro, que estás en
el Cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu
Reino; hágase tu Voluntad, en la tierra como en el Cielo.
Danos hoy nuestro pan de
cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la
tentación y líbranos del mal.
Amén. |
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ORACIÓN
PARA IMPLORAR FAVORES
POR
INTERCESIÓN DEL SIERVO DE DIOS EL PAPA JUAN PABLO II
Oh Trinidad Santa,
Te damos gracias por haber concedido a la Iglesia al
Papa Juan Pablo II y porque en él has reflejado la
ternura de Tu paternidad, la gloria de la Cruz de Cristo y el esplendor del
Espíritu de Amor. Él, confiando totalmente en tu infinita misericordia y en
la maternal intercesión de María, nos ha mostrado una imagen viva de Jesús
Buen Pastor, indicándonos la santidad, alto grado de la vida cristiana
ordinaria, como camino para alcanzar la comunión eterna Contigo.
Concédenos, por su intercesión, y si es Tu voluntad, el favor que
imploramos, con la esperanza de que sea pronto incluido en el número de tus
santos. Padrenuestro. Avemaría. Gloria.
Se ruega a quienes obtengan gracias por
intercesión del Siervo de Dios Juan Pablo II, las comuniquen al Postulador
de la Causa, Monseñor Slawomir Oder. Vicariato di Roma. Piazza San Giovanni
in Laterano 6/A 00184 ROMA . También puede enviar su testimonio por correo
electrónico a la siguiente dirección:
postulazione.giovannipaoloii@vicariatusurbis.org
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